La última revolución del arte
Los críticos reflexionan sobre el cierre de una era de rótulos y cánones que imponían límites a la producción artística. En el nuevo e impensado cruce de tendencias y lenguajes Madonna resulta un ícono. Ella, en sí misma, es una expresión multimedia que condensa la moda, la danza, la fotografía, la escultura, la música, el video y la pintura. Escriben Daniel Molina, Graciela Speranza, Julio Sánchez, Rodrigo Alonso y Alicia de Arteaga
Después de la muerte de Michael Jackson, la única artista universal que queda en pie es Madonna. Jackson fue el último representante de una época en la que brillaron Jimi Hendrix, James Joyce, Alfred Hitchcock y Pablo Picasso. Desde los comienzos de la Revolución Industrial hasta fines del siglo XX, los artistas tenían el control total (o, al menos, decisivo) sobre la obra que producían. De ahí que se valorizaran la originalidad, la "profundidad" o la perfección artesanal, asociadas a las prácticas individuales (y que eran una herencia de los gremios artesanales de la Edad Media). En las obras actuales -producto de la colaboración, basadas en la cita de otros artistas, con soportes que no requieren destrezas manuales- esos valores no tienen ningún sentido.
No hay un límite para el arte, porque traspasar los límites es lo que le da sustento: por eso hay tanta dispersión, tantos formatos, tantos estilos. Salvo Madonna, no hay otros artistas que definan la época como hace 40 años lo hicieron los Beatles. Hoy, Jeff Koons, Damien Hirst, Takashi Murakami o Maurizio Cattelan (por nombrar a las más grandes figuras de las artes contemporáneas) no son soles únicos alrededor de los cuales giran los planetas, sino estrellas frías, perdidas en la inmensidad brillante de la oscura noche del sentido. Cada uno de ellos ilumina una isla, pero no es capaz de irradiar su luz al conjunto del gigantesco archipiélago de la vida contemporánea.
Madonna es la última artista universal porque en ella se operó como en casi nadie más la gran transformación: de "oruga" analógica a "mariposa" digital. Ya no es la materialidad de su voz (y su diálogo con la tradición de la canción popular) la que sostiene su obra, sino que ahora el eje de su trabajo está puesto en el enorme proceso de producción. La Madonna actual no es una persona (que canta o que baila), es la imagen final que surge de una compleja maquinaria que estimula nuestros sentidos.
La mayoría de los artistas que comenzaron sus carreras al mismo tiempo que ella (Michael Jackson, Bruce Springsteen o incluso Prince) siguen produciendo tal como se lo hacía en los años ochenta: no saben o no quieren explorar los territorios que les permiten las nuevas posibilidades técnicas (a pesar de que las usan en forma básica). Por el contrario, Madonna hace más de una década que dejó de ser la excepcional cantante de sus comienzos (como en Like a Virgin ) para convertirse en una plataforma multimedia en sí misma. Esa operación surgió en 1998 cuando lanzó su álbum Ray of Light (que produjo en colaboración con William Orbit, Patrick Leonard y Marius De Vries). Desde entonces mezcla sonidos, imágenes y culturas en una especie de batidora digital que todo lo reprocesa. Y lo hace de tal forma que surgen de allí obras (canciones, videos, performances y actuaciones en vivo) que no se parecen a ninguno de los componentes, pero que tienen algo de cada uno.
La Madonna actual es una antena atenta a todo lo nuevo que sucede en el mundo: toma el pop francés (del grupo Air) y lo "remixa" con el hip hop de Los Ángeles; se inspira en la música disco británica y la mezcla con un relectura de los aires latinos de Nueva York. Y así hasta el infinito. Por eso su música y sus imágenes están más cerca de las producciones de los jóvenes (Franz Ferdinand, The Killers o Architecture in Helsinki) que de las canciones de Cindy Lauper. La Madonna digital es una esponja que todo lo absorbe y todo lo reprocesa, y también es una de las artistas más parodiadas, "remixadas", citadas. Es una catarata que desencadena otras obras que la citan y la transforman en otra cosa, como hace, por ejemplo, Terremoto de Alcorcón en su video Times goes by con Loli ( http://www.youtube.com/watch?v=XkLg1qx7fec ), en el cual -con una estética trash y camp - parodia el video Hung Up .
