La última lección de Emile Cioran
Treinta y cuatro cuadernos que el maestro de la desesperación escribió y escondió durante quince años y que su compañera, Simone Boué, rescató de un seguro destino en la hoguera, fueron publicados en Francia por primera vez el mes último. Ionesco, Beckett, Paul Celan, es decir, sus amigos; las modas pasajeras, y la mirada siempre crítica incluso sobre Francia, su patria adoptiva, son algunos de los temas que este autor fue anotando a lo largo de los años en este diario íntimo.
LOS expertos en relojería lo admiran, aguzado el oído, en las hermosas piezas que datan del Antiguo Régimen. Lo llaman "el movimiento de París", por referencia a la ciudad que poseía el secreto. En líneas generales, se caracteriza por la elegante sencillez de sus engranajes, más veloces que el segundo, y un sonido atribuible a la presencia de una cantidad indeterminada de bronce en la campana: es apagado, pero en su centro se distingue un agudo. Así imaginamos la perla en la carne de la ostra. Era una especialidad francesa, del mismo modo que lo fueron los moralistas. Sin duda, la tarea de resucitar el género, de ser, por un fenómeno de identificación, más perfecto que sus mismos modelos, sólo podía corresponderle a un rumano con pujos de vagabundo en sus primeros tiempos en el Barrio Latino.
Nacido en 1911, austro-húngaro por casualidad, hijo de un pope y del "tedio ruso", curado de la filosofía alemana por una estada en Berlín, Emile M. Cioran murió en 1995 en un hospital, de un modo acorde con esa clase de ironía con la que, en sus intentos de conversación seductora (su conversación), fue el contador obsesivo de engaños, virajes, cambios de opinión, necedades, injusticias, palinodias. El espíritu más lúcido de su época había caído irreversiblemente en las brumas del mal de Alzheimer...
Un día, un visitante le trajo un ramillete de violetas; el escritor, que había recorrido los campos a pie, a lo largo y a lo ancho, no supo qué hacer con ellas y se puso a comerlas en silencio. A no ser que, recobrada la razón por un minuto, Cioran haya dado una última lección, así como los sabios de Oriente respondían a las preguntas de sus díscipulos con un gesto que nada explicaba pero daba en qué pensar. En todo caso, la enfermedad quitó sentido a su miedo a "morir como desertor de sí mismo": tal era, a su parecer, el destino final de cada uno de nosotros. Le impidió desdecirse, avenirse, por cansancio o cortesía, a las consolaciones que imponían las circunstancias, igual que La Rochefoucauld, su profesor de amargura, cuyo último suspiro recogió afanosamente Bossuet. ¿Acaso por eso se echa con cajas destempladas a un obispo, sobre todo si uno es educado y el prelado tiene clase? El rumano se caracterizaba por su gran afabilidad, modestia y gentileza. Sin duda, sus compañeros de caminatas por los jardines del Luxemburgo -François Bott, Fouad el-Etr, Roland Jaccard- lo atestiguarían de buen grado. Lo mismo harían los muchachos y chicas desesperados que acudían a él. Cioran los contuvo al borde del abismo. "Uno siempre se suicida demasiado tarde", advertía, no sin razón, para luego señalar que suicidarse era "morir antes de la muerte". ¿Para qué‚ quemar etapas? Siempre quedar para otra vez.
Cuando ya nada se esperaba de Cioran, su editorial, la misma que pasó la aplanadora a su primera obra porque no se vendía, ofrece unos trabajos inéditos que no son, como sucede casi siempre tras la desaparición de un autor, escritos rescatados del fondo de algún cajón y publicados de prisa para medrar con la luz vacilante de los cirios al término del velatorio. Estas mil páginas, en cifras redondas, tienen tanto peso como Précis de composition, La Chute dans le temps o Exercices d`admiration , obras que demostraron su genio al afirmar su grandeza estilística. Poseen el desaliño provocativo de un diario íntimo, toda la espontaneidad febril de lo apuntado a la ligera para no olvidarlo porque "ese momento del que hablo ya está lejos de mí", y esto las hace quizá más accesibles que el resto de su producción.
