La trama secreta de una revolución poética que cautivó a chicos y grandes
Los estrenos de Canciones para mirar y de Doña Disparate y Bambuco produjeron en los años 60 un cambio irreversible en los espectáculos destinados a los niños y abrieron un nuevo horizonte en la literatura nacional. El humor, las letras pegadizas, la inspiración surrealista y el lirismo de textos y escenas resumían el espíritu de una época ebra de poesía. Ahora, Alfaguara edita por primera vez esas obras con las que crecieron varias generaciones de argentinos
A cuarenta y cinco años de su estreno, la editorial Alfaguara de Buenos Aires lanza al mercado en estos días las obras teatrales de María Elena Walsh, Canciones para Mirar (1962) y Doña Disparate y Bambuco (1963). Aunque incesantemente reestrenadas desde entonces, tanto en la Argentina como en el resto del mundo, durante largo tiempo se las consideró apenas la plataforma de lanzamiento para un repertorio de canciones para niños tan entrelazadas ya a las memorias de infancia de por lo menos cinco generaciones que bien podría decirse que María Elena Walsh, en cierta forma, "nos inventó". Esos espectáculos marcaron un hito en la historia cultural de los años sesenta; aportaron una insólita atmósfera de libertad y juego poético que la primera edición en forma de libro aspira a resucitar en el diálogo entre los adultos y chicos de hoy. Este artículo rastrea la historia extraordinaria de su gestación, con todo lo que todo tuvo de osadía. Llevándonos del "viejo varieté" del París de posguerra, donde Walsh trabajaba como una de sus más exóticas estrellas mientras empezaba a escribir para niños, a los "dorados años sesenta" porteños; mezclando a las copleras tucumanas con Ezra Pound, a Fred Astaire con las augustas sombras de Don Quijote y Sancho, las obras parecen aunar, como clásicos que son, las líneas aparentemente más inconciliables de una cultura.
Como consta desde hace mucho en nuestros manuales escolares, María Elena Walsh nació el 1° de febrero de 1930 en Ramos Mejía, por entonces un poblado semirrural de la provincia de Buenos Aires, hija menor de una típica y numerosa familia de inmigrantes de clase media rioplatense. Su madre, Lucía Monsalvo, una andaluza de origen humilde es, por ausencia, una figura central en la obra de la poeta, quizás "el analfabeto a quien escribo", según la frase de Miguel Hernández. De su padre, Enrique Walsh, empleado del departamento contable del Ferrocarril del Oeste, se ha señalado que la inició, desde muy chica, en el tesoro de la poesía oral en lengua inglesa (esas nursery rhymes que él mismo había aprendido en la infancia, en la lejana década de 1880) y, más tarde, en el hábito de la lectura de publicaciones de gran tirada, especializadas en la divulgación de alta cultura para consumo de masas, el Pequeño Larousse Ilustrado y los novelistas ingleses del siglo XIX. El opresivo ambiente de la escuela en la década infame se disipaba, según cuenta una espléndida biografía de Sergio Pujol, de vuelta en casa, con la presencia de cuatro medio hermanos varones, mucho mayores, fascinados por los flamantes medios de comunicación que pretendían ganar público asimilando lo mejor del arte popular de la cultura rioplatense: la radio, con sus sesiones de "típica y jazz" que permitían imaginar los míticos grandes bailes de fin de semana en los clubes de barrio o las confiterías del centro, los extraordinarios programas cómicos de la gran Niní Marshall ("nuestra Cervanta", la llamaría María Elena décadas más tarde). Y por otro lado, el recién nacido cine sonoro con su gran invención, el "musical". "Soy hija de Nelson Eddy y Jeannette MacDonald, de Fred Astaire y Ginger Rogers", escribiría Walsh especialmente para su otra biógrafa, la escritora Alicia Dujovne Ortiz.
