La sombra sin sosiego de Dylan Thomas
Hay un singular lapso entre fechas en el que de manera inevitable releo algún poema de Dylan Thomas. Es el que va del 27 de octubre al 9 de noviembre, el exacto limbo en que nos encontramos. La primera fecha señala la venida al mundo del poeta galés (en 1914). La segunda, el día en que murió en Nueva York, en 1953, a los 39 años. A esa vida meteórica se le agregan unas últimas palabras legendarias, hoy puestas en duda: antes de caer en coma, Dylan Thomas habría dicho que acababa de tomarse dieciocho whiskies en fila, y que lo tenía por un récord.
El adolescente Rimbaud se fue de su pueblo para remover el avispero poético en París, pero no tuvo, antes de perderse en África, más que un impacto limitado en los círculos bohemios. Fue un secreto en vida. Dylan Thomas dejó la escuela a los dieciséis para irse a trabajar a un diario, pero, en cambio, apenas empezó a publicar sus poemas se convirtió en una sensación. Los aires de poeta aniñado y su inclinación por las imágenes torrenciales llevaron a comparaciones con Rimbaud, aunque su impacto público inmediato le abrieron vías de autodestrucción muy distintas a las del francés. Fue, a su manera, su doble negativo.
“Y la muerte no tendrá dominio./ Los hombres desnudos han de ser uno solo/ con el hombre en el viento y la luna poniente;/ cuando sus huesos queden limpios y los huesos se dispersen,/ ellos tendrán estrellas en el codo y el pie;/ aunque se vuelvan locos serán cuerdos,/aunque se hundan en el mar de nuevo surgirán,/ aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor;/ y la muerte no tendrá dominio”, se lee en “And Death Shall Have No Dominion”, uno de las piezas que lo transformaron de la noche a la mañana, con 19 años, en una estridente y prodigiosa anomalía para la Gran Bretaña de la época. Los extensos versos de Dylan Thomas tenían la amplitud sonora de los viejos bardos, y no es extraño que más tarde su nombre se inmiscuyera en el de Bob Dylan. “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, entre otras canciones, es heredera directa de esa voracidad verbal.
El paso de la adolescencia al frenesí de la visibilidad editorial tuvo, sin embargo, consecuencias. La mitad de los poemas que Dylan Thomas publicó hasta el final de su vida (fueron noventa en total) salieron de los cuadernos de adolescencia. No perdió la inspiración, pero aquel estado de gracia se fue diluyendo en un amplio abanico de registros y, sobre todo, en la sinuosa, siempre extenuante tarea de ganarse la vida con la escritura. Le gustaba esa hiperactividad, aunque hacia el final de su vida –desgastado por el trajín y sus ansiedades personales– solía quejarse de sus obligaciones como conferenciante. Trabajó para la BBC, escribió piezas radiofónicas (una fue Bajo el bosque lácteo, luego adaptada para el teatro) y guiones de películas, además de relatos como los de Retrato del artista cachorro. Hizo también giras y dio recitales. Thomas sabía decir sus interminables versos como si fueran una extensión de su voz, como dejan oír las grabaciones que sobrevivieron.
En Paisajes de mi padre, Aeronwy Thomas –segunda de los tres hijos que tuvo con la bailarina Caitlin McNamara– narra su relación con ese padre cómplice, algo ausente. Sobre la gira por Estados Unidos en que encontró la muerte –donde, entre muchas cosas, se aprestaba a dar forma a un libreto para Stravinski–, es escueta: elude la famosa frase final, pero acota que, además de beber mucho, para soportar el ritmo de trabajo recibía inyecciones de cortisona y morfina. “Oh, make me a mask” (Hazme una máscara”) es la cita inicial de un poema del galés que Julio Cortázar colocó como epígrafe de “El perseguidor”. Se supone que detrás del protagonista del cuento del argentino se esconde Charlie Parker, pero –al elegir esos versos como lectura ritual para este año– descubro con asombro que en secreto también alrededor planea la querible sombra sin sosiego del propio Dylan Thomas.