La suerte de los unicornios, una alegoría de la cuarentena
Los otros días, hojeando una antología de leyendas del País de Jauja, me encontré con ésta, anónima, de mediados del siglo dieciseis.
Cuando empezaron a caer las primeras gotas del Diluvio Universal, ni los patos ni las focas lo notaron. Los zorros y los gatos, criaturas inteligentes, fueron a refugiarse bajo las grandes hojas de los bananeros, y Noé, precavido, se puso a construir el Arca según las precisas instrucciones de Génesis 6:14-16. Cuando empezó a llover en serio, los osos y los tigres juntaron a sus crías y se metieron en sus cuevas al abrigo del agua, hasta que empezaron a mojarse las patas.
Los unicornios no parecieron inmutarse. "Somos especiales," dijeron. "A un unicornio nunca puede pasarle algo malo." Para entonces, el aguacero caía en espesas cortinas. "Escuchen, por favor," dijo Noé a los animales, tratando de hacerse oír con un megáfono a través del rugido de la lluvia. "Les he preparado cinturones salvavidas; por favor, pónganselos y no se los saquen hasta que esto pare." Los monos, siempre tan serviciales, se pusieron a repartir los salvavidas, midiendo la cintura de cada animal, desde el XXXS de la víbora hasta el XXXL del hipopótamo, cuidando de que cada animal tuviese el cinturón que más convenía a su talle.
Solo los unicornios respondieron con muecas de desprecio: "Ni muertos nos ponemos esos adefesios." Y sin ningún temor al anacronismo, citaron a Oscar Wilde: "En cuestiones de suprema importancia, es el estilo, no el contenido lo que vale."
Cuando el Arca estuvo lista, Noé llamó a los animales para que subieran y ocupasen sus cabinas. "A nosotros, nadie nos da órdenes," dijeron los unicornios. "Somos criaturas libres; invocamos la Declaración Universal de Derechos Humanos." Y algunos de los unicornios más avezados agregaron: "Esto del Diluvio es un invento de los seres humanos para esclavizarnos. Primero nos harán llevar salvavidas, después cadenas. ¡Abajo con el Imperialismo Burocrático!"
Para entonces, las aguas habían subido hasta la copa de los árboles más altos. Todos los animales, incluso los patos y las focas, estaban en el arca y miraban con miedo cómo las grandes olas se abatían sobre su querida selva. Los unicornios, aferrados a las últimas ramas que aún seguían visibles, se burlaban de ellos: "¡Cobardes! ¡Un poco de humedad y se vuelven al nido! ¡Crédulos! ¡Seguro que también creen en el Cuco y en Papá Noel!" Pero esa última burla no fue oída, porque una nueva ola, negra como la noche, cubrió hasta la última ramita del más alto de los árboles.
Cuando después de cuarenta días y cuarenta noches, las aguas amenguaron y el Arca caló en el Monte Ararat, entre los animales que descendieron para repoblar la tierra diezmada no había un solo unicornio.