La tragedia de Varsovia, contada en tiempo presente
Estoy en una sala de teatro, en el Centro Cultural General San Martín, y si pudiera lloraría a gritos. En el escenario hay una actriz que es ella misma y también es otra –esto es el teatro–: es la voz de una mujer que vivió hace mucho tiempo, que nos mira y nos cuenta lo que le está ocurriendo allí, ahora, en el escenario y allí, un día de 1944, en Varsovia.
Hubo un alzamiento en la ciudad, la población entera se levantó contra la ocupación alemana, y la respuesta del ejército nazi fue feroz. Nada quedó en pie. Pocos quedaron vivos.
La mujer que nos habla está embarazada y lleva, uno en cada mano, dos hijos pequeños. Está sentenciada, como el resto de la ciudad. Por todos lados hay filas de civiles que son empujados al pelotón de fusilamiento. Pide piedad, no se le otorga. Ni siquiera la envían al paredón. Ahí mismo, donde está, escucha los disparos. Uno va directo al niño que sostiene su mano derecha; otro, al que sostiene la izquierda. Los ve morir antes de recibir el tiro que le destrozará la cara sin llegar a matarla. Mal que le pese a la bestia que creyó cumplir su misión, sobrevivirán ella y el bebé que late en su vientre. Y lo ocurrido aquel día se contará y nos hará añicos el corazón a los que asistimos, en este momento, a su representación.
La obra se llama Chicos de Varsovia; la escribió y dirige Dennis Smith a partir del libro homónimo de Ana Wajszczuk: en esa obra, la autora realiza una investigación sobre el alzamiento de Varsovia en general y sus propios orígenes en particular.
En la obra de teatro, la actriz Laura Oliva se mete en la piel de Ana, una periodista descendiente de polacos que siempre supo que en su familia había algo así como una zona de silencio pesado. Su abuelo jamás había dicho una palabra sobre la guerra ni –mucho menos– sobre la historia de tres parientes muy jóvenes, hermanos entre sí, que habían participado y muerto en el alzamiento.
Ana –la de la obra– viaja con la madre a Varsovia. Descubre que el mayor de aquellos chicos tenía 20 años; el menor, 15, y la del medio –que también se llamaba Ana–, 18. La periodista, que tiene más de cuarenta, se espanta ante el escándalo de esas vidas segadas tan antes de tiempo. A su lejana, joven y valiente familiar le tocó un raro privilegio: es la única que fue enterrada en una tumba con su nombre. De los dos varones, solo quedó una carta escrita por el mayor (tal vez el más formado políticamente) antes de morir; después, el silencio. Nadie sabe dónde están sus restos ni los de su hermanito de 15.
Lo impresionante de Chicos de Varsovia es el modo en que Dennis Smith utiliza lenguajes contemporáneos para tocar el hueso de una tragedia ocurrida en el siglo XX. Incluso podría decirse que es audaz: la puesta en escena no le teme a la irrupción del humor, las canciones, los juegos lumínicos, las coreografías nacidas de la dura fibra de la danza urbana. No hay reconstrucción de época, sino pura materialidad del presente. Son la carnadura actoral y la intensidad de la palabra las que nos sumergen en el abismo abierto en Varsovia un año antes de que finalizara la Segunda Guerra Mundial.
A Laura Oliva la acompañan Aymará Abramovich, Franco Acevedo, Julián Chertkoff, Cristina Dramisino, Catalina Fusari, Georgina Mazzotta, Maia Muravchik y Valeria Rey: un puñadito de personas que nos cuentan la catástrofe de una ciudad, el aniquilamiento de miles de familias.
La investigación de Wajszczuk se basa en testimonios, archivos, documentos. Pero también en impresiones como la que se filtra en un momento de la obra, cuando Ana pasea por Varsovia y cae en la cuenta: todo lo que la rodea es reconstrucción; fachadas flamantes que imitan lo que hubo antes de las fatídicas jornadas de 1944. Los caminos de la reparación son extraños; la compulsión a la repetición de la historia, aterradora.
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