La perturbadora fragilidad de las obras maestras
Decía J. R. R. Tolkien que el problema no son solamente las interrupciones, sino también el miedo a las interrupciones. Descubrí el Señor de los Anillos en 1979, y fuera de Don Quijote, nunca hasta entonces me había atrevido a una obra tan voluminosa. Había empezado a leer libros muy chico y todavía hoy recuerdo cuando alcancé mis primeras cien páginas, a los ocho años. Fue un logro luminoso.
Pero el primer tomo de El Señor de los Anillos abrumaba. Salvo por Duna, al que llegaría un tiempo después, la ciencia ficción y la fantasía tendían a ser menos exigentes. ¿Recuerdan ese refrán que aconseja no juzgar al libro por sus tapas? Bueno, tampoco lo juzguen por el número de páginas. Recuerdo que me enganché de tal modo con esa novela que la leía incluso cuando subía o bajaba en ascensor.
Cuando encontré una biografía de Tolkien, la compré. Luego encontré otra. También me la llevé. Descubrí así que El Señor de los Anillos no había nacido como una novela en tres tomos. La editorial, que no le veía futuro a ese descomunal periplo del héroe, le solicitó a Tolkien que dividiera las más de 9000 páginas del manuscrito original en tres partes (impresas quedaban de más o menos 500 páginas cada una). Tolkien recordaba que una de las cosas que más le habían costado era encontrar el título para cada parte. La comunidad del anillo; Las dos torres; El retorno del Rey.
Está muy bien traducida al español (tuvimos esa suerte), pero volví a enamorarme de la obra cuando la leí en inglés. El Señor de los Anillos fue compuesta trabajosamente durante más de diez años, con largos períodos de inactividad, una guerra mundial en el medio y su empleo como docente, que le llevaba todo el día. Cuando llegué a sus biografías me interesé menos en los detalles de su vida personal que en su método de trabajo.
Tres asuntos quedaron en mi memoria –aparte de su amor por los árboles–, y siguen ahí, casi 40 años después. El primero es que él se dedicaba al lenguaje. Me sentí en paz con una decisión que en su momento fue muy traumática para mí y para mi familia, porque en lugar de las carreras tradicionales y (teóricamente) más seguras, había optado por Letras, y una vez allí me hice gramático y lingüista, y me especialicé en lenguas clásicas. Tolkien era filólogo y enseñaba lengua y literatura en Oxford. Primera lección: si vas a dedicarte a algo, tenés que conocer tu materia.
Luego, el estilo, la gran obsesión cuando uno arranca a escribir. Tolkien sostenía, y a la vuelta de los años observo cuánta razón tenía, que todo lo que vivas, leas y experimentes se convertirá en el humus donde germinarán tu estilo, tus ideas, y, a la larga, las palabras. Segunda lección: la paciencia. Escribir es una siembra, y, es asimismo una manifestación de la fe.
Por último, las malditas interrupciones. Tolkien era un escritor desordenado y disperso, inclinado a distraerse y propenso a postergar; un vicio muy propio del oficio. Pero un consejo que Tolkien mencionó en una entrevista –y que a su vez le había ofrecido su tutor en la universidad– me quedó grabado para siempre. “No son solo las interrupciones, hijo mío, sino el miedo a las interrupciones”. ¿Para tanto?
Sí, y supongo que tiene que ver con el proceso creativo, con la forma en que opera la mente cuando compone cualquier obra más o menos extensa y compleja. Un cuadro, una sinfonía, un relato; da igual. Es una experiencia física abrumadora y no conozco (aunque eso no significa que no haya) nada que requiera tal grado de concentración. Con una endiablada vuelta de tuerca. Ese estado de consciencia, en el que decenas, cientos, miles de piezas están en el aire al mismo tiempo, se desmorona con un solo toc-toc en la puerta. Y entonces hay que empezar de nuevo. Tercera lección: preservar tu derecho a trabajar sin que te interrumpan. Por este motivo me fui a vivir solo cuando era todavía muy joven, y Tolkien tuvo mucho que ver con esa decisión. Descubriría luego que las interrupciones no eran tan fáciles de erradicar. Pero esa es otra historia.