La reina Victoria y el Palacio de Cristal
Mañana se cumplen cien años de la muerte de la soberana cuyo nombre se asocia con el apogeo del imperio británico. La era victoriana estuvo marcada por la rigidez de las costumbres y el sentimentalismo, pero también por escándalos como el de Oscar Wilde y las duras condiciones de vida de los humildes
El 1° de mayo de 1851 amaneció despejado en Londres. En las primeras horas de la mañana, ligeros chubascos amenazaron estropear la celebración prevista para ese día. Pero a las 11.40 en punto -la puntualidad era una de las virtudes exaltadas con germánico fervor por el príncipe consorte-, cuando las verjas del palacio de Buckingham se abrieron para dar paso al cortejo real, el sol brillaba en el más azul de los cielos primaverales. La multitud aclamó a los ocupantes de las nueve carrozas, sobre todo la última, el coche descubierto en el que sonreían y saludaban la reina Victoria, su esposo, el príncipe Alberto de Sajonia Coburgo-Gotha, y sus dos hijos mayores, el príncipe de Gales -quien esperaría medio siglo antes de ser coronado rey, como Eduardo VII- y la princesa Victoria, familiarmente Vicky, futura emperatriz de Alemania.
La reina vestía de rosa y se protegía del sol con una sombrilla blanca. Las corazas recién lustradas de los Coldstream Guards y los penachos blancos de sus cascos, surcaban el Mall, escoltando el carruaje. La muchedumbre apelmazada a ambos lados de la avenida, enloquecía de entusiasmo. Con lentitud, pero exactamente cronometrada, la procesión enderezó hacia Hyde Park, donde, entre la arboleda, una sorprendente visión se alzaba sobre el césped impecable. Quitaba el aliento esa construcción fantástica, centelleante en la luz de mayo como una joya más de la corona.
Nadie había visto nunca, en Europa al menos, nada igual. Y, en verdad, estaban contemplando algo único: el primer edificio prefabricado, en gran escala, en el mundo; el inmenso Palacio de Cristal, tres veces la superficie de la catedral de San Pablo, íntegramente confeccionado con planchas de vidrio sostenidas por una armazón de hierro. Quien lo comparase con un gigantesco invernadero, no se equivocaría: su responsable era un sencillo jardinero, especialista en construir invernáculos. Se llamaba Joseph Paxton y hacia 1840 había diseñado y ejecutado uno de esos cobijos para plantas delicadas y exóticas, en Chatsworth, la propiedad rural de su patrón, el duque de Devonshire. El príncipe Alberto, de visita años más tarde, lo había elogiado y lo recordaría en el momento oportuno.
Nunca olvides
Dos días después, el 3 de mayo de 1851, Victoria escribía a su bienamado tío, Leopoldo de Coburgo, el primer soberano del flamante (1830) reino de Bélgica: "Mi tío queridísimo: Ojalá hubieras podido presenciar, el l° de mayo de 1851, el día más grande en nuestra historia, el espectáculo más hermoso, imponente y conmovedor que he visto, y el triunfo de mi amado Alberto. De veras fue asombroso, una escena bellísima. Muchos lloraron y todos se emocionaron y se colmaron de devotos sentimientos. Fue el día más feliz de mi vida y no puedo pensar en otra cosa... El amadísimo nombre de Alberto queda inmortalizado con esta su grandiosa concepción, sólo de él; y mi propio, querido país, ha demostrado ser digno de ella".
Atrás habían quedado los melancólicos días de una infancia ensombrecida por la prematura muerte del padre, el duque de Kent -uno de los hermanos menores del rey Jorge IV y de su sucesor, Guillermo IV-, y las andanzas de una madre despótica y libertina, la princesa alemana Victoria María Luisa de Sajonia Coburgo-Saalfelt, viuda del príncipe de Leiningen. Por azares cuya descripción abultaría en exceso esta nota, el fruto de ese matrimonio tardío, Alejandrina Victoria (nunca usaría su primer nombre) de Kent, nacida en el palacio de Kensington el 24 de mayo de 1819, ascendería al trono de Inglaterra a la muerte de su tío, Guillermo IV, en 1837.
