La perturbadora lucidez de un filósofo de alto nivel, historiador agudo y politólogo sagaz
Sebreli muere cuando por fin triunfa, cuando un intelectual de la universidad argentina, donde se lo ninguneó durante siete décadas, se dedica a rescatar su legado; su ilustre fantasma seguirá azotando nuestras consciencias para siempre
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Su desconfianza con los sucesivos entusiasmos argentinos, su disposición a refutar las ideologías de moda, su valentía para cuestionar los mitos e ídolos intocables del país y su templanza para encarnar en cada momento el espíritu crítico y aguantar una sorda y prolongada cancelación por parte de los cenáculos académicos, caracterizan la vida, la obra y el temple de Juan José Sebreli. Después de setenta años de “ninguneo” y de formar parte de las sucesivas listas negras de los señores profesores, por primera vez uno de ellos –Carlos Cámpora– se dedicó a estudiar integralmente sus libros, que carecían de reconocimientos críticos, pero que poseían lo que muy pocos tienen: muchos lectores y una notable influencia en el mundo real. Sebreli asistió a la presentación de El incansable polemista (Biblos), que hicimos hace diez días en la Biblioteca Nacional. Llegó visiblemente deteriorado y me dijo que prefería no hablar durante el acto: “Ni se te ocurra pasarme el micrófono”. Había padecido un ACV y toda clase enfermedades, y había resucitado muchas veces, así que no logró preocuparme especialmente: tenía una mala salud de hierro y parecía indestructible. Por azar o por destino, Sebreli muere cuando por fin triunfa. Es decir, cuando un intelectual de la universidad argentina se dedica por fin a su legado y lo plasma en un gran ensayo. Su muerte abrirá seguramente una catarata de estudios críticos, y los mandarines le darán así el realce que merece: suele suceder con los grandes escritores impugnados; reciben los laureles una vez que fallecen y se vuelven inofensivos.
Aunque, claro está, Sebreli nunca será inofensivo, puesto que allí quedan sus libros, que son una secreta autobiografía intelectual y también un testimonio subversivo de las creencias –con sus aciertos y errores- que cruzaron el siglo XX y parte del XXI. Queda inconcluso un libro que estaba investigando junto con su gran socio e interlocutor, el escritor Marcelo Gioffré: ambos se consideran “liberales de izquierda”, y pergeñaban ese ensayo como una velada crítica al mileísmo, que encarna un populismo de derecha. Sebreli había votado por Milei como un acto desesperado de última instancia, pero se sentía a gusto dentro de lo que irónicamente el crítico Leonardo D’Espósito denominó alguna vez como el Instituto Paria, lugar imaginario en el que se atrincheran muchos artistas y pensadores republicanos que no se identifican con este derechismo de nuevo cuño.
En El tiempo de una vida, donde garabatea sus memorias, Sebreli hace un repaso por su época existencialista, sus fuertes controversias y su acercamiento al marxismo en sus diferentes cepas, y confiesa que al principio no pudo sustraerse a una cosmovisión que era hegemónica en la intelectualidad: “La idea de dictaduras progresistas, el desdén por la democracia, la inevitabilidad de los cambios revolucionarios violentos y la justificación del terrorismo”. Esto lo acercó también a lo que denominaba sardónicamente como un “peronismo imaginario”, deudor en verdad de “una rebelión juvenil, un deseo bohemio de espantar a los burgueses, tan típicamente pequeñoburgués como las convenciones y los tabúes a los que pretendía oponerme”. El peronismo le parecía menos gris y tedioso que la oposición, y le encantaban las humillaciones que operaba el régimen justicialista sobre “las damas de abolengo”, el hostigamiento al Jockey Club, el “tragicómico encarcelamiento” de Victoria Ocampo, la degradación laboral de Borges, la desfachatez de Evita, los discursos furibundos de Perón. Y también aquella infame quema de las iglesias, en la que el joven Sebreli creía equivocadamente ver el anticlericalismo incendiario de los republicanos españoles y revolucionarios. Esa primera etapa, de la que luego se arrepentiría con honestidad y de punta a punta, estuvo signada por el amor hacia lo “plebeyo” y porque su “sed de mesianismo, de utopía milenarista, era insaciable: como no encontraba nada mejor a mano, calmaba la ansiedad con cualquier remedo grotesco. Las multitudes en la calle y la idílica fraternidad de llamar ‘compañero’ a un desconocido resultaban fascinantes. La exaltación lírica, la borrachera de izquierda, no se detenía ante los obstinados datos de la realidad”.