Quizá porque, como a tantos artistas surgidos de su mismo estrato social, la restricción a una sola disciplina les parecía una mutilación sin fundamento, Walsh a los doce años eligió ingresar en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano en la Capital, cuyo principal aporte, según ella, fue "una barra de juvenilia" que la acompañó en el descubrimiento de la ciudad y, luego, en el difícil camino de la vida: la arquitecta Carmen Córdova, la fotógrafa Sara Facio, el escultor Juan Carlos Distéfano, etcétera. Al mismo tiempo, en secreto, a salvo de los rigores de los maestros de dibujo que empezaban a hartarla en eternas sesiones de copia a carbonilla, había empezado a escribir poesía, y a enviarla a aquellas publicaciones masivas - El Hogar, LA NACION , La Vanguardia -, en donde desde los catorce años se la identificó ya como una de las más típicas y inspiradas voces de la "generación del 40": neoclásica en las formas y ferozmente romántica en el contenido. Otoño imperdonable, el libro que en 1947 reunió estos primeros poemas, fue inmediatamente celebrado por Pablo Neruda y "consagrado" por Juan Ramón Jiménez con el insólito gesto de invitar a su autora a pasar una temporada en su casa de Maryland, en Estados Unidos. Sesenta años después, el libro sigue deslumbrando, ante todo, por el prodigioso manejo de los patrones musicales de la poesía tradicional y por su áspero, amargo lirismo, que González Lanuza comparó muy bien con el de Gabriela Mistral, a salvo de las blanduras de la "poesía femenina" de entonces.
Después de la breve pero fulminante temporada bajo la guía de Juan Ramón, que incluyó una visita a Ezra Pound en el hospicio y una función de burlesque en Nueva York, cuyas protagonistas eran las célebres Rockettes, Walsh regresó a la Argentina de la hegemonía peronista y, en lugar de la gloria que otros le auguraban, enfrentó la primera y quizá más severa de sus depresiones. La chatura y malignidad del mundillo literario porteño, que la atormentaba tanto con la envidia como con el asfixiante baldón de la "joven promesa" ("No haga vida de peña", había sido acaso la primera máxima de Juan Ramón); la desdicha de su único posible trabajo como profesora de inglés de caprichosas alumnas en un colegio privado; y la visión de un futuro siempre igual a sí mismo, como esposa y ama de casa en un contexto social en que el mundo parecía dividirse ad aeternum en ramas masculina y femenina, todo contradecía esencialmente su aspiración de vivir en "poesía". Y de pronto, en 1951, una carta de otra poeta, Leda Valladares, por entonces ya desterrada en Costa Rica, le plantea una inesperada salida, una salida que ya habían emprendido muchos otros amigos suyos. Con la esperable oposición de su madre y sin imaginar todavía de qué iba a vivir, Walsh viajó a Santiago de Chile y, tras una breve visita a Neruda, se embarcó en el carguero Reina del Pacífico, que Valladares abordó en Panamá, con su habitual carga de guitarras y tambores. En la cubierta, se sorprendió cantando a dúo, pocas horas después de encontrarse con Leda, para un cautivado público de marineros.
Aun si no supiéramos nada del futuro de Leda y María, de su éxito internacional y de sus criterios visionarios que siguen influyendo en músicos actuales; es decir, aun cuando el dúo no hubiera tenido éxito alguno, Valladares nos seguiría pareciendo la compañera ideal para Walsh en la aventura europea, y en muchos sentidos, la maestra que ella misma había buscado sin saberlo. Once años mayor, también había tratado de escapar de la rigidez de su medio, la pequeñoburguesía provinciana, estudiando filosofía -fue una de las primeras mujeres egresadas de la Universidad de Tucumán-, y, al mismo tiempo, enriqueciéndose musicalmente en compañía de un grupo extraordinario de amigos: Gustavo "Cuchi" Leguizamón, Adolfo Ábalos, Enrique "Mono" Villegas. Como todos ellos, Leda había cantado desde siempre un folclore "de patio", romántico -y, también como sus nuevos amigos, por reacción a su medio y declarada cinefilia, su pasión era el jazz Hacia 1941, con el seudónimo de Ann Kay, Valladares ya cantaba standards en Radio LV12, "en un inglés inventado" y acompañándose en banjo, un instrumento -recordaba- que había pasado todo un verano estudiando en plena Quebrada de Humahuaca. Hasta que un día, bajo la ventana de su cuarto del hotel Cafayate, dos bagualeras que pasaban a caballo rumbo al Carnaval, la despertaron con sus gritos de baguala.