La primera medida que adoptó, en la madrugada misma en que el mensajero llegado de Windsor se postró a sus pies y la llamó Majestad, fue desalojar de Kensington a su madre y hacerla trasladar a otra residencia real. Fue una demostración de carácter y también de la veta rencorosa que jamás la abandonaría, aunque la necesidad política la obligara a veces a postergarla. "Never complain, never explain" ("Nunca te quejes, nunca des explicaciones") fue uno de sus inamovibles principios rectores. Podría haber agregado "Never forget" ("Nunca olvides"). Los habitantes del encantador balneario de Bath, en el sur de Inglaterra, informan al turista, asombrado al no encontrar la estatua de Victoria, habitual en todas las ciudades del reino: "Alguien observó en la playa, una vez, que los tobillos de la princesita de Kent, de once años de edad, eran demasiado gruesos. Ella oyó el comentario y juró no volver en su vida. No sólo lo cumplió sino que, además, si el tren real llegaba a pasar por aquí, la reina hacía cerrar las cortinas de las ventanillas, para no ver ni ser vista. Bath decidió retribuirle con la misma moneda".
El día más feliz
La carta al tío Leopoldo muestra hasta qué punto el marido de la reina, el príncipe Alberto, era para Victoria el centro de su vida y de su felicidad; el hombre "más apuesto, más inteligente, más generoso que concebirse pueda". Y Leopoldo había sido el factor determinante de tan dichosa unión. Sólo una nube la perturbaba: a los ingleses en general, y a los políticos en particular, Alberto, con su obstinada puntualidad, su manía germánica de reglamentarlo todo, recordarlo todo y hacer cumplir al pie de la letra hasta sus mínimas prescripciones; con su pulcritud inmaculada, su honestidad intelectual, sus elevados principios adversos a cualquier forma de disipación o pérdida de tiempo, su pedantería -innegable- de sabihondo formado en la rígida disciplina de la educación alemana, apasionado tanto por la cultura clásica y las humanidades como por la investigación científica y los avances de la técnica; Alberto, en fin, les caía pesado. Y más pesado aún su consejero íntimo, el barón Stockmann, a quien imaginaban como peligroso espía extranjero. A ambos, en la intimidad, los llamaban "esos prusianos".
De ahí la exaltación de Victoria al ver concretada, en la que se llamó la Gran Exposición de 1851, una iniciativa de su marido que por fin triunfaba de los obstáculos que casi sistemáticamente le oponían los ministros y el Parlamento. Uno de los agravios que ella mantuvo siempre contra lord Palmerston, aun admitiendo su talento y la necesidad de recurrir a él en momentos difíciles, fue que jamás tomó a Alberto demasiado en serio. Sin embargo, el príncipe consorte fue sagaz consejero político de su mujer y se puso incondicionalmente al servicio de su país de adopción. Pocos se lo reconocían, y el reiterado pedido de la soberana, de que su marido fuese exaltado al trono junto a ella, en igualdad de poder y de honores, fue sistemáticamente ignorado y hasta rudamente combatido por el Parlamento, los partidos y esa némesis de la familia real británica, el periodismo sensacionalista, ya en pie de guerra desde entonces.
El duque y los gorriones
En 1849, un funcionario inglés de cierta jerarquía, Henry Cole, activo miembro de la Royal Society of Arts, presidida por el príncipe Alberto, visitó en París (presidente de la República Francesa era Luis Napoleón Bonaparte) una relativamente modesta Exposición de Artes y Oficios, sin mayor participación internacional. De vuelta en Londres, conversó sobre el tema con Alberto, a quien otras personas también hablaron de lo mismo. En una reunión de la Royal Society se redactó y elevó al príncipe una propuesta cuya esencia era "la particular ventaja que para la industria británica se derivaría de colocársela en leal competencia con la de otras naciones". Adviértase la certeza, típicamente victoriana, de que Inglaterra saldría vencedora en la comparación. Y no le faltaban razones: la invención inglesa de la máquina de vapor, desde fines del siglo XVIII, la de la locomotora en 1825 y los ricos yacimientos de carbón y de hierro fueron los factores que convirtieron al país en la primera potencia comercial e industrial del mundo. Alberto aceptó el proyecto de una Gran Exposición y designó un comité de 24 miembros para llevarlo a la práctica.
