
La obra de teatro que escribimos con Silvina Ocampo
En 1997, Marilú Marini estrenó en París La lluvia de fuego , un texto de Silvina Ocampo que, en verdad, había sido escrito en colaboración con el autor de El inocente . En esta nota, Hernández relata el divertido proceso de escritura de esa pieza delirante, hasta ahora inédita, de la que, se publican tres escenas.
HACIA el final de los años cincuenta asistí, con un grupo de escritores y periodistas, a una reunión organizada por Victoria Ocampo, en su quinta de San Isidro, para presentar a Lanza del Vasto, autor de la novela Judas (entre otras obras) y fundador de El Arca, comunidad religiosa seglar inspirada en el Evangelio y en las doctrinas de Gandhi.
Llegué un poco tarde a la reunión, y como no quedaba ningún asiento libre me senté en la alfombra, junto a otros invitados que formaban un semicírculo frente a Lanza del Vasto, también sentado en la alfombra, pero a la manera de los yoguis. El cuarto olía agradablemente a jazmines y a cera de lustrar pisos. Sobre una consola había un fanal de vidrio con pájaros embalsamados y fotografías en portarretratos de Virginia Woof, Tagore, Ortega y Gasset, T. S. Lawrence, Stravinsky y Ricardo GŸiraldes, la mayoría dedicadas a la dueña de casa.
Victoria Ocampo observó la hora en su diminuto reloj pulsera; luego, se puso de pie y pidió silencio a sus invitados: "Atahualpa Yupanqui -anunció- va a interpretar una pieza para guitarra, El llanto de la llama "; título que un ocasional y comedido traductor trasladó al francés como Le pleur de la flamme , convirtiendo el tema folklórico en una imagen surrealista.
Cuando el músico concluyó su actuación (¡Canciones de la Puna de Atacama en las barrancas de San Isidro!), oí a mis espaldas una vez nasal y temblorosa que me preguntaba: "¿Te gusta Lanza del Vasto?" Era Silvina Ocampo, la hermana menor de la anfitriona. En una oportunidad la había visto fugazmente mientras ella bajaba, y yo subía, la empinada escalera de la redacción de Sur . Un tanto sorprendido, contesté que no había leído absolutamente nada de Lanza del Vasto. "Yo tampoco -dijo ella-. Pero debe escribir bien porque tiene muy lindos pies."
Envuelto en un manto de lana que él mismo había tejido en un telar, el pelo y la barba prematuramente encanecidos, en contraste con su tez lozana y su apostura, Lanza del Vasto saludó a un periodista, que en vez de estrechar su mano la besó, como suelen hacer los fieles con los altos prelados de la Iglesia. Involuntariamente, miré hacia el lugar donde Silvina Ocampo había fijado sus ojos azules, algo saltones, empequeñecidos por sus lentes de miope. En efecto, los pies del escritor, casi descalzos en sus escuetas sandalias artesanales, eran los pies de una estatua. Pies de profeta, o de gladiador.
Volví a encontrar a Silvina Ocampo mucho después, en una exposición de cuadros de Basaldúa. "¡Qué buen pintor y qué excelente dibujante! -comentó entusiasmada-. ¿Has visto las ilustraciones que hizo para Los sonetos del Jardín ? ¿No? Entonces voy a regalarte un ejemplar de mi libro, así tendrás una idea de lo precioso que era San Isidro antes de que Victoria cortara las palmeras del jardín. Opinaba que ya no estaban de moda y las cortó todas. Un horror. Pasé varios años sin pisar San Isidro." Después, con afectada modestia, agregó que ella también tenía alguna facilidad para las artes plásticas y que había estudiado en París con Fernand Léger y Giorgio Di Chirico. "A veces tengo ganas de prenderle fuego a todo lo que he pintado y dibujado. Oiría las voces de los cuadros embellecidos al convertirse en memoria. Pero antes del fuego purificador, me gustaría dibujarte dentro de un óvulo. Perdón, de un óvalo -dijo, tentada de risa por la aliteración-. Dibujarte con un libro, o un caracol en la mano. ¿Cuándo podés venir a casa a posar?".