"Fue como un segundo nacimiento", diría Valladares. ¿De dónde venía esa música descarnada, ese grito hondísimo y descontrolado, acaso el último remanente de un mundo indígena que se resistía a desaparecer, a callar su ligazón con "otra dimensión metafísica"? ¿Y cómo era posible que nadie hablara, en la ciudad, de ese folclore, que desde entonces consideró el "más verdadero"? La soledad en esa sociedad tucumana, donde se sintió más que nunca extraña, terminó por madurar en Valladares una decisión de desesperada audacia: escapar a Venezuela, donde se había ganado la vida como corredora de libros y donde, así, por casualidad, se había topado con un ejemplar de Otoño imperdonable. No es seguro que la propuesta de ir más lejos partiera de Valladares. Pero es seguro que aquel atardecer en la cubierta del Reina del Pacífico, fue suya la propuesta de integrar un dúo como el de aquellas bagualeras y encarar un repertorio casi exclusivamente integrado por canciones anónimas de raíz andina; María Elena Walsh, que nunca había cantado una nota en público, aceptó, confiada en el enorme talento de Leda y conmovida por su poesía, descendiente de la antigua lírica popular española que había aprendido a amar por Juan Ramón. Románticas como eran, Leda y María se calzaron pantalones a lo George Sand, se cortaron el pelo a lo Príncipe Valiente y, en lugar de cambiar, según el motivo de Rimbaud, la poesía por la vida, decidieron vivir de, y en, poesía pura.
2
Desde su "cuartel general" del Hôtel du Grand Balcon, una vasta y descalabrada pensión de artistas en herb e donde también vivían el pianista Lalo Schiffrin, el pintor Edgardo A. Vigo, la cantautora Barbara y una multitud infernal de ratones que subían a interrumpir los ensayos a cada amago de creciente del Sena, las amigas salieron, noche a noche, a pedir trabajo en cuanto sitio requiriera música en vivo. Eran dos chicas audaces. Debutaron en La Guitare , un típico café para la comunidad latina; pasaron a boites burguesas como Chez Pasdoc, donde les tocó compartir camarines con el debutante Charles Aznavour o los míticos Frères Jacques, y recalaron por fin en el Crazy Horse, el célebre templo del streaptease cuyo dueño las adoptó -cuenta Dujovne Ortiz- como amuletos de la buena suerte, porque la noche de su debut se habían agotado las localidades, "aunque nadie podía suponer, claro, que el público iba por nosotras...". Un poco disfrazadas de "indiecitas de Hollywood", doblemente exóticas por sus ojos claros y su obvia modernidad, entraban a cantar el carnavalito El humahuaqueño y la tristísima Vidalita pampeana , patinando sobre las pompas de jabón que dejaba flotando el número de una despampanante streapteaser . Charles Chaplin, Olivia de Havilland, Pablo Picasso, Jacques Prévert miraban azorados desde el público. Gustaban a rabiar, pero nadie quizá las entendía realmente, salvo el pintor Jean Miró que, contaba Leda, se aficionó a "dibujar" las bagualas en servilletas y las llamaba "mis pájaros prehistóricos". Pero qué importaba. Hacer el juego al gusto extravagante era un precio bajo para comprar la dicha de seguir al menos un día más en París, donde se pasaban tardes y tardes revolviendo puestos de bouquinistes o leyendo a Simone de Beauvoir, trasnoches en los cafés que habían vuelto célebres las páginas de Hemingway y equívocamente míticos las de Djuna Barnes, lunes en que ofrecían tallarinadas a otros expatriados como Violeta Parra o la extraordinaria cantante de jazz estadounidense Blossom Dearie, cuya voz infantil sin ser aniñada tanto se parece a la de María Elena y al espíritu de sus canciones.
"Fui muy feliz entre esa gente", sintetiza Walsh, aunque el trabajo era duro, exigía disciplina y la competencia no era demasiado propicia para estrechar lazos y menos conservarlos. Sus compañeros del "viejo varieté" significaban una conquista preferible a la soledad de Gran Poeta Romántica que le habían exigido. Y fue precisamente entre ellos, en los helados corredores de un helado cine belga, mientras esperaban para cantar en el intervalo entre dos westerns , o entre las bambalinas de algún circo donde consolaban a perritos amaestrados que lloraban antes de salir a escena, que Walsh concibió, casi sin darse cuenta, los primeros versos de su nueva poesía. Aquella sola palabra, "feliz", permite entenderlas como ninguna otra cosa. En verdad, si Otoño imperdonable había sido el canto, fatalista como un imperativo biológico, de las pérdidas adolescentes, estas primeras canciones para niños son la expresión de una dicha infantil al fin recuperada; no sólo, digo, la de las viejas nursery rhymes que le decía su padre y que, muchas veces, se aplicó a reescribir muy libremente, sino del "idioma de infancia" que era "un secreto entre los dos", del gozo de enfrentarse con lo desconocido del mundo con la invencible arma del juego verbal. Y no se trata, como suele decirse, de que los poemas rechacen el elemento didáctico o moralizante propio de la literatura infantil de tradición hispánica, sino de que lo didáctico, aun cuando aparece, no es nunca elemento central: lo central es el vértigo de los primeros descubrimientos.
