En este relato ambientado a principios del siglo XX, un personaje –el porteño Teófilo Rosas– descubre la devoción popular a una santa del baile y la fiesta
Ahora es Teófilo quien se ríe a carcajadas, mientras sigue bailando. ¿Qué gracia podrá pedirle él a la Telesita antes de que se acabe la noche? Quizá no tenga que pedirle nada. Se siente bastante vivo y bastante buen mozo como para ganarse por sus propios medios lo que está deseando. Mientras descansan, le ofrece a su compañera el pañuelo perfumado para secarse la cara.
—Me tiene intrigado su Telesita. […]
—Cada uno la ve como quiere verla. No se perdía una fiesta. Llegaba con su puco en la mano, su platito de barro, y le servían de comer y de tomar. Ni de tomar ni de zapatear se cansaba nunca. Bailaba hasta que se le deshacían las trenzas, y se le rompían los collares de cuentas, y se le gastaban en pedazos las ojotas y se le deshilachaba la ropa.
—¿No tenía compañero?
—Dicen que no. Dicen que vivía sola, en un rancho del monte. Y hay quien asegura también que nunca había tenido a nadie. Que así como era de mostrarse, sin embargo nunca dejó que ninguno se le arrimara.
—¿Y de qué murió?
— Quemada.
—¿Cómo quemada? ¿La quemaron?
—También hay quien lo dice. Que alguno despechado le quemó el ranchito, porque no toleraba que una mujer viviera libre y sola. Otros cuentan que se quedó dormida al lado de un fogón, y que se cayó encima y se le incendiaron los harapos, y como había bebido mucho, le costó reaccionar y levantarse.
—¿Y aun así la creen santa?
—¿Y a quién dañaba con tomar y bailar, o con hacer su voluntad de viajera? Nació en Tolonja y alegró todas las fiestas de la provincia. Pasó por Forres, por Beltrán, por La Banda, y hasta por Santiago. Y tampoco hizo mal ninguno una vez muerta. Todo lo contrario.
—¿Cómo que una vez muerta? ¿Es que alguien la veía o tenía tratos con ella?
—Claro. A muchos se les ha aparecido.
—¿Ah, sí?
—Sí. En una encrucijada, en una noche sin luna, al vadear un río peligroso, en el medio de una tormenta. Y siempre ha sido para indicarles el camino correcto, para salvarlos de la fatalidad.
Un paisano le solicita permiso para un baile con su pareja y el doctor Rosas se queda solo. Busca la chaqueta donde tiene guardada la libreta de apuntes. Se acomoda en un rincón y comienza a escribir. "En los bailes populares se ha entronizado un culto campesino difícil de clasificar. Su objeto es una figura femenina, la Telesita, que parece responder, por las características del ritual, a una deidad errante, de tipo dionisíaco, cuyos fieles bailan y se embriagan durante toda la noche […]". Comienza a dibujar el personaje, tal como cree imaginarlo, pero no puede. No llega a decidir la edad ni los rasgos de la danzarina. Comprueba, con fastidio, que su compañera de baile ha desaparecido. Quizás otro, más rápido y de seducciones más convincentes, ha sabido llevársela hacia las secretas cavidades del bosque donde ya se han refugiado otras parejas, para que no se rompa el embrujo del alcohol y la danza, antes de que amanezca. No bien comienzan a reverberar en el cielo las primeras luces, como un eco de otro mundo, los bailarines u oficiantes realizan el último rito: quemar un muñeco de trapo que es la efigie de la Telesita. Se mata la muerte al reproducirla, se la invoca para que la vida renazca de sus cenizas —piensa Teófilo—, mientras sube, tambaleándose, al zaino que lo espera. El retorno por el medio del bosque es melancólico. Los últimos restos de la noche se enredan en las copas y las ramas de los árboles, como los jirones de las ropas quemadas y gastadas en el baile de la Telesita. La vuelta del día, piensa, no hará más real un paisaje que va desapareciendo. Las hachas están borrando las selvas y los montes de Santiago del Estero. Los animales y los hombres que las habitan, y la lengua que hablan —el quechua que bajó hace siglos desde el altiplano—, pronto serán voces y formas deambulantes en el espacio vacío, despojadas de las raíces que hacían posible su existencia. […]
Teófilo Rosas duerme la mañana. Después del almuerzo demorado, la noche viene enseguida, interminable para su gran desvelo. Vuelve sobre sus anotaciones de la jornada anterior, y abre la libreta en la página donde ha quedado el dibujo inconcluso de la Telesita. Tampoco esta vez logra terminarlo, porque lo distrae un leve choque de piedras contra los vidrios. Aparta las cortinas y abre la puerta ventana. Al principio no ve nada. Luego, cuando proyecta la luz del candil sobre la oscuridad del campo, cree distinguir las líneas de una figura femenina. Sale al exterior y echa a andar tras ella. La mujer no lo espera. Sigue adelante, como si lo estuviera llevando o guiando a alguna parte, pasa por entre los árboles plantados de la propiedad, hasta que dejan atrás los jardines y se internan en el bosque natural. Teófilo Rosas, poco avezado a los laberintos de la espesura, camina con creciente dificultad. Tropieza con la base de unos troncos nudosos, y cae de bruces, y el candil que lleva en la mano se derrumba sobre la hojarasca. Una llamarada se propaga por el follaje, rápida como la pólvora de los cohetes del baile, y alcanza a la mujer que vuelve la cara hacia él, y en esa cara Rosas reconoce los rasgos de la muchacha con la que ha bailado. El cuerpo desnudo flamea como si fuera una hoja que el viento de la hoguera mueve a voluntad, pero no se quema, y la cara le sonríe, hasta que las llamas trepan a lo alto de las copas del bosque, y explotan con un lujo de fuegos artificiales, y la muchacha se agranda y chisporrotea en un vértigo giratorio, titila como una estrella y desaparece.
Título: Cuerpos resplandecientes (Sudamericana, 2007)
Autora: María Rosa Lojo
Este fragmento pertenece a "La que arde en el baile", uno de los relatos de Cuerpos resplandecientes, donde la escritora recorre parte de los mitos que conforman el imaginario local.
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