La soledad de una mujer sin dioses
El próximo domingo se cumplirán cien años del nacimiento de Marguerite Yourcenar, la escritora belga de lengua francesa. La autora de Memorias de Adriano, una de las grandes novelas del siglo XX, proyectó en sus libros los rasgos de una personalidad compleja y aristocrática. Su tersa escritura cubre con un velo de clásica hermosura pasiones y conflictos
El lunes 8 de junio de 1903, a las ocho de la mañana, nació en Bruselas, en una casa de la hoy desaparecida Avenue Louise, Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine de Crayencour, a quien el mundo conoce como Marguerite Yourcenar. Su nacimiento en la capital belga se debió a un pedido de la madre, Fernande Carrier de Marchienne, perteneciente a una encumbrada familia de esa nacionalidad. El padre era francés, Michel de Cleenewerk de Crayencour, cuyos orígenes nobiliarios arraigaban en el norte de su país, en la zona de estrecho contacto con la cultura flamenca que tanto habría de influir en la sensibilidad y la imaginación de la escritora.
Como es frecuente en la época, Fernande, de escasos treinta años (su marido le llevaba veinte; para él, éste era su segundo matrimonio) muere apenas ha dado a luz. La recién nacida es robusta y con un mes de vida es llevada a la mansión ancestral de la familia paterna, un caserón con ínfulas de castillo, llamado Mont-Noir. Allí vive su temible abuela Noemí, quien en la trilogía familiar escrita por Marguerite bajo el título general de El laberinto del mundo (abarca tres libros: Recordatorios , Archivos del Norte y ¿Qué? La Eternidad ) interpreta el papel de la villana de la historia, la bruja malvada.
Pero la niña -regordeta, mofletuda, blanca y rosada, como pintada por Rubens, con un par de luminosos ojos azules- y Noemí se observan mutuamente con recelo, sin declarar las hostilidades. Es Michel, el apuesto, mundano, refinado Michel -un aristócrata de alma, bon vivant , mujeriego, jugador y cultísimo-, quien oficia de hábil componedor. No se hace ilusiones sobre su madre y adora a esa muchachita en la que, mucho más que en un varón, le petit Michel , nacido de su primer matrimonio, encuentra afinidades que lo sorprenden y entusiasman. Y se dedica a cultivar a ese genio precoz, sin reparar mucho en su condición femenina, como si fuera otro varón, un compañero de viaje por el mundo de los panoramas prestigiosos (Grecia e Italia, ante todo) y de los libros. Los clásicos griegos y latinos, lenguas que Marguerite dominará a la perfección, además de inglés, alemán, italiano, algo de español y, claro está, francés. El francés de Racine, de Chateaubriand y Hugo enriquece la imaginación de la adolescente y le proporciona un instrumento expresivo que se negará siempre a traicionar, o a forzar. De ahí la acusación de haber sido insensible a los reclamos de los vanguardistas, sus jóvenes contemporáneos. No fue insensible: sencillamente, no le interesaron.
El amor sereno de la belleza
Tampoco hay que especular sobre un posible "complejo de Electra". Marguerite misma afirma en ¿Qué? La Eternidad (frase de un poema de Rimbaud): "Yo no sé si quería o no a aquel señor alto, afectuoso aunque sin mimos, que jamás me reñía y que a veces me dedicaba benévolas sonrisas". Sea como fuere, lo concreto es que, terminada la Primera Guerra, reinstalado en París, Michel de Crayencour advierte que su hija escribe, y no lo hace mal. En gesto notable, asume la personalidad de autor de un libro de poemas ( El jardín de las quimeras , de 1920, al que un año antes habían precedido otros versos, Icaro ) firmado, elípticamente, por M. Crayencour, y se dedica a buscar editor para su hija. Lo encuentra, pagando la edición de su ya magro bolsillo. En 1921 aparece, pues, El jardín... , pero con la firma de su verdadera autora, cercana a los dieciocho años, quien le comunica al editor que a partir de entonces se transformará en Marg Yourcenar ("como usted verá, es el anagrama de mi apellido"), seudónimo acordado por padre e hija, aunque falte sólo una "ce" del original.
