La ofrenda a tres. Pequeñas perversiones de un mundo privado
Íntimo cuento coreográfico de Carlos Trunsky que se mete en la intimidad de un triángulo de relaciones expresadas con el lenguaje sensual de su danza
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La ofrenda a tres. Coreografía y dirección: Carlos Trunsky. Intérpretes: Sol Rourich, Matías Gallitelli, Teresa Marcaida. Música: Bach, Pablo Bursztyn. Vestuario: Jorge López. Iluminación: C. Trunsky, Julián Pinto. Próximas funciones: viernes 8, 15, 22 y 29 de julio, a las 20.30, en El grito teatro, Costa Rica 5459.
Nuestra opinión: muy buena
“Tres cuerpos, cuatro muebles, un amasijo de emociones”. El epígrafe no miente: de entrada, los intérpretes y los objetos que habitan el espacio escénico del pequeño teatro El grito están a la vista; en cambio, el tercer ingrediente de esta sucinta enumeración –una mezcla de incomodidad con perturbación, de deseo con exasperación, de ansiedad con éxtasis, y finalmente algo de compasión e ilusión– se juega en la intimidad de ese hogar y se transfiere de los personajes al espectador, que se lleva el “amasijo” en el cuerpo, tal vez un souvenir.
La ofrenda a tres, de Carlos Trunsky, se presenta como un “cuento coreográfico” a partir de “La ofrenda musical” de Bach. Mito, fábula o alegoría, la obra está basada en la relación de un trío, a partir del cortejo instintivo de una especie de Quasimodo subyugado frente a la presencia de una mujer elegante, con cierta autoridad, esquiva o entregada según el caso, y de una tercera persona, aparentemente menor y al margen, ensimismada, en tránsito hacia una revelación bestial (que puede verse también somo una rebelión). Sensuales y sensoriales, los tres se tocan, se lamen, se huelen, a la hora de expresar “pequeñas perversiones interpersonales”. En verdad quién es quién en esta colección de diálogos establecidos sobre un único lenguaje, el del movimiento, y qué es lo que están haciendo ahí, es una de las tantas variables abiertas a la interpretación. O a la asociación libre.
Coreógrafo de trayectoria reconocido en la escena de la danza como en la ópera y en el campo de la experimentación, Trunsky puede tanto reversionar un clásico para una compañía numerosa y hacer la régie de un título de repertorio con el despliegue de los mayores escenarios del país como crear en unos pocos metros cuadrados un mundo privado que acerca al espectador con la distancia del ojo de la cerradura.
Sin más contexto que la frase del comienzo, sin embargo, el carácter de los personajes es definido y sus características emergen a merced de la dirección de tres intérpretes que hacen una actuación notable. Con Sol Rourich no hay sorpresas: exintegrante del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, tras su retiro reciente y amén de otras apariciones, esta cita es el reencuentro cercano con una bailarina magnífica a la que uno no se resigna a dejar de ver. Muy dúctil, Matías Gallitelli, que en los últimos años tuvo diferentes participaciones en espectáculos independientes incluso en esta misma sala, y Teresa Marcaida, que desarrolló una interesante formación y carrera en el exterior, encuentran aquí una personalizada carta de presentación.
Pareciera que por primera vez los tres a la par, bajo una luz tenue que ilumina las miradas hasta apagarse, se encontrarán reunidos en torno de una mesa en la bellísima escena final.
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