Desde otro punto de vista, alguien podría decir también que las primeras canciones infantiles fueron el aporte secreto de Walsh al fantástico movimiento de la "canción poética francesa", que había fundado Charles Trenet, y que por entonces oía crecer muy de cerca, en los recitales del admiradísimo Brassens, de Léo Ferré, Nicole Louvier y en especial el mismo Brel que, vestido de juglar y en bambalinas, solía pedirle opinión sobre versificación, una de las mayores pasiones de su vida. En cierto sentido, los cantautores eran los artistas a los que María Elena, por formación y temperamento, más se parecía. Pero más allá de su aire tan cosmopolita como la misma obra de Borges o los libretos de Niní Marshall, esas canciones son, en el sentido más profundo, una obra de "proyección folclórica" como las de Violeta Parra o Atahualpa Yupanqui, también en París por entonces. Motivos como el del "reino del revés", personajes como la Pájara Pinta y, por supuesto Mambrú, versos enteros como los del estribillo del "Twist del Mono Liso"o el carnavalito "El adivinador" , son elementos antiquísimos de la tradición oral que empezaba a agonizar en todos los campos del mundo. En cuanto a la composición musical, que Walsh encaró siempre como una intensificación de los elementos sonoros del verso, las canciones siguen las leyes de la música rural nacida de la improvisación, y por supuesto, las que Valladaresaplicaba al "acondicionarlas" para presentarlas ante el público de la "capital cultural del mundo" en pleno siglo XX. Compositora debutante e "intuitiva", Walsh siempre privilegió el desarrollo melódico a la innovación armónica. "La Mona Jacinta" , "La canción del estornudo"podrían definirse como la sucesión de módulos pequeños, de dos o tres frases musicales cuanto más, que podrían repetirse hasta el infinito como los cantos de las ceremonias agrarias, que pueden ir sumando y sumando coplas durante una celebración, a medida que un nuevo cantor llega. Pero por sobre todo, lo que Walsh hereda del folclore es su conexión simultánea con los mundos de lo no dicho y del absurdo.
Nada más equivocado que pensar, entonces, que al contacto del folclore María Elena Walsh se había vuelto más tradicional. Como Valladares, que buscaba tomar de los cantores rurales todos los recursos vocales que los dictámenes de los mass media ya había borrado en un movimiento de uniformación, Walsh tomó del folclore los elementos creativos que había aprendido a admirar en las vanguardias poéticas, sobre todo durante su estancia en casa de Juan Ramón Jiménez. Sólo a los poetas que no han incorporado las antiguas herramientas de la poesía éstas pueden resultarles un límite: el abandono al juego con ritmos y con rimas hace surgir, por vía de la imprevisible asociación, imágenes novedosas, significaciones recónditas que siempre lindan con el humor, que bien podrían llamarse surrealistas. En este sentido, "Canción de Títeres" es una de las cumbres de la poesía de Walsh: en sí, la canción no dice nada; la letra importa, claro, pero porque el lenguaje "llama la atención sobre sí", ha constituido un objeto bello independientemente del significado en perfecta unidad con la música. "Canción de Títeres" no es una mera descripción de la naturaleza, sino algo que parece agregado a ella y que ha pasado a formar parte del mundo, una canción que puede juzgarse, claro, tan eterna como el agua y el aire.
3
¿Fueron el acicate de la nostalgia, como dicen los biógrafos de Leda y de María, y la esperanza de un cambio a la caída del peronismo las razones principales del regreso del dúo a la Argentina, en los mismos días en que habían ganado por aclamación el concurso para cantar en el Olympia, en la gala de Edith Piaf ? Parece más acertado pensar que, al haber madurado como personas y artistas, buscaban su verdadero público para sus recitales folklóricos, pero también para esas canciones que ambas componían en secreto.