Marguerite no consignó ninguno de esos libros juveniles en la lista de sus obras completas, y los críticos coinciden en que se trata de meras imitaciones de la Antología griega "como plagiada por el peor Vigny". Pero en uno de ellos, incluido en El jardín... (el primer título hubo de ser, significativamente, "Los dioses no han muerto"), aparece esta frase que define un estilo y una intención, para siempre: "Y conserva, en estos días en que todo respeto se derrumba/, el amor sereno de la belleza". Con el tiempo, aunque la experiencia y el trabajo refinen el estilo, éste seguirá siendo el mismo ("un poco enflé , ¿no te parece?", observaba Pepe Bianco), majestuoso y casi solemne, sin pizca de humor. Josyane Savigneau, biógrafa admirable de Yourcenar, comenta: "Exactamente sesenta años más tarde, en 1981, una mujer de setenta y ocho años, Marguerite Yourcenar, será la primera persona de sexo femenino recibida en el hemiciclo de la Academia Francesa, bajo la cúpula del Quai Conti".
"Cher Marc"
Si ese 22 de enero de 1981, cuando Marguerite es recibida sous la coupole , señala una fecha culminante en la vida de la escritora, ¿qué diremos del 24 de enero (coincidencia curiosa) de 1949 en que, residente ya desde un decenio atrás en los Estados Unidos -en Mount-Desert Island, en un extremo del estado del Maine asomado a la vastedad del Atlántico-, recibe inesperadamente una valija que desde Europa le envía su viejo amigo Jacques Kayaloff, quien la encontró en el sótano del hotel Meurice, de Lausana?
Marguerite la olvidó allí cuando se marchaba con apuro de un continente en guerra. Asombrada, dentro de la valija Yourcenar encuentra viejas cartas, facturas, recibos, papeles sin importancia, restos de la platería familiar. Como siempre pragmática, decide quemar lo que no le interesa. La antigua correspondencia empieza a desgranarse sobre las llamas. Un encabezamiento la sorprende: "Cher Marc". ¿Quién es Marc, quién habrá sido, por qué está allí ese folio? Empieza a leer y sus ojos se abren, atónitos, cada vez más. Es el comienzo de la carta de Adriano a Marco Aurelio, con que se inicia Memorias de Adriano .
"Adriano me ha perseguido desde mi primera juventud", evoca la escritora. Todo empezó con una visita de ella y su padre a las imponentes ruinas de Villa Adriana, en Tívoli, cerca de Roma. El inmenso y misterioso palacio de aquel emperador romano del siglo II fascinó a la adolescente versada en la antigüedad clásica. Bajo el cielo de Roma, entre los pinos parasol, los cipreses y los rosales silvestres, arrullada por el canto de las cigarras, del brazo de su padre que, igualmente entusiasmado, le citaba a los cronistas y los poetas latinos, deslumbrada por el mármol siempre fresco de las estatuas copiadas de originales griegos, Marguerite oyó resonar dentro de sí la voz de un hombre que reclamaba su atención desde una lejanía de casi dos mil años.
Tiempo después, una frase hallada en la correspondencia de Flaubert perfeccionó el hechizo: "Los dioses ya no estaban y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único, en que el hombre estuvo solo". Entre 1924 y 1929, Marguerite escribió, en forma de diálogos, varias versiones parciales de su visión de Adriano, que luego destruyó. Hasta 1934 no retomó el asunto, "y en 1936 no llevaba escritas más de quince páginas". Pero a partir del increíble reencuentro con el emperador, se entregó a escribir con furia el resto del libro, sin parar, de día y de noche, en viaje o en casa, hasta terminarlo. Es conocido el pleito que la enfrentó con el sello Gallimard, con el que tenía comprometidas las Memorias ..., porque ella quería publicarlas en Plon. Pleito que finalmente ganó Yourcenar, como todos los que tuvo (y fueron varios) con sus sufridos editores.
