La responsabilidad del público
Si en un restaurante el comensal elige un plato del menú, ¿se queja luego porque este contiene los ingredientes que dice la carta? Y si lo pide sin mirar, ¿podría juzgarlo porque no incluye lo que él pensó o imaginó que tendría?
Llevo meses azorada con el tema del público. El público de los teatros, de espectáculos, el que llega desinformado sobre lo que va a ver y luego reclama a viva voz aquello que no le dieron, como si no le cupiera ninguna responsabilidad. Expectativa versus realidad. “Ah, pero yo pensé que iba a ser más divertido”, dice uno que salió de ver una tragedia. Cuando no: “¡Más de tres horas! Qué larga, creí que duraba menos”. Me recuerda una situación que gran controversia generó el año pasado: “No había nada en el escenario, ni decorado ni músicos ni vestuarios, estaba él solo, hablando delante de una pantalla”, se quejaban varias personas sobre la conferencia de un famoso escritor que viene presentándose en grandes casas de ópera y cuya performance, una semana antes del estreno, se había informado en notas y entrevistas. Lo verdaderamente insensato está en el que exclama sorprendido: “¡Uh, yo pensé que daba para venir con chicos!”, cuando al cabo del espectáculo es obvio que no. Una variante más ingenua de esto último podría ser el que ni siquiera advierte lo inoportuno del caso y permite que su hijo vaya y venga a las corridas por el pasillo, a la vera de las butacas, en una clara demostración de desinterés por lo que le están presentando.
En realidad, la desazón es bastante más extendida. Incluye otro tipo de eventualidad –que para ser eventual, resulta bastante frecuente– ligada al comportamiento del público en la sala. Podría desplegar una serie de viñetas recientes para ilustrar los casos y, así, sin querer, dejar conformada una suerte de tira cómica. Por ejemplo, está aquella pareja de adultos la otra noche, besándose con ruido, antes, durante y después de un espectáculo, en plena fila 6, que distrajo a una parte de la platea (nada de pacatería, por favor: la vergüenza ajena trocó en molestia y un exceso de pudor encendió la risa de algunos presentes en medio del piazzolliano acto de Fuga y misterio). Recuerdo unas semanas antes, un señor de estornudo despampanante ni siquiera atinó a taparse la boca cuando tres veces soltó su trompetazo desde lo alto de un palco en medio de un emotivo dúo que ejecutaba en silencio una pareja de bailarines.
No me gustaría alimentar prejuicios ni simplificaciones, como que estos son los “nuevos públicos” o “los conocidos de siempre”, tampoco que se les adjudique a determinados lugares cierto halo de solemnidad, cuando aquí hablamos de otra cosa. Sobran los ejemplos. Pongamos el caso de una obra en un subsuelo dedicado a la experimentación. Esa vuelta soy yo la primera en posición adelantada: apago el teléfono en el ingreso, a la hora exacta del inicio de la función, y recibo una reprimenda (la tomo sin chistar) porque la luz de la pantalla molesta. “Es que justo lo estaba apagando…”, pienso, pero no lo digo. La obra demanda atención: se sabe de antemano que está basada en un relato de “mujeres desesperadas”, abandonadas por sus novios en una ruta a poco de pasar por el altar. Como fantasmas se multiplican las almas en pena, que cantan la agobiante trama en la oscuridad. Una familia se inquieta en las sillas: los padres asistieron con una adolescente y una nena que podría tener unos 10 años. Murmuran; salen y vuelven a entrar, primero de a uno, luego todos juntos; varias veces pasan por delante del público. A mi derecha, alguien empieza a toser con buen caudal y esto –ya lo sabemos– es motivo de un tipo común de contagio actitudinal: basta una para que otras toses liberen las tensiones del espectador. Finalmente, una fila completa, ahora a mi izquierda, empieza a agitar sonoramente como abanicos sus programas de mano: un olor desagradable irrumpe en el sótano.
¿Cuáles son las pautas de respeto y cuáles los límites de la responsabilidad del público cuando va a ver un espectáculo? ¡Qué linda discusión!
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