Del puerto de Rosario, donde una lluvia de granos de trigo liberados por la manga de un silo roto las recibió como un ambiguo presagio, Leda y María partieron directamente a una extensa gira por las provincias del Noroeste, apenas la excusa para el trabajo de recopilación de nuevas canciones destinadas al repertorio del dúo, en patios de hoteles donde invitaban a cantar a las mucamas, en rituales agrarios y ranchos "donde acababa la luz eléctrica". Cosecharon una veintena de canciones maravillosas, desde entonces versionadas por infinidad de músicos populares, de Víctor Jara a Pedro Aznar, y que ellas mismas grabarían en sus dos mejores discos, Entre valles y quebradas, volúmenes I y II . Son valoradas en círculos culturales y de melómanos (el grupo de artistas salteños que las homenajea, encabezado por la dupla Leguizamón-Castilla) y en el salón de Victoria Ocampo, donde cantan junto a Atahualpa Yupanqui para "mostrar la verdadera Argentina" al filósofo Lanza del Vasto. María Herminia Avellaneda, una jovencísima directora de televisión, egresada del Conservatorio Nacional de Arte Dramático y discípula de Antonio Cubil Cabanellas y Paloma Efrom, "Blackie", que se esfuerza por elevar el contenido cultural de los programas, organiza algunos recitales del dúo en el viejo Canal 7. Ella graba en esas emisiones la imagen de las amigas que aún sigue en la memoria de muchos.
Pero la sociedad tradicional de la que habían huido, cuyo exponente típicamente folclórico era el cuarteto de gauchos machos y gritones o los "novios de antaño" aferrados a los clisés del tango, las rechazó repitiendo con variaciones la frase de una dama tucumana que entró por distracción en el teatro donde se anunciaba un concierto de Leda et Marie y, horrorizada, dijo: "Cantan como las viejas de los ranchos ". Al tomar más que nunca conciencia de su diferencia y revindicarla, Valladares y Walsh fueron madurando una actitud política crítica y casi agresiva: sus recitales se volvieron "didácticos", querían llamar la atención de los círculos cultivados sobre el tesoro cultural del pueblo analfabeto, hacer estallar con él lo que consideraban la vacuidad de los ámbitos de la cultura oficial. Al mismo tiempo, secretamente, se iba gestando ya una diferencia de criterios entre las dos que, pocos años más tarde, contribuiría a la disolución del dúo. Leda Valladares, que asumió las grandes líneas ideológicas del telurismo y el indigenismo, empezó a madurar un proyecto tan admirable en sus logros como dudoso ideológicamente: durante los años sesenta grabaría una serie de discos documentales de un valor único, pero propondría, sin darse cuenta de que ese modo descalificaba su propia obra, el folclore como el non plus ultra de la creación humana, lo único a lo que valía la pena dedicarse e imitar. María Elena Walsh empezó a asfixiarse en los límites establecidos por la virtual creadora del dúo. Más de acuerdo con el espíritu de los tiempos y con su origen social, presentó batalla al afirmarse en el punto de vista de las luchas sociales, y poco a poco fue abrazando el feminismo y el pacifismo, que serían dos de sus banderas reconocibles en las décadas siguientes, en sus años de "cantautora para adultos".
¿Y la poesía? Cierta incomodidad social e íntima y la incertidumbre económica abren para María Elena, como describe Pujol, otro período casi tan sombrío como aquel de su regreso de Estados Unidos. Gracias a la ayuda de María Herminia Avellaneda, hacia 1958 Walsh comenzó a escribir libretos infantiles para la televisión, la primera vía por la cual su literatura para niños llegó al público. Esos guiones, interpretados por figuras famosísimas de entonces como la locutora Pinky o el actor Osvaldo Pacheco, tuvieron mucho éxito. Aunque lo central seguía siendo para María Elena su creación literaria, lejos de preservarla como un espacio sagrado, intocable por la técnica, acogió las propuestas televisivas y desarrolló una veta narrativaque hasta entonces sólo contenían sus cartas y ocasionales artículos periodísticos. Con el ejemplo de los romances viejos y las adorables historias de Georges Brassens, empezó a crear cuentos rimados tan ágiles, precisos y sintéticos como "El show de perro Salchicha", que recuerda a las "cortinas" de muchas sitcom de entonces, o "Twist del Mono Liso" . Y por otro lado, "en el aire", comprueba la eficacia de ciertos personajes suyos como vectores de la acción dramática; es el caso de Doña Disparate que, en sus libros de poesía, sólo es protagonista de uno o dos poemas menores. Son dos o tres experiencias estrictamente teatrales, como la adaptación a la escena de un libreto suyo, dirigido por Roberto Aulés, las que le dan la idea que revolucionará el mundo del espectáculo: el "cabaret para chicos", el "varieté infantil".
