La semana en la que el tiempo se detuvo
A Betty le quedaba un hilito de vida. Conté en otro lado cómo nos adoptó durante un fin de semana largo en la costa. Una perrita solar que llegó de una forma misteriosa y que el lunes a la noche entró en una crisis terminal y nos dejó. Se llevó con ella su origen, el porqué de ese vínculo espontáneo e irrenunciable que había establecido conmigo y la razón por la que le faltaba la puntita de su oreja derecha y le temía a los truenos.
Habíamos advertido que algo no estaba bien con su salud hace un año y medio. Le mandé a hacer unos análisis. Desde entonces, una deficiencia renal grave, tal vez fruto de los dos años en los que vivió en la calle y a la buena de Dios, fue marchitándola. Hace una semana y dos días, mi perrita solar se apagó. Fue, por lejos, mi favorita en esta vida.
Pero antenoche, a la misma hora a la que había muerto, advertí algo que me dejó perplejo. Habían pasado siete días, había escrito el Manuscrito del miércoles, mi columna del sábado, una extensa nota sobre Asimov, el Catalejo del martes siguiente y otro más, ayer, y sin embargo, en mi mente, Betty había muerto solo una hora antes.
–El tiempo se detuvo –le escribí a mi mujer, que estaba dando clases.
De las dimensiones en las que existimos, con una me llevo muy mal. Soy torpe y mi orientación deja mucho que desear. El espacio no es lo mío. Con el tiempo, en cambio, me ocurre todo lo contrario. Sigo poniendo el temporizador para la pasta, pero sé que es innecesario. Pasados los minutos de rigor, aparece en mi cabeza una especie de aviso subliminal, me acerco al celular para verificar cuánto falta, y en ese momento empieza a sonar la alarma. Siempre sé la hora que es. Hasta cuando duermo. Es como un sexto sentido.
Pero la partida de Betty lo hizo pedazos. Como otras pérdidas antes, claro, solo que esta vez, quizá por experiencia, lo advertí. Esa semana maldita, entre el 3 y el 10 de julio, había estado repleta de hechos y cosas, como siempre, pero el tiempo, esa instancia inapelable a la que llamamos tiempo, se había detenido. Fue una percepción abrumadora. Incluso había dejado colgadas algunas responsabilidades que debía honrar, solo porque las horas parecían no estar pasando. Las horas, los días.
Si es verdad que el tiempo vuela cuando lo pasamos bien, es casi una verdad de Perogrullo que va a ir más lento cuando sufrimos. Y que va a detenerse cuando algo nos duela mucho. Todos hemos experimentado esto. O la vamos a experimentar. Se llama vida.
Pero no puedo dejar de preguntarme por qué la psiquis manipula así nuestra percepción del tiempo. A la más insondable de nuestras reglas de juego la vuelve todavía más inasible. El tiempo, que recorremos (o nos recorre) en una sola y única dirección, de pronto parece por completo estancado. Los relojes y los calendarios siguen persiguiendo su horizonte impasible, cierto, pero no sentimos que el tiempo transcurra.
Betty murió en mis brazos, sin darse cuenta de lo que estaba pasando, pero sí de mis brazos y de mi llanto. Sé que ese fue el momento en el que mi tiempo interior se detuvo. A lo mejor la mente intenta evitar, infantil e ingenua (como al final parece que siempre se comporta la mente), ese instante postrero. Que no ocurra, que no pase lo que ya pasó. Tiene para eso no sé qué resortes que conservan la consciencia en una especie de limbo que desafía las leyes del universo, y una semana después me encuentro, ya grande y curtido, enviando un mensaje que dice:
–El tiempo se detuvo.
Aparte del nudo en la garganta, me queda la pregunta de por qué, nueve años atrás, Betty salió de la nada, se pegó a mi pierna, me miró como si hubiera estado esperándome una eternidad, y después de eso nunca más se separó de mi lado. Ni en su último aliento. Estoy bastante seguro de que este tiempo lineal en el que vivimos es solo una ilusión, que por eso a veces se detiene, y que en algún momento todas estas preguntas serán respondidas. A su debido tiempo, por supuesto.