Tenemos entre las manos el contenido de treinta y cuatro cuadernos que Cioran borroneó durante quince años y que su compañera, Simone Boué, ha salvado de la destrucción: a tal punto es cierto el adagio de que el escritor es el peor juez de su propia obra. En este libro, imprescindible en toda biblioteca, casi no hay un solo párrafo que no incite al comentario marginal. El lector, por momentos conmovido, molesto, perturbado, exasperado, conquistado o risueño, se guardará muy bien de prestar su ejemplar. Entregaría a los indiscretos, en forma de exclamaciones, rechazos o bravos, esas confesiones cuya importancia mide en plenitud cuando ya empieza a lamentar el haberse abandonado a ellas.
A veces reducimos a Cioran a los aforismos y máximas que, aislados, brillan demasiado como lámparas eléctricas: desnudos, nos ciegan. El ensayista queda reducido a la dimensión de un Guitry con un barniz pascaliano, lo cual, por lo demás, no es falso ni desdeñable. Pero en las obras póstumas hay algo más. Aparte de los ecos de una existencia agravada por el malestar material hasta el umbral de la vejez, están los retratos de amigos como Beckett, Paul Celan o Ionesco, las observaciones superficiales del caminante que hacía sus veinte kilómetros diarios en Beauce, las esquirlas centelleantes de un arreglo de cuentas consigo mismo reavivado día a día. (Cioran es un tirador que nos hiere porque nunca yerra.)
A esto se añaden los juicios sobre las modas pasajeras, los recuerdos de infancia, las impresiones sobre sus lecturas y la mirada perspicaz del hombre exiliado en su país de adopción: Cioran analiza maravillosamente las dos pasiones francesas, la vanidad y la avaricia. La primera refleja quizá cierta persistencia del protocolo de Versalles en el inconsciente colectivo. Diríase que se oye la risa burlona de un viejo tío pudiente que ha llenado su testamento de codicilos tendientes a contrariar el disfrute de sus bienes por parte de los legatarios.
Ningún maestro de la desesperación ha sido tan alegre sin habérselo propuesto jamás. La Rochefoucauld enuncia, espada en mano; La Bruyère se dedica a pintar; Chamfort predica con el ejemplo, abriéndose las venas; Rivarol razona al salir de una cena de marqueses; Joubert posee los dulzores del clérigo; Lichtenberg no olvida ni por un instante que es alemán. Todos, en su pensamiento entrecortado, relampagueante, ven mejor a la sociedad que se mueve a su alrededor, los "nombres odiosos de los móviles de la época" que a la incorregible e inquebrantable naturaleza humana. Cioran taconea, a semejanza del bailaor andaluz, para distribuir mejor en su flamenco de metafísico ateo sus frases con repiqueteos de castañuelas. (¿Teresa de Avila no bailaba a veces delante de sus religiosas, tras haber juzgado el horror del mundo y la necesidad urgente de apartarse de él?)
Cioran tuvo el honor de ser víctima de la censura franquista, y con razón: "Desde hace dos mil años, Jesús se venga en nosotros por no haber muerto sobre un canapé". Pronto será un clásico (él lo habría lamentado) pese a los que insisten en recordar los prejuicios antisemitas y nacionalistas de su entorno natal, de los que se liberó al ganar la lengua francesa, del mismo modo que se gana la alta mar. A este respecto, nada más claro que las palabras de Edgar Reichmann: "Los compromisos aberrantes de Cioran se sitúan río arriba, antes de la Shoah. Lo que encuentra río abajo lo mortifica". Eso reforzó su pesimismo.
Su desconfianza frente al psicoanálisis, aunque considerara a Freud un "héroe" y un "santo", se reitera con excesiva frecuencia para venir de alguien que no desea mostrar sus secretos. ¡Qué importa! Muy pronto, nada vendrá a turbar la escucha de su "movimiento de París", comparable, según la imagen de Cocteau, al tictac del reloj que sigue latiendo en la muñeca del soldado muerto. Cioran continúa hechizándonos.
Para
La Nación
- París, 1998