La revolución de Flaubert
Las cartas de Gustave Flaubert son tan formidables que por momentos se piensa en una errata cronológica: la sobreactuación de sus misivas a Louise Colet (todo un género en sí mismo) lo muestran como alguien que busca estar a la altura del siglo XIX, pero vive en la época equivocada. Es un exiliado del porvenir que termina aceptando con estoicismo el tiempo y lugar precisos que le tocaron en suerte. Un ejemplo que excede a su retiro a Croisset: su tempranísima pretensión de escribir “un libro sobre nada, un libro sin vinculación exterior, que se mantendría a sí mismo por la fuerza interna de su estilo”. Pero puede ser una exageración, un efecto retroactivo de contemporaneidad de los que leemos a Flaubert bajo el efecto de todo lo que ayudó a trastocar y nos salteamos que la última parte de la definición podría aplicarse ya a su obra.
"‘Se me ve apasionado por lo real, cuando en realidad lo execro’, escribió Flaubert en una carta"
De alguien como Baudelaire –que nació también en 1821, como el propio Flaubert, del que acaba de cumplirse un nuevo centenario– no sorprende el gesto vitriólico: la poesía, para fundar la modernidad, necesitaba de confrontación. Flaubert, dedicado al esfuerzo metódico de la narración, tuvo que entregarse a un arte más sinuoso: lo suyo fue el perfeccionismo, pero además la negatividad. ¿Cómo explicar si no una frase como la que el supuesto gran realista le envía a otra corresponsal (Madame des Genettes) cuando está forcejeando con la escritura de Madame Bovary?: “Se me ve apasionado por lo real cuando en verdad lo execro; es por odio al realismo que comencé esta novela”.
La frase quizá sea un rechazo a la desprolija y abigarrada acumulación derivada de Balzac, pero –de atenerse a las consideraciones de tantos escritos y cartas– también indica que la literatura, por muy realista que se pretenda, siempre está hecha de palabras, que por muy precisas que sean las descripciones de un carácter o un objeto todo depende del orden que ellas creen: de ahí le mot juste. De ahí también la versión complementaria, casi opuesta a lo verídico: Salambó, en la que Flaubert, casi sin datos a mano, reconstruyó Cartago a golpe de puro realismo imaginario.
"Un personaje es verdadero no cuando se lo copia de la realidad, sino cuando es inventado"
Marcel Proust dejó un artículo que “sin recurrir a la bibliografía ni a la erudición” (dice su biógrafo Jean-Yves Tadié) echa una mirada única sobre la originalidad del escritor. Flaubert –anota Proust– “es alguien que por medio del uso completamente nuevo y personal que hizo del pasado défini, del pasado indéfini, del gerundio, de ciertos pronombres y de ciertas preposiciones renovó nuestra visión de las cosas casi tanto como Kant con sus categorías, las teorías del conocimiento y de la realidad del mundo exterior”. La invisibilidad autoral que propone Flaubert es, en esa interpretación, la versión literaria del giro copernicano que el alemán produjo un siglo antes en la filosofía.
“La imagen que me interesa –responde Flaubert en una encuesta para los tiempos en que escribía La Educación sentimental– es tan verdadera como la realidad objetiva de las cosas y lo que la realidad me ha provisto, al cabo de muy poco tiempo, no se distingue para mí de los embellecimientos o modificaciones que he realizado”.
El realismo de Flaubert (retomo en parte una idea de Jean-Philippe Miraux en El personaje en la novela) es lo contrario de lo que hasta entonces se entendía por realismo: un personaje es verdadero no cuando se lo copia de la realidad, sino cuando es inventado. No hay un modelo del que Emma Bovary sería la representación. Se trata más bien de otra cosa, de agregar algo al mundo: que el lector, al volver a la vida real, reconozca a Bovary y su tedio en personas reales. Que se diga: “¡Es igual a la Bovary!”. Flaubert descubrió antes que nadie que más que representar se trataba de producir nuevos sentidos. Quizá por ese hallazgo la moralina de su tiempo, a pesar de su revolución silenciosa, también lo llevo a juicio, como a Baudelaire. Que nunca haya dicho en realidad “Madame Bovary, c’est moi!” es lo de menos.
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