Aun en el marco de la revolución cultural porteña de los primeros años sesenta (la del Nuevo Periodismo y el nacimiento de Mafalda, las experiencias dramáticas del Di Tella y, por supuesto, el auge del psicoanálisis y la agitación política), la propuesta parecía casi demasiado osada. El Fondo Nacional de las Artes concedió un préstamo apenas suficiente para costear la escasísima utilería destinada a Canciones para Mirar , la obra que cambiaría el panorama del entretenimiento para niños. Eso, en modo alguno, desalentó a "los Plin", la improvisada compañía que integraban, además de Walsh y Valladares, los actores Alberto Fernández de Rosa y Laura Saniez, también directora actoral, arrebatados por esa mística típica del varieté, cuya misión última era hacer poesía con un mínimo de elementos. El Teatro Municipal General San Martín les cedió la Sala Casacuberta, quizá menos por ilusión de atraer al gran público que por respeto a la trayectoria de Walsh y a la indiscutible calidad de la propuesta. En verdad, nunca un solo proyecto había comprometido tan profundamente los múltiples talentos de María Elena Walsh que, así, recuperó redoblada la felicidad del Viejo París. La obra había sido concebida en una serie de cuadros que tenían, como elemento central, cada uno, una canción que Leda y María, vestidas de juglares a un costado del escenario, cantaban acompañándose con sus poquísimos instrumentos; al mismo tiempo, dos actores "mimaban" las letras, o las bailaban. Entre canción y canción, en la piel de otros dos personajes, Agapito y la Señora de Morón Danga, interpretaban monólogos o pasos de comedia que, más allá de la incomparable gracia de los textos, demuestran todo lo que Walsh había aprendido de aquellos maestros anónimos parisinos. Quién sabe qué clown anónimo le había enseñado a Walsh la manera en que Agapito pedía ayuda al público de niños para encontrar a la Señora de Morón Danga. ...sta, inspirada por quién sabe qué mimo anónimo, acababa de entrar, entre tanto, a sus espaldas, cargada de infinitos paquetes de nada. Sólo Dios sabe qué estrella del streaptease inspiró los contoneos coquetísimos de la Mona Jacinta o de la Luna Japonesa. Pero todos los viejos de París resucitaban en la avenida Corrientes, contagiando a María Elena la vieja felicidad, que, por supuesto, se contagiaba al público y, poco a poco, al país entero.
Pero quizá nada dé idea más acabada del éxito de aquel espectáculo que el reparto de Doña Disparate y Bambuco, el proyecto del año siguiente. Los intérpretes ya no eran artistas del under de entonces, sino celebérrimas estrellas del teleteatro familiar, que contribuyeron a atraer verdaderas multitudes de modernas amas de casa, soliviantadas ellas mismas por las osadías de Walsh: Lydia Lamaison y Osvaldo Pacheco estaban a cargo de los papeles principales; y Teresa Blasco y Pepe Soriano, de los estrambóticos y numerosos papeles secundarios: la reina Gulumía, que hacía pasar un río por el medio del escenario; el Mono Liso, cuyo casi inconcebible, siempre ovacionado lucimiento, consistía ¡en hacer rodar una naranja invisible! Etcétera. Esta segunda obra, seguramente por influencia de María Herminia Avellaneda, que se hizo cargo de la dirección, es ya una pieza dramática sólida y revolucionaria, en la que las canciones siguen teniendo un papel fundamental, por supuesto, pero son, en todo caso, incidentales. La acción, que no se encadena en una trama, está a cargo de la curiosa dupla de personajes centrales, en una especie de alucinante viaje onírico, muy semejante al de Alicia en el país de las maravillas. Modeladas sobre la base de las criaturas de Canciones para Mirar , las dos protagonistas brillan aquí por su capacidad para la esgrima verbal y actoral. ¿Qué las guía? Según las entrevistas de entonces, Walsh concibió a Doña Disparate como la encarnación paródica del sentido común, mientras que Bambuco es la "personificación de la infancia". Pero, más profundamente, ambas representan las dos personalidades de Walsh: la rigurosa, romántica y un poco demasiado retórica de Otoño imperdonable , y la niña, popular, y un poco demasiado fresca de Tutú Marambá . Las dos salen a batirse a duelo, nunca se vencen la una a la otra y siempre renacen en la cada vez más luminosa hoguera del humor, en la valiente ordalía de crear.