En aquellos años turbulentos conoció y polemizó con David Viñas, Oscar Masotta, Jorge Abelardo Ramos, Arturo Jauretche, John William Cooke y tantos referentes de todas esas corrientes izquierdistas. Un hito en su fuga de esos dogmas –el socialismo nacional, el guevarismo, el trotskismo, el maoísmo- fue sin duda un viaje a China, donde vio con sus propios ojos cómo funcionaba realmente el marxismo verdadero. Tres escenas ulteriores explican el espíritu contracíclico de Sebreli. La primera sucede en el bar La Paz y durante los violentos años setenta: Juan José recordaba siempre el modo en que muchos amigos y conocidos suyos se subían a las mesas, blandían sus armas cortas y entonaban amenazantes cánticos montoneros. El autor de Dios en el laberinto no se atrevía a pronunciar lo que ya pensaba: estos muchachos marchaban ciegamente hacia una tragedia descomunal. Más adelante, durante la larga noche de la dictadura militar, hay que pensar en Juan José Sebreli recluido en su casa, impartiendo clandestinamente clases de filosofía marxista en esa suerte de cátedra en las sombras y corriendo el consecuente peligro de muerte. Y finalmente, durante la guerra de Malvinas, caminando por las calles enfervorecidas y ebrias de patriotismo: el escritor solía decir que su sola cara circunspecta y preocupada levantaba sospechas frente a una unanimidad de gestos festivos.
Emerge de todo ese período con un libro liminar: Los deseos imaginarios del peronismo, que presentó en la librería Clásica y Moderna: se reunió tal multitud para escucharlo que tuvieron que cortar la avenida Callao. Su crítica al Movimiento Justicialista combinaba por primera vez los cuestionamientos de la derecha y la izquierda: la primera señalaba la afinidad inicial de Perón con el fascismo y la segunda con el bonapartismo (Ramos dixit). Ya con sus clásicos Buenos Aires, vida cotidiana y alienación y Mar del Plata, el ocio represivo se había transformado en un best seller de la época. Pero el ensayo sobre el peronismo resultó todo un fenómeno de ventas y un texto de discusión caliente en la naciente democracia. Sebreli acuñó entonces una denominación extraordinaria para los montoneros: “Son fascistas de izquierda”. Concepto que también defenderían los periodistas Pablo Giusani y Jacobo Timerman. En los años ochenta, como el salmón que nada contra la corriente, Sebreli se permitió una herejía: cuestionar de raíz y sin ambages la historia, el relato y la praxis del partido que hegemonizaría la política argenta, actitud que mantendría inalterable durante la era kirchnerista, donde el gobierno de Néstor y Cristina buscó invisibilizarlo de diversas formas.
Autodidacta y erudito, como Borges, fue un sociólogo del estaño, un filósofo de alto nivel, un historiador agudo, un politólogo sagaz y también un ideólogo de la utópica y nunca realizada socialdemocracia nacional. Escribió en Sur, en Contorno y muchas veces en LA NACION. Cargó contra Martínez Estrada, contra la cultura del fútbol, contra el Che Guevara, Gardel, Evita y Maradona. También contra Jorge Bergoglio, y se complacía mucho en escandalizar al Vaticano y al obispado peronista que el papa Francisco armó en nuestro país. El asedio a la modernidad, El vacilar de las cosas y Las aventuras de la vanguardia forman una trilogía esencial y profunda. Su Crítica de las ideas políticas argentinas es un libro de consulta, una enciclopedia de nuestros grandes malentendidos.
Fui su lector constante desde mi primera juventud. Al principio lo leía para odiarlo, luego para comprenderlo, finalmente para deleitarme con su perturbadora lucidez. Tuve la suerte de conocerlo y entrevistarlo en muchísimas ocasiones a lo largo de los últimos veinticinco años. En la distancia corta, y fuera de micrófono, Sebreli era además un gran melómano, un entendido en todo tipo de arte, un cinéfilo empedernido y un exquisito lector de ficción. Siento orgullo al decir que leía mis novelas y mis columnas, venía a mis presentaciones y era un oyente permanente de mis programas radiales, y que me pidió que lo acompañara en momentos cruciales, como cuando lo nombraron Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. Sebreli se consideraba más un porteño que un argentino, le interesaban más estos barrios que cualquier otro vergel de tierra adentro. Extrañaremos su voz y su prosa, pero me atrevo a decir que su ilustre fantasma seguirá azotando nuestras consciencias. Para siempre.
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