Pero ya estaban en 1850, y los tiempo urgían. Se eligió el lugar, Hyde Park, pese a las protestas de los incipientes ecologistas, aterrados ya por el manto de escorias que la multiplicación de las fábricas arrojaba sobre el hasta entonces idílico paisaje inglés. ¿Qué sería de los árboles del viejo Parque? ¿Qué sería de los pájaros que los poblaban? Por el momento no había respuestas, porque no se sabía qué construir. Alberto se acordó del autor del invernáculo de Chatsworth: después de todo, era un jardinero, conocedor de plantas y de parques. Convocado, Paxton garabateó sobre un trozo de papel secante el diseño de la que sería su obra maestra y, en verdad, la primera obra de arquitectura que puede calificarse de moderna, tal como se entiende hoy el vocablo. Hombre culto, el príncipe se entusiasmó e impuso su punto de vista.
En siete meses, dos mil obreros erigieron la portentosa fábrica de hierro y vidrio, tan fácil de armar como de desarmar. Paxton, que amaba las plantas, resolvió conservar los árboles dentro del recinto. Un ingenioso sistema de paneles deslizantes, en lo alto, y de toldos que se corrían y descorrían aseguraba la renovación del aire y una relativa aislación del calor (nunca extremado en las islas, hasta hace poco). Alguien le acercó una inquietud a la reina: los innumerables gorriones que poblaban esos árboles ¿no ocasionarían molestias a los visitantes? Su Majestad pidió consejo a su gran amigo, el ilustre duque de Wellington, el vencedor de Napoleón en Waterloo, un verdadero monumento viviente. El prócer pidió veinticuatro horas para reflexionar y al día siguiente le envió un mensaje a Victoria: "Señora, ponga espantapájaros". No fue necesario: mientras estuvo abierta la Exposición, hasta mediados de octubre del 51, los gorriones buscaron una residencia más apacible.
La otra cara
Y bien, ¿qué albergaron en 1851 aquellas relucientes arcadas de cristal, recuperadas hoy, siglo y medio después, por los arquitectos de los aeropuertos, los shoppings, los supermercados y los megacinematógrafos? El catálogo de la muestra abarca tres gruesos tomos donde se consignan los trece mil artículos expuestos, llegados de todos los rincones de Europa y de otros continentes. A las generaciones formadas desde el final de la guerra de 1914-1918 en los criterios de modernidad y racionalismo, a los herederos de la Bauhaus, la mayoría de los artefactos, en especial los muebles y los adornos, les resultan abominables o directamente cómicos (los posmodernos probablemente disientan, puesto que para ellos todo vale, nada es mejor, ni peor). A los victorianos les pareció la apoteosis del confort burgués, el muestrario perfecto de su ideal de vida, centrado en el hogar. El hogar, la cubierta protectora que impedía la entrada de las temidas corrientes de aire y de la suciedad de las calles: una metáfora de la pureza exigida a las vestales domésticas, definidas por el austero doctor William Acton en su tratado sobre Funciones y desórdenes de los órganos de la reproducción (Londres, 1857), en estos términos: "Por regla general, una mujer pudorosa ( modest ) rara vez desea una gratificación sexual. Se somete a su marido para complacerlo, tan sólo: y si no fuera por el ansia de maternidad, más bien desearía ser liberada de sus atenciones". Nueve hijos tuvo la reina Victoria con su adorado Alberto.
Prosigue el doctor Acton: "La mujer casada no quiere ser tratada en pie de igualdad con una amante". Aquí es donde se empieza a revelar la otra cara de la pacatería victoriana. En esa sociedad patriarcal, obsesivamente machista, es el hombre quien exige el ideal de pureza. Y se siente culpable de entregarse a sus fantasías sexuales con "las otras", las malas mujeres que hacen de la noche londinense, en aquellos años y mucho más en los postreros del siglo XIX, un verdadero aquelarre. En 1862, Dostoievski expresó su asombro ante los cientos de prostitutas que, en Haymarket y sus alrededores, ofrecían toda clase de placeres, hasta altas horas de la madrugada. "En tanto el hombre pudiera pagarlo -acota J. B. Priestley en Victoria`s Heyday (El apogeo de Victoria)-, no había perversión, o experiencia sadomasoquista, o degradación de la sexualidad que le fuera negada".
De ahí la admirable metáfora de la duplicidad humana que es Dr. Jekyll and Mr. Hyde , de Stevenson. De ahí la horripilante carrera criminal, nunca esclarecida, de Jack el Destripador. De ahí también el excesivo, desmesurado rechazo de la opinión pública a las andanzas heterodoxas de Oscar Wilde, juzgado y condenado entre 1895 y 1896.