Empecé a ir dos veces por semana al departamento que Silvina Ocampo compartía con su marido, el novelista Adolfo Bioy Casares. Me recibía en su estudio, un cuarto amplio y luminoso en el que había estantes hasta el cielorraso, repletos de libros; un escritorio, un par de sillones tapizados de rojo, un piano vertical y un atril de pintor. Desde las ventanas se veían los gomeros antediluvianos de la Recoleta.
Mientras ella dibujaba, podía yo conversar, fumar, beber un pocillo de café o una taza de té, pero de ninguna manera acercarme al atril y espiar el retrato. "Si lo mirás se estropea, como la mayonesa" -decía-. A menudo me pedía que le hablara de Tucumán, provincia que no conocía y que había descubierto a través de algunos relatos míos publicados en la revista Sur . Además de sentido del humor, Silvina Ocampo poseía un notable don paródico que le permitía imitar a la perfección mi recalcitrante tonada provinciana de entonces y nombrar las calles de Buenos Aires como lo hacen en Tucumán, es decir, pronunciando únicamente el artículo femenino del sustantivo calle, tácito en el habla corriente. "De ahora en adelante, si me preguntan dónde vivo, voy a decir: en la esquina de la Posadas y la Schiaffino. ¡Parecen nombres de travestis!" -exclamaba divertida.
Pasaron varios meses y el retrato seguía inconcluso, pero en ese ínterin nuestra amistad se había afianzado. Imaginé que ella dibujaba con un lápiz sin punta, o que tal vez, nueva versión de Penélope, borraba por las noches el trabajo del día. Una tarde me anunció que había terminado mi retrato del óvalo. "Me gusta mucho -dijo-. Voy a extrañarlo cuando te lo lleves." Para consolarse de esa pérdida, había pensado en que quizá pudiéramos escribir juntos una pieza de teatro ambientada en Tucumán. "¿Qué te parece la idea?".
Así fue cómo empezamos a escribir con Silvina Ocampo una obra de teatro: La lluvia de fuego . En su estudio, sin el consabido atril, que fue reemplazado por un sillón de hamaca, inventábamos personajes mutantes, capaces de cambiar de profesión, estado civil, sexo o nacionalidad, según las alternativas de la obra; escribíamos y leíamos en voz alta los diálogos (que al día siguiente eran pasados a máquina por su secretaria), y representábamos algunas escenas. Silvina Ocampo hacía el papel de Adelaida, una mujer rica y sensual que tenía por hobby la cerámica artística y estaba enamorada de un muchacho de barrio, buen mozo y algo tarambana, a quien ella asesina y reduce a cenizas en su horno de cerámica. A mí ese final me parecía algo truculento, de modo que inventamos dos finales distintos como opciones para una eventual puesta en escena. No hace mucho me enteré de que La lluvia de fuego fue estrenada en París, en 1997, con Marilú Marini en el papel de Adelaida. Ernesto Schoo estuvo en el estreno y le pareció una pieza teatral deshilvanada, con ocurrencias ingeniosas y poéticas. Silvina Ocampo ya había muerto. Probablemente Bioy Casares, que sobrevivió a su mujer algunos años, haya entregado el borrador de la obra, sin molestarse en leerlo y omitiendo distraídamente mi nombre como coautor.
Con frecuencia, luego de trabajar en La lluvia de fuego , Silvina Ocampo me invitaba a comer. Además de su marido, eran habitualmente comensales su suegro, Adolfo Bioy, un señor mayor, pulcro y ceremonioso, de pómulos altos y bigote mustio, que vivía en la misma casa y parecía un mandarín; Georgie (así llamaban a Borges sus amigos íntimos), y Manuel Peyrou, narrador y periodista de La Prensa . En una ocasión, Borges quiso saber de qué trataba la obra de teatro que escribíamos en secreto con Silvina Ocampo, pero ella, que era supersticiosa, se negó "por cábala" a revelarle el argumento, no así el título, que a él le pareció demasiado lugoniano. "Te equivocas, Georgie -dijo Silvina Ocampo-. No tiene nada que ver con la destrucción de Sodoma y Gomorra del relato de Lugones. La lluvia de fuego es una inocente begonia que adorna los patios tucumanos." Lo sabía por mí, que había nacido en esa provincia.