La telepresencia no es presencia
Aislarnos de un día para el otro a causa de una pandemia fue difícil. Para muchos va a ser la experiencia más extrema que les toque vivir. Otros, un poco más curtidos, admitirán que estuvo entre las tres peores, y seguramente que fue la más distópica. Va a llevarnos años, tal vez décadas, digerir todo lo que nos ocurrió; y no en un solo nivel, sino en muchos.
Quiero dejar claro algo, porque de otro modo sería injusto, parcial y censurable: hubo casi 130.000 personas que perdieron la vida en la Argentina a causa de esta enfermedad. Lo que nos ocurrió no fue una tontería. El deudo lo sabe. El que tuvo un cuadro muy complicado de Covid lo sabe. El que perdió todo su patrimonio o su empleo por el desastre económico que causó el aislamiento lo sabe. Pero los que por un motivo u otro atravesamos la peste sin mayores consecuencias personales podemos perder de vista su incalculable gravedad. En parte, lo advertimos al regresar a la presencialidad. Con un reparo: la pandemia no ha terminado; en todo caso, gracias a las vacunas, podemos de a poco recuperar, sin correr riesgos insensatos, eso que alguna vez llamamos normalidad. Era mucho más.
En mi caso, volví la semana pasada a la Redacción (¡por fin!). Descubrí así que aislarnos fue difícil, pero volver no lo es menos (aunque en un sentido muy diferente) y, sobre todo, que aporta perspectiva. La enormidad de lo que recorrimos suele percibirse mejor cuando nos damos vuelta y miramos hacia atrás.
Había estado en el diario otras veces, para salir en televisión o para reuniones, pero había sido cuando todavía había bastantes restricciones. En los últimos dos meses eso fue cambiando y, aunque las cicatrices de la pandemia todavía son visibles, volvía a ser ese lugar en el que me hace feliz estar. ¿Pero nosotros seguíamos siendo los mismos?
De pronto, sentado allí, como siempre, como había sido durante 27 años antes del aislamiento, me di cuenta de que la pandemia fue como haber estado en prisión domiciliaria. Dos años se habían evaporado de la línea de tiempo previsible y cotidiana, y aunque la presencia remota me permitió hacer mi trabajo de la misma forma, me di cuenta, con la contundencia de una bofetada, que la telepresencia no es presencia. Es otra cosa, pero no presencia. Estos dos años, en lugar de moverme por el espacio real hasta mi escritorio para escribir notas o editar, solo subía las escaleras y luego las bajaba para comer o dormir, y ese círculo de unas pocas decenas de metros cuadrados, me robó no ya la Redacción, sino el mundo entero. La mente no se lleva bien cuando le quitan el mundo. Quizá porque el mundo es también la mente.
Cierto es que, frente a este evento, en su momento, me propuse experimentar con el aislamiento. Podría haber regresado mucho antes al diario, pero la ocasión era lo bastante inédita como para intentar un viaje de autoconocimiento. A fin de cuentas, venimos hablando de teletrabajo desde hace unos 30 años. Pero una cosa es la teoría y otra esto, la brutal realidad. Cierto es también que un diario es un lugar muy especial, y no sé si esto que aprendí puede aplicarse a otros espacios laborales. Pero tengo la impresión de que sí. El hiato incomprensible que había quedado atrás, entre principios de 2020 y ahora, era algo que podía percibir claramente en el cuerpo. Mientras tanto, el intelecto intentaba hacer equilibrio en la cuerda floja del tiempo, que es su dimensión favorita y que, fuera de toda duda, le habían sustraído o comprimido.
Y mis colegas, claro. Aparte de expresar afecto, el apretado abrazo que nos dábamos al reencontrarnos era como si estuviéramos confirmando que esto de vernos era verdad y no otro maldito Zoom.
Sí, tuve que lidiar de nuevo con el tránsito desquiciado de Buenos Aires y todo eso. Es verdad también que esta mirada es muy personal y, por lo tanto, sesgada. Pero tengo la impresión de que estar es estar en el mundo. No en una pantalla.