La gran paradoja
Es que junto a esa sociedad burguesa, conservadora y formal, esa clase media acomodada y cultivada que fue la espina dorsal de la era victoriana (también la familia real gustaba mostrarse como un hogar burgués de clase media), con sus portentosos logros científicos e industriales, y sus graves falencias en la consideración de los menos afortunados, junto a esa sociedad, mejor dicho, frente a ella, se alzaba el bastión hostil, peligroso, de los artistas. Escritores, pintores, actores (no tanto los músicos, poco importantes en la Inglaterra de entonces): los bohemios, los marginados, los que no aceptaban las convenciones. Algunos de ellos, los más audaces y renovadores -Swinburne, Emily Brontë, Oscar Wilde- fueron considerados y hasta perseguidos como herejes.
La gran paradoja victoriana, nunca resuelta, fue ésta: que los mismos empresarios, comerciantes y políticos, sin duda excepcionalmente lúcidos y audaces, que construían un formidable imperio basado sobre el lucro y la explotación de cuanto recurso natural y humano conseguían someter, aspiraban secretamente a una existencia idílica, al triunfo de esa sentimentalidad -corrupción del verdadero sentimiento- que los llevaba a ser tan llorones (los victorianos lloraban abiertamente, hombres y mujeres, ante los patéticos cuadros, didácticos y ejemplarizadores, de sus artistas favoritos), tan nostálgicos de una Edad Media imaginaria. Los mejores de entre ellos, sus pintores, por ejemplo, sus arquitectos, sus poetas, sus novelistas -que los hubo, y en cantidad prodigiosa-, buscaron alzar la mirada más allá de los cielos ferruginosos y la tierra calcinada del Black Country, más allá de los suburbios miserables donde pululaban, como lombrices, las criaturas de Dickens. Y la dirigieron hacia el reino mítico de Arturo de Bretaña, con sus caballeros sin miedo y sin tacha y sus damas eternamente cortejadas por los trovadores. Un diseñador genial como William Morris pretende, en plena era industrial, regresar a las artesanías medievales; un poeta admirable como lord Tennyson, encuentra sus acentos mejores en la evocación de las leyendas de Camelot. Nadie lo expresó mejor que sir Edward Burne-Jones, el pintor -estupendo- de un Medievo nostálgico: "Por una pintura, yo entiendo el bello sueño romántico de algo que nunca fue y que nunca será: en una luz más bella que ninguna otra luz que alguna vez haya brillado; en una tierra que nadie puede definir o recordar, sino tan sólo desear".
Sic transit
Victoria, esa mujer menuda e imperiosa que hacía temblar a su hijo y heredero, el príncipe de Gales, y a su nieto mayor, el emperador de Alemania, encerrada en sus velos de viuda desde que Alberto murió prematuramente, en 1860, hasta la celebración de su Jubileo de Diamante en 1897 -sesenta años de reinado-, desde 1878 emperatriz de la India por mediación de su ministro favorito, Benjamín Disraeli, ¿en qué medida fue responsable de las virtudes y los defectos de su tiempo? En las monarquías parlamentarias, los reyes reinan pero no gobiernan. Sería tan absurdo atribuirle a ella sola los logros mayores de su país en tan vasto período, como negar que su figura alcanzó algo que tal vez únicamente los monarcas, ubicados por encima de los vaivenes de la política, pueden lograr: la categoría simbólica que infunde respeto y propone un modelo.
Se dice que durante una travesía en barco a la isla de Wight, donde había hecho construir un palacio, Osborne House, que le traía memorias de sus días felices con Alberto, el mar se mostró especialmente picado. Ella le mandó entonces un mensaje al capitán, nada menos que uno de los almirantes de su flota, la más poderosa del mundo: "Espero que esto no vuelva a repetirse". No hubo ocasión. Victoria murió allí, en Wight, en la tarde del 22 de enero de 1901. Fue algo más que una muerte individual: toda una época en la historia del mundo, artificialmente mantenida hasta 1914, se fue con ella Clausurada la Gran Exposición y cumplida su misión en Hyde Park, el Palacio de Cristal fue cuidadosamente desarmado y transportado a un suburbio del sudeste de Londres, Sydenham, donde se lo volvió a erigir y sirvió largamente como una suerte de centro cultural. En 1936, un incendio lo destruyó. El mismo año, casualmente, en que un biznieto de Victoria, el rey Eduardo VIII, abandonó el trono para casarse con una dama norteamericana dos veces divorciada, la señora Wallis Warfield Simpson.
