La parodia, al límite
La nueva novela de Carlos Gamerro, que continúa La aventura de los bustos de Eva, busca desmitificar la tragedia de una época por medio de la comicidad
Un yuppie en la columna del Che Guevara
En las décadas recientes, la literatura argentina ha indagado con intensidad los trágicos sucesos de la última dictadura militar. Decenas de novelas y relatos intentaron exorcizar la represión estatal, primero como denuncia, más tarde reflexionando sobre las huellas indelebles que había dejado en más de una generación. Con el tiempo, a medida que el discurso político establecía sus diversas versiones, el tema se transformó en un lugar común literario que otorga, voluntaria o involuntariamente, un lustre ético biempensante a quien lo aborda, e incluso llegó a ser una buena opción para el tipo de consumo que los mercados centrales suelen preferir del arte tercermundista.
La verdadera reflexión quedó entonces del lado de géneros extremos como la parodia, que iniciada ya a principios de los años 80 con Los pichiciegos (1983),de Fogwill, y con los relatos de Néstor Perlongher sobre Eva Perón, regresa en la actualidad para mofarse de la figura del militante revolucionario. Aun en la parodia, pocos han ido tan lejos en la desmitificación de ese personaje idealizado como Carlos Gamerro. Con Un yuppie en la columna del Che Guevara se cierra la trilogía que se inició con la publicación de Las islas (1998), aunque es la última parte en la cronología narrativa, y La aventura de los bustos de Eva . En esta novela de 2004, comenzaban las andanzas de Ernesto Marroné, un ejecutivo de marketing que durante el gobierno de Isabel Perón debía conseguir 92 bustos de Evita para pagar el rescate por la vida de Fausto Tamerlán, el siniestro dueño de la empresa para la que trabajaba. En aquel relato, Marroné lograba infiltrarse en una revuelta obrera y organizar la resistencia gracias a sus conocimientos de la seducción corporativa aprendida en best sellers del management empresarial. En Un yuppie... , que sería el segundo capítulo de la trilogía, Gamerro redobla la apuesta. Luego del fallido rescate, Marroné, que ha ganado prestigio entre los Montoneros pero aún conserva un pie en Tamerlán e Hijos, vuelve a infiltrarse en la guerrilla para garantizar el segundo rescate de su jefe. Diversas peripecias lo llevan a Tigre, donde una pequeña célula disidente de Montoneros intenta realizar por su cuenta un foco guevarista que convierta el delta del Plata en un émulo del delta vietnamita del Mecong. Con el modelo del Diario del Che en Bolivia , Gamerro orquesta una delirante expedición, condenada al fracaso por la inexperiencia y la traición de los lugareños, en la que Marroné dirige a los guerrilleros por las islas del delta con el objetivo de reconocer el terreno y, sobre todo, registrar imágenes para una fotonovela propagandística sobre la vida del Che. Las bases de la parodia están echadas. El absurdo objetivo no es inocente, ya que los militantes, más que la transformación social, anhelan la reproducción de una imagen. Se trata sobre todo de ser como Guevara -o parecérsele mucho-, de estar a la altura del "hombre nuevo". Más que formar parte de un colectivo social, encarnar una individualidad sobrehumana. Tras la expedición, Marroné, ya un revolucionario convencido, se dedica a vivir un idilio bucólico con Eva, su amante montonera. En el exuberante paisaje de Tigre, que Gamerro retrata con excesos neobarrocos, Ernesto y Eva se abandonan a un desenfreno sexual estimulado por fantasías que van desde la imagen de "la burguesita y el guerrillero" hasta una orgía mental en la que Marx, Ho-Chi-Mihn y todos los próceres de la izquierda entran en fila a la fiesta. Los estereotipos de la lucha de clases y del poder revolucionario están allí para transformarse en figuras del deseo.
La habilidad de Gamerro para parodiar sus modelos es notable, y para comprobarlo basta leer la escena, hilarante por su ajustada verosimilitud, en la que los militantes, en clave de "comisarios culturales", revisan el canon literario y acusan de reaccionarios a varios autores, desde Dostoievsky hasta Cabrera Infante. Pero el mayor logro de Un yuppie... reside en cómo derrumba los mitos políticos, ya que sitúa al lector de tal modo que no puede identificarse inmediatamente con la crítica de la guerrilla, ni tampoco descartarla. Es Tamerlán, la deleznable encarnación del cinismo capitalista, quien dispara los dardos más certeros contra la lucha armada: "¿Para luchar por la libertad, la igualdad y la fraternidad crearon una organización más verticalista que el ejército, más moralista que la Iglesia y menos cuidadosa de la vida de sus miembros que la libre empresa? [?] Ustedes lo que quieren es el poder. [?] ¿Pero saben lo que los caga a ustedes? Que encima quieren ser los buenos".
Es éste el modo en que la literatura puede hacerse cargo de la política sin dejar de ser literatura. No ser la vocera de un discurso ajeno, sino permitir que la propia narración derrumbe los discursos establecidos, discuta las posiciones en conflicto e instale la duda, para que el lector no pueda tomar partido sin cuestionar sus propias certezas.
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