Manuscrito. La retronovedad de Borges y Bioy
Hace poco vio la luz una retronovedad, por llamar así a esos libros más citados que leídos y que, a cada retorno, ofrecen variaciones de sí mismos. Alias (Sudamericana) reúne en un mismo tomo toda la obra en colaboración entre Borges y Bioy Casares, que amparaban su doble firma –salvo para los guiones de cine– bajo el paraguas de otro escritor, Honorio Bustos Domecq, nativo de la localidad de Pujato (y ocasionalmente bajo el de B. Suárez Lynch, virtual prologado de aquel). El montaje fotográfico de Gisèle Freund que fundió de manera simbiótica los rostros de Borges y Bioy, y dio como resultado a “Biorges”, es parte del dossier iconográfico de ese autor imaginario.
Una definición de policial –la dio Auden– señala que es aquel libro que, una vez resuelto el enigma, nadie quiere releer. Los cuentos de Bustos Domecq, en su desparpajo barroco, incitan a lo contrario
La complicidad no debía resultar en un promedio de dos estilos–mitad Borges, mitad Bioy–, sino en lo opuesto a ambos. La oralidad rampante, la risa perpetua, el placer de escribir por escribir. El tono de Bustos Domecq está dado –¿hace falta subrayarlo?– por la sátira desaforada, la parodia. Si ya lo sabemos, ¿qué novedad puede traer a tanta tinta derramada la relectura tardía por obra y gracia de una reedición? Me centro –porque es hasta donde llegó de momento la reincidencia– en los Seis problemas para don Isidro Parodi (1942) y dejo para una próxima las piezas las de los años sesenta, cuando Borges-Bioy se burlan de la modernidad artística en figuras como las de César Paladión y Ramón Bonavena.
Hay cosas en los Seis problemas... que quedaron bien grabadas en la memoria: que Parodi –detective recluso y sedentario ubicado en la celda 273 de la penitenciaria nacional– tiene una capacidad deductiva digna de Sherlock Holmes. También vuelve al recuerdo algún personaje notorio del vasto elenco, como Gervasio Montenegro, ese cajetilla de “fatigada elegancia”, “perfil romántico y bigote lacio y desteñido”, que siempre tuerce cualquier interpretación en su favor.
Lo que resulta imposible recordar, en cambio, son los argumentos. El quid de cada misterio es estrafalario, una imposible vuelta de tuerca al whodunit: en uno, un periodista, Aquiles Molinari, es tomado en solfa por una secta astrológica, pero alguien aprovecha su tontera para cometer un crimen; en otro, Sangiácomo padre, el commendatore, se venga del supuesto hijo creándole una ruina calculada; en otro, un provinciano persigue a su mujer y su amante hasta un hotel de mala muerte en busca del suicidio perfecto; en el mejor, el ladrón de un diamante realiza un rocambolesco periplo para devolver su hurto. También hay una desopilante historia al mismo tiempo china y porteña. Las soluciones son en realidad incomprobables: solo nos convence, claro, la prolija ennumeración deductiva de Parodi.
Una definición de policial –la dio Auden– señala que es aquel libro que, una vez resuelto el enigma, nadie quiere releer. Los cuentos de Bustos Domecq, en su desparpajo barroco, incitan a lo contrario. Los personajes se repiten, se entrecruzan, incluso dejan notas al pie en las historias. Cada relato contiene tanta información que obliga a rastrear los indicios para verificar la solución del detective. Es lo de menos. El verdadero quid está en los modos de hablar, llenos de prosopopeya (hoy se leen frunciendo el ceño de la corrección política), que proponen un fresco, según sugiere Montenegro en su prefacio, “de lo que no vacilo en llamar la Argentina contemporánea”. Las alusiones cotizan por línea: en el viaje en tren de “Las noches de Goliadkin” aparece un padre Brown, pero no es el cura de Chesterton, sino un ladrón más bien lúbrico. La soirée avec M. Teste de Paul Valéry es traducida por uno los poetastros de la colección como La serata con don Cacumen. Todo invita a la lectura microscópica. La variante deforme y jocosa del policial de Borges y Bioy es una contradicción en los términos. Mientras se divertía a carcajadas, el dúo inventó el policial –descubrimos hoy– para releer una, dos, mil veces sin que importe en lo más mínimo quién es el culpable.