Una obra ahora nos importa según su potencia viral: su capacidad de citar y de ser citada, de "contagiar", de ser transformada. Roland Barthes (un crítico central de la época analógica) sostenía que la literatura de goce era la que motivaba a escribir una nueva obra. Esa idea es central en la producción estética actual, en todos los campos. Demuestra, además, que son las audiencias las que están tomando el control del proceso, y que se está borrando la separación entre consumidor (o receptor) y productor. En el eslogan "Hágalo usted mismo" (que une la ideología optimista de la revista Mecánica Popular con destellos del ideario vanguardista de comienzos del siglo XX) se condensa buena parte del ideario artístico contemporáneo: ahora, realmente, cualquiera podría ser artista.
Un buen ejemplo de la incesante producción de sentido a partir del "remixado" y cita de obras es la cadena de transformaciones que lanzó el video Single Ladies , de Beyoncé. El video original fue parodiado en un skecht del programa televisivo Saturday Night Live , con la participación de Justin Timberlake y Paul Rudd. Luego se popularizó en la Red un video en el que un bebé canadiense bailaba al ver la coreografía de Beyoncé ( http://www.youtube.com/watch?v=IS2RElvVydM ). Y luego JoeNATIONtv -un irreverente artista de la imitación- realizó una parodia muy elaborada del inocente bebé ( http://www.youtube.com/watch?v=1UKM2Zwlw5U ). En otra de sus muchas transformaciones (hay miles en la Web), la coreografía del video de Beyoncé fue el tema central del capítulo cuatro de la serie Glee (que en la Argentina está emitiendo Fox los jueves a las 22): gracias a él, un adolescente gay, marginado en su colegio, logra ingresar al equipo de fútbol, convertirse en una estrella del deporte y animarse a hablar de su homosexualidad con su padre.
Mezclar es la consigna de la época: ahora es imposible que haya algo que pueda denominarse "arte puro". Por eso, en este clima de gozosa impureza abunda lo trash . Las fotografías de adolescentes que mostró Carlos Herrera en la FotoGalería del Rojas y en Zabaleta Lab ponen en evidencia el mundo de las pasiones pequeñas y de la piel cotidiana. Es un realismo mínimo, de afectos latentes, el que se retrata a través de rostros en crudo y escenas sin otro artificio que el punto de vista. Es el triunfo de lo que el nazismo llamó "arte degenerado", pero a la enésima potencia: sin género, sin soporte privilegiado, sin sometimiento a los lugares comunes de "lo artístico".
El arte que amplía los límites puede tener la mirada tierna y, a la vez, el clima acechante de las máquinas utópicas y los seres de cuento de hadas que Cristian Turdera mostró en la galería Sapo. En un mundo que valora lo gigantesco, Turdera es un gran artista que pasa inadvertido -como muchos dibujantes e "ilustradores"- porque hace pequeñas cosas maravillosas (como sus increíbles libros para niños, que son obras maestras de la alegría).
Que el arte esté constantemente ampliando sus fronteras significa también que los creadores más innovadores apuestan a participar en otros circuitos, como las muestras curadas por los propios artistas (de Cristina Schiavi a Elba Bairon o Juan Tessi) en la "galería" circunstancial MarkMorganPerezGarage (que se anuncia por Facebook). Existen otros circuitos también en el mundo digital, con las posibilidades que Internet pone al alcance de cualquiera: los videos que exploran el más allá de los límites hoy están en YouTube y no en las salas de los museos (que se han quedado con el videoarte). Esta aparición de nuevos espacios para el arte cuestiona el papel de los museos y de los centros culturales: ¿qué futuro les espera?
La cultura digital tampoco es propicia para el surgimiento de estrellas globales sino para la multiplicación de luminarias fugaces, con radios de acción más limitados y cuya influencia puede ser intensa aun a costa de quedar encerrada en comunidades acotadas. La lógica del mundo digital, a la vez que brinda a todos la posibilidad de hacer arte e interactuar con muchos otros, pone límites imprecisos pero férreos a la expansión infinita. Por eso no hay artistas globales que sean incuestionables para la audiencia planetaria. Salvo Madonna, quizá la última de su especie.
Hija del final de la era analógica, Madonna encarnó como nadie la posibilidad de transformación que caracteriza nuestro presente. Hay en ella una furia por ser otra que recorre toda su obra (recordemos: en cada show presenta un nuevo look ; en cada video, un nuevo disfraz). Sobrevivió al cambio de época porque fue capaz de incorporar lo que iba apareciendo y lo integró con tal sabiduría que les dio a las tendencias fugaces la solidez de lo clásico. Pero paga un precio muy caro por ser el ícono de nuestra época: no es una persona sino una imagen. En realidad, ni siquiera es una imagen fija, sino un vértigo tornasolado: en cada aparición nos hace creer que ya la conocemos y que es, a la vez, un mensaje que nos envía el futuro.
© LA NACION
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