En su notable reseña de la arquitectura victoriana, Victorian Architecture (Penguin, 1966), Robert Furneaux Jordan ofrece el mejor compendio de esa era prodigiosa y, a la vez, oscura: "Máquinas atareadas, telares chirriantes y también el elegante y mágico Palacio de Cristal para el príncipe de las hadas; lucro y romance; dinero en efectivo y sentimentalidad; crueldad y piedad... ésa fue la quintaesencia de la época. Esa fue la perversa y contradictoria Era Victoriana, de la que tuvo que emerger, de alguna manera, la arquitectura moderna y, en verdad, todo nuestro mundo visual".
No sólo visual. El formidable impulso científico y técnico nacido en Gran Bretaña en tiempos de Victoria no ha cesado de avanzar y expandirse hasta nuestros días. Pero hay algo más importante aún: así como el ferrocarril modificó para siempre las nociones que la humanidad tenía de la naturaleza -el disfrute del paisaje, los cambios atmosféricos- y del tiempo, la literatura victoriana aportó a la imaginación humana una dimensión de misterio y de fantasía que nunca se agradecerá lo bastante. Sobre el colosal imperio de Victoria, hace rato que se puso el sol; no se pondrá jamás el de aquella inmortal tarde de verano, el viernes 4 de julio de 1862, cuando el reverendo Charles Dodgson, alias Lewis Carroll, mientras paseaba en bote con la pequeña Alice Liddell, sus hermanas y sus primas, les reveló el acceso al País de las Maravillas.
Claves
Juventud: la reina Victoria aprendió el arte de gobernar de lord Melbourne, un liberal. Más tarde apoyó al conservador sir Peel. Este buscaba abolir las leyes que protegían a los agricultores de la importación. Quería obligarlos a ingresar en el mercado internacional de libre competencia.
Guerras: la soberana se convirtió en una entusiasta partidaria de la Guerra de Crimea contra Rusia (1853-1856) y nombró a lord Palmerston como primer ministro en tiempos bélicos. También apoyó al marqués de Salisbury en la Guerra de los Boers (1899-1902).
Benjamin Disraeli: fue quizá el premier preferido de Victoria, a la que ganó para la causa conservadora. Cuando el Parlamento la nombró emperatriz de la India, Victoria le otorgó a Disraeli el título de Earl of Beaconsfield.
Brown, el favorito
Durante mucho tiempo, la figura de John Brown, el servidor escocés de la reina Victoria, permaneció en la sombra, hasta que recientemente un libro, Victoria`s Highland Servant , y una película, Mrs. Brown , lo rescataron del olvido. En vida de la soberana la relación entre ambos había sido una fuente de escándalo y de rumores malintencionados.
El trato desenfadado y despojado de protocolo de John Brown le había ganado el afecto del príncipe Alberto y de su esposa, la reina. La pareja real apreciaba el sentido del humor y los conocimientos sobre caza y pesca de Brown. Además, Victoria compartía con su caballerizo el gusto por la vida al aire libre y las largas cabalgatas que tenían como fondo los hermosos paisajes escoceses.
Después de la muerte del príncipe Albert, Victoria se hundió en una depresión. La popularidad de la reina cayó a su nivel más bajo. Pero los éxitos políticos de un ministro como Disraeli le devolvieron el amor del pueblo y también el gusto por la vida. Se dice que también contribuyó a ese súbito florecimiento vital la presencia de John Brown, un hombre que le decía exactamente lo que pensaba sin respetar las fórmulas de cortesía. La intimidad que se estableció entre Victoria y Brown dio origen a una ola de rumores. No sólo se dijo que los dos eran amantes, se llegó a afirmar que se habían casado en secreto. No eran pocos los súbditos de Victoria que, en privado, la llamaban "la señora Brown".
John Brown murió antes que la reina. La ausencia del servidor la dejó desolada. Victoria le hizo levantar un monumento y, se dice, ordenó poner todos los días una rosa fresca sobre la almohada donde había dormido su amigo.
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