Todos los fuegos, el fuego
Retrocedamos al momento en que la valija quedó abandonada en el hotel de Lausana. ¿Qué hacía allí Marguerite, en 1939? Huía de la Segunda Guerra. Como solía hacerlo todos los años en el mes de agosto, estaba pasando unos días del verano en el cantón suizo del Valais, cuando las campanas de los pequeños pueblos sembrados en las faldas montañosas avisaron del estallido de la guerra. Vivía sola desde hacía ya tiempo: Michel de Crayencour había muerto de cáncer, el 12 de enero de 1929, justamente en Lausana. Disipada la fortuna familiar, en mala relación con su hermanastro y sin mayor contacto con la última mujer de su padre (por cuya suerte durante la guerra se preocupará, no obstante), con poco dinero pero con un poderoso sentimiento de libertad, en aquel verano del 39 presentía que algo cambiaría en su vida.
Ya era una escritora conocida, si bien no consagrada: Gide, que se consideraba uno de sus maestros, la apreciaba. Pero ella no apreciaba la condición de discípula que él le atribuía, aunque es innegable su influencia en los primeros libros de quien ya firmaba con su seudónimo completo, Marguerite Yourcenar. En 1929 publica Alexis, o el tratado del inútil combate , donde ya están prácticamente los temas sobre los que volverá una y otra vez: la ambigüedad sexual del protagonista, capaz sin embargo de amar a la mujer con la que se ha casado, quien tratará de entenderlo, aunque tan sólo la muerte cortará el nudo de sentimientos opuestos. En 1931 será La nouvelle Eurydice , y una bellísima evocación de Miguel Angel y sus amores no correspondidos, Sixtina ; en 1932, un ensayo sobre Píndaro; en 1936, Fuegos , sobre el que conviene detenerse.
Porque Fuegos , compendio de pequeños poemas en prosa, es la expresión de un amor desesperado. El que inspiró en esta mujer decididamente bisexual -con predominio de la inclinación lesbiana- un hombre, un crítico y escritor homosexual, André Fraigneau. Otro André, también homosexual, griego, apellidado Embiricos, será objeto de una similar persecución amorosa, a la que responderá como su tocayo francés, aunque con mayor elegancia. Y griega es la hermosísima Lucy Kiriakos, fallecida prematuramente, a la que podría quizá considerarse el gran amor de la vida de Marguerite. Pero ésta será siempre reticente sobre su vida íntima, respondiendo con ingenio a las insinuaciones maliciosas.
La joven Parca
Entra ahora en escena la mujer que tal vez no fue el gran amor de la vida para Yourcenar, pero que desempeñó en ella el papel fundamental. Grace Frick se llamaba, norteamericana, sin relación con el millonario que legó la mansión y la colección de arte en la Quinta Avenida neoyorquina. Oriunda de Ohio, radicada en Kansas, Grace (nacida también en 1903) tomaba un café en la confitería del hotel Wagram, en París, una temprana tarde de enero de 1937, cuando vio, sentada a su lado, conversando con un señor, a la persona que cambiaría su rutinaria existencia de profesora de literatura. Sin mediar presentación alguna, cuando oyó que en la mesa de al lado se referían al poeta inglés Coleridge criticándolo sin fundamento ("estaban diciendo unas cosas tan falsas y tan tontas, que intervine para decirles que se equivocaban de medio a medio") se puso a hablar con ellas.
El flechazo fue, al parecer, recíproco. Recorrieron juntas media Europa y, cuando Grace volvió a su patria, prometieron reencontrarse. En septiembre de 1937, tras haber traducido Las olas , de Virginia Woolf, Marguerite va a los Estados Unidos y a Canadá; Grace -a la que compara con "La joven Parca", de Valéry- es su inseparable compañera. A fines de abril del 38 -año en que publica Les songes et les sorts (relatos de sueños) y Cuentos orientales -, Yourcenar regresa a Europa y en Italia comienza a escribir El tiro de gracia , otra novela sobre un conflicto sexual dentro de un joven matrimonio, sobre el fondo de las guerras bálticas de 1918-1919.
