La obra irreductible de Djuna Barnes
Alguien lo nombraba en una vieja encuesta a escritores sobre los mejores libros del siglo XX, entreverado entre los predecibles Ulises, En busca del tiempo perdido o Ficciones. A partir de ese momento El bosque de la noche, la novela de Djuna Barnes (1892-1982), fue pura expectativa, un ítem inconseguible. Cuando por fin di con un ejemplar, años después, fue en inglés (Nightwood) y en una edición que replicaba la tapa gris estadounidense, con tres hojitas casi abstractas, de la posguerra. La mesura contradice lo que hay entre las tapas.
"El bosque de la noche es para Siri Hustvedt, contra la versión de T.S. Eliot, “un carnaval tierno y obsceno”"
En 1937, cuando se publicó en Inglaterra, El bosque de la noche llevaba un prólogo de T.S Eliot. El poeta modernista –que lo editó en Faber&Faber– anota ahí que los libros que merecen presentación son aquellos que resulta impertinente presentar. Quería decir, es de suponer, que hay novelas que exceden la interpretación y tienen la resistencia de una obra pictórica. En todo caso, el texto de Eliot –deudor de una época– estableció la idea de que en el libro hay que buscar “la excelencia de un estilo, la belleza de la frase, la brillantez del ingenio y de la caracterización y un sentido del horror y de la fatalidad digno de la tragedia isabelina”. Eliot apunta a los lectores de poesía: “Una prosa viva –dice– exige algo que el lector de novelas corriente no está dispuesto a dar”. Y es cierto: solo que esa es la parte más cegadora del iceberg.
Todavía hoy El bosque de la noche sigue siendo, con sus espirales estéticas, una obra difícil. Djuna Barnes, por pura influencia de Joyce o por mejor saltar de máscara en máscara, cruza lo moderno de entonces con la retórica anacrónica y la oralidad, lo sublime con lo bajo. La trama transcurre en una París cosmopolita y bohemia, en la estela de la “generación perdida” del período de entreguerras, errante y dispendiosa. Sin embargo, una estrategia notoria –y debió de serlo ya en su época, Eliot o no Eliot– es que nada es por completo lo que parece: las representaciones fijas, incluidas las de género, están siempre entre paréntesis. Hay un médico, el doctor Matthew O’Connor, que aglutina la historia con sus extraños monólogos, pero el personaje que cataliza la acción tiene nombre epiceno. Se llama Robin Vote –”una chica alta con cuerpo de muchacho”– que irá sembrando una confusión destructiva entre los suyos (su esposo, su hijo) y las dos mujeres que se desviven por ella (Nora Flood y Jenny Petherbridge). A su manera, Barnes anticipa por décadas, sin la radicalidad ideológica declarada, a Teorema, de Pasolini.
El bosque de la noche –casi como una condena– llevó siempre adosadas como coraza protectora esas consideraciones de Eliot. Las incluye también la nueva edición en castellano de Seix Barral, aunque haciendo juego con un prefacio reciente de Siri Hustvedt, que, sin negarle al poeta su admiración, busca torcerle el cuello a esas líneas impregnadas “de ansiedad sexual y omisión”. Eliot –dice Hustvedt– quiere encajar todo en la tradición bajo la coartada poética eludiendo la revolución de ese “carnaval tierno y obsceno”, poblado de lo que para la época eran notorias desviaciones. La ensayista habla de “la cifra errante del flujo heracliteano que escapa a toda definición” o sostiene que Robin es “un cúmulo de confusión pronominal: ella, él, pero también ello”. También señala con perspicacia que ese final controvertido en que el personaje deviene bestia canina–que Eliot propuso eliminar– es una forma de oponerse a la ideología de purismo racial por entonces en avance. Que El bosque de la noche sea “un canto a la gente que el mundo desecha: los desposeídos, los descarriados, los herejes y los rebeldes” parece de parte de Hustvedt, enunciado de esa manera, una concesión a una era, la nuestra, en que todo libro malentendido debe mutar invariablemente en paladín de buenas intenciones.
Indiferente a esa batalla de prólogos, lo único seguro es que la novela de Djuna Barnes sigue y seguirá siendo línea por línea única, imposible de reducir a una fórmula.
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