La vergüenza, un privilegio
Lo que pasa es más o menos así: es un día caluroso, el sol se ve entero, está acompañado en el cielo por pocas nubes y en una ciudad de la costa, con playas amplias, mucha gente se mete al mar y toma sol en reposeras y bebe una cerveza fría y come algo frito y duerme y descansa o escucha música o charla con amigos, con parejas. Entierra los pies en la arena para sentir algo distinto y se miente un poco y dice que sí, que este año va a ser un gran año. Hay una chica que no para de peinarse. Tiene el cabello rubio y húmedo, se pasa una crema en las puntas, las alisa un poco y las cepilla. Se mira en un pequeño espejo redondo que nunca guarda en la cartera, lo deja a mano y lo hace otra vez.
La zona no es muy concurrida, en tiempos de pandemia, resulta una suerte al menos para los que no tienen nada que hacer más que disfrutar. Con sombreros de panamá. Pero no son los únicos: en el lugar hay gente que no para, que viste traje de baño pero remera de manga larga y que va de bañista en bañista preguntando quién quiere algo más, “¿un gin and tonic tal vez?”, “¿otra porción de rabas?”. Transpira y sigue. Y hay gente que llega para ofrecer una única vez eso que vende, artesanías, pareos, anteojos de sol, comida casera. Vienen de la punta de la costa y caminan hacia la otra. Hombres, mujeres, jóvenes, adolescentes, niños, niñas. Repiten con una especie de canto eso que ofrecen.
Hay una mujer en particular. Cuenta a cada posible compradora, ante la que se arrodilla, que viaja por el continente para pasar el año haciendo eso, vendiendo collares y pendientes y anillos hechos a mano en una única temporada eterna, la del sol cuando calienta. Cerca de la orilla una pareja de turistas, una mujer y un hombre, no deben llegar a los 40 años, reposan y escuchan el relato. él está bajo la sombrilla. Tiene puestas unas bermudas azules, una musculosa gris, un gorro tipo piluso, verde pesca, y lee un libro de tapa naranja.
A unos pasos está ella: escucha una música que le provoca mover apenas un pie, tiene un traje de baño de dos piezas y cierra de vez en cuando los ojos para que no moleste. De pronto se quita los auriculares y acota a su novio, en voz bien baja, que ella no podría hacer eso que hacen esa mujer que viaja y los demás, que le daría mucha vergüenza interrumpir a la gente. Lo hace incluso como una crítica a sí misma. Se queja de lo vergonzosa que es. Su novio la mira, monta una mueca con la boca y calla. Y vuelve a hacer lo que estaba haciendo. Hasta que de pronto un niño de azul, no debe tener ni 9 años, se acerca para venderles unos bombones que no se entiende bien de qué están hechos y ellos se disculpan y dicen que no con la cabeza, que gracias. Entonces sí se lo escucha hablar a él: cuando el niño se aleja de ella, en voz aún más baja, le responde a su novia: “Este nene quizá tenga vergüenza como vos, pero ¿qué va a hacer?”.
En la playa el día sigue, el sol todavía quema y lo que pasa, que pasa más o menos así, parece un resumen. La vida de este modo, en este tono, según quién la mire, una acumulación de cosas partidas. En dos, en más pedazos. Sobre la arena. El género, el color de la piel, el cabello, el dinero, las ganas. Las personas que pueden vacacionar y quienes no, las que tienen dónde bañarse y las que no, las que consiguen trabajo y las que no, aquellos que pueden elegir qué carrera estudiar, los que no. La gente que puede salir a comer afuera, la que puede tener hijos, los que duermen mucho, los que apenas duermen. Quienes toman sus decisiones cada vez que tienen que hacerlo. Las personas que sí y las que no. Cualquier cosa o todo. La vida a este ritmo, con la vergüenza como un par de zapatillas nuevas, una cama con colchón, la estadía en un hotel. La vergüenza irremediable, como el hambre o el frío. O la muerte.
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