La correspondencia entre Marguerite y Grace es intensa, durante este período de separación, pero las cartas de Grace se han perdido y las de Yourcenar no serán de acceso público hasta dentro de medio siglo. Finalmente, en el momento en que estalla la Segunda Guerra, Grace le pide a su amiga que vaya a los Estados Unidos, donde ella le conseguirá trabajo en algún colegio. Tras algunas vacilaciones, la escritora se embarca en Burdeos, el l5 de octubre de 1939, con un pasaporte conseguido gracias al editor Gastón Gallimard, que asegura haberle confiado tareas en América para la NRF .
¿Hubiera podido Marguerite dedicarse de lleno a la creación literaria, a sus dos ingentes novelas, Memorias de Adriano y Opus nigrum (la que ella sin duda prefería), sin la ayuda de la infatigable Grace? Casi cuarenta años vivieron juntas en los Estados Unidos, en la casa del Maine, bautizada Petite Plaisance ("una casita muy sencilla, con un gran jardín y muchos libros"). Allí Yourcenar escribía sin pausa y Grace se ocupaba de las tareas domésticas, de resguardar la tranquilidad de su amiga, copiar a máquina su producción diaria, llevar el registro de su abundante correspondencia y de sus compromisos, y mantener a raya a los imprudentes.
El conflicto estalla y permanece controlado, pero latente, cuando Grace enferma gravemente y Marguerite, viajera por vocación, gustosa de vagar bajo todos los cielos, se ve obligada, durante casi diez años, ya autora famosa, festejada y rica, a permanecer sin moverse junto al lecho de su amiga. Grace muere el 18 de noviembre de 1979.
Con renovado sentimiento de libertad, Yourcenar se crea entonces, a los 76 años, un lazo entre maternal y amoroso con un joven homosexual norteamericano, Jerry Wilson, asistente de televisión al que conoce cuando le hacen un reportaje en Petite Plaisance. Con él vuelve a recorrer el mundo, desde el Japón hasta Marruecos, desde Rusia hasta México. La relación se vuelve tormentosa, Jerry la maltrata (hasta físicamente, creen sus amigos), es drogadicto, contrae sida y muere en París, en 1986.
Retrato de una dama
Marguerite lo sobreviviría un año apenas. Murió el 17 de diciembre de 1987. Tuvo tiempo de visitarlo a Borges, moribundo, en Ginebra. En esa ocasión Héctor Bianciotti la retrata, como nadie, en Como la huella del pájaro en el aire . Bianciotti, que trabaja para Gallimard, la va a ver en su hotel y la ve (y la oye) así: "Henchida, plena, flexible: cualquier epíteto reduciría la voz rica en armónicos de Marguerite Yourcenar a tan sólo uno de sus matices. Ninguna discordancia entre su físico y su voz: ambos tallados en el mismo bloque. Cuando una súbita sonrisa cortés se desliza sobre un rostro que impone, uno aguarda un apretón de manos reticente. Madame Yourcenar no evitó el mío pero tampoco oprimió mi mano; tenía el apretón aristocrático: al tomar la vuestra, se diría que la suya permanecía a distancia. En la comisura de sus labios carnosos, un pliegue, una expresión de ironía expectante".
El mismo pliegue irónico en su boca, que registran las fotografías de la tarde triunfal del ingreso a la Academia. No era alta, ni esbelta, y más bien tendía a la robustez. Pero toda su persona irradiaba una imponencia, una majestad que nadie que la conociera dejó de subrayar. Así se la vio aquella tarde académica, sobriamente vestida de terciopelo negro por Saint-Laurent, con un chal de seda blanca que, al leer su discurso, dejó caer sobre los hombros con la misma elegante displicencia y el mismo sabio drapeado con que llevan sus mantos, en las estatuas clásicas, los romanos ilustres.