La noche porteña
Linares transitó del imaginario histórico a temas nuestros como el tango y la milonga
La obra de Joaquín Ezequiel Linares refleja un contexto latinoamericano y nacional. Emergió de las situaciones localizadas y sedimentadas en el sur del continente, pero sin hacer una relación histórica de los hechos. Los interpretó a su modo con la intención de caracterizarlos. Sus largas estadas en Europa sirvieron para acentuar su porteñismo esencial y su estilo, de un tenor distinto del europeo. Tal vez por eso sorprendió admirativamente a quienes allá observaban sus trabajos. Una fantasía a lo García Márquez decidía lo que podía a primera vista parecer un exceso de la imaginación, aunque respondía a un sentido de la realidad que acentuaba lo evidente de ciertos comportamientos. Su larga figura y hasta la indumentaria acompañaban sus representaciones de una época en la que bailar era más que una acción tilinga de barulleros, una ceremonia introspectiva de complementación.
Practicó desde la abstracción más absoluta hasta la figuración más incontrastable, en ese orden. Siguió el camino inverso al de quienes a fuerza de ensimismarse en lo que se propusieron terminaron por alejarse de lo figurativo. Su argumentación estética estuvo sujeta a la influencia de los motivos. La vida misma decidió sus pasos aunque, en los últimos años, más que vivirla, la dejaba pasar. Aun en los momentos de mayor intensidad se lo veía controlado y tranquilo, como si no le interesase retenerla. El tiempo lo había vuelto nostálgico hasta la resignación, tal vez por la pérdida trágica de un hijo. Nunca se sobrepuso totalmente a ese acontecimiento.
Linares tuvo una vocación temprana. Comenzó a dibujar a los 13 años y, a los 15, publicó su primera carpeta. Hacia 1950 retomó el dibujo y empezó a desarrollar trabajos de tema muy definido.
No estaría completa esta evocación si no hiciese referencia al Grupo del Sur, tangente al informalismo. Se denominó así porque tenía los talleres en un viejo taller metalúrgico de Barracas. Lo integró en 1957 en un principio junto con Jorge Pérez Román (quien casi inmediatamente se fue para Europa), Carlos Cañás, Aníbal Carreño, que tenía su propio taller en Mataderos, y el escultor Leo Vinci. Se agregaron después dos pintores del interior, Mario Lozza (de Entre Ríos) y René Morón (de Río Negro). Todos pertenecían a una generación de la que el más veterano era Lozza (1922); los demás nacieron en la segunda mitad de los años veinte. La agrupación, si bien tuvo una proyección notable, no duró demasiado. Se deshizo en 1961, un año antes de que Linares se radicase en Tucumán, donde pasó gran parte de su vida y recientemente se quedó para siempre. Si pensamos en que nació en 1927, tendría entonces unos treinta y cinco años. Allí empezó la serie del virreinato, una de las más celebradas y recurrentes de toda su producción. Los personajes iban de lo grotesco a lo tenebroso; había crítica en los enfoques. Se radicó después de viajar por Europa con una beca del Fondo Nacional de las Artes y de mostrarse en Brasil, donde participó en la Bienal y expuso en los museos de Río de Janeiro y de San Pablo.
Tuvo a su cargo la sección pintura de la universidad local, donde lo respetaron alumnos y profesores por la natural ascendencia de su talento y de su comportamiento comprensivo.
Practicó el dibujo como un género autónomo. No creía que éste sirviese para vertebrar las formas con el fin de sostener una pintura. Era lo que era y tenía valor como tal. Si alguna vez el tema le inspiraba una pintura, sólo servía de arranque; nunca como trabajo preliminar sobre el que se consolidaba el color. Se negaba a la repetición.
En 1971 residió un año en Europa y en 1980 se afincó en España. Desde allí vigilaba lo que ocurría en nuestro continente. Buenos Aires, sobre todo, estaba presente en ese tiempo de expectación que le mejoraba la percepción de nuestras características.
Algo de costumbrismo hay en sus imágenes porque, más allá de los rasgos circunstanciales que las identifican, tienden a reflejan arquetipos. El engominado Arolas , con su bigote marcando las ocho y veinte y concentrado en el bandoneón, o El Negro Raúl , más allá del poder evocador que tienen como retratos individuales, caracterizan una tipología argentina interesada en los lujos de la noche y de la milonga. Como la Niña bien , el sonriente hombre de La Bohemia dorada , La billarista semidesnuda o la bailarina de Entrando a la pista , son ejemplares muy nuestros. Sus personajes tienen la intensidad de lo nocturno. Las mujeres calvas pasan de la sensualidad provocativa a la elegancia; los hombres con sombrero, de la afectación compadrita a la vistosidad.
El dibujo, de línea larga y sinuosa, concreta las formas acompañado por áreas de color que ayudan a definir el clima, a menudo prostibulario. Contorneaba las figuras envolviéndolas, como si acariciase sus límites, hasta encerrarlas en el dibujo, donde predominaban las curvas, como en el barroco.
La fama de Linares no fue multitudinaria, pero tampoco, secreta. Sin soberbia, en cierto modo involuntariamente, impuso en el noroeste una especie de liderazgo intelectual; desarrolló su obra y fue reconocido. Era, hasta cierto punto, el eje de una popularidad que no tuvo en Buenos Aires, más distraída con sus ajetreos de gran ciudad. Sus pares y los conocedores saben que rescató satíricamente el poder de la crítica con la representación de ángeles militares, presidentes, o figuras de la magia y del circo; saben también que tuvo un irrenunciable sentimiento de lo popular. A medio camino entre lo cotidiano y lo mítico, los seres de sus trabajos tienden a transformar en fábula los avatares de la noche. Pero no son imaginarios, como los caballos alados de cierto coronel. Su acción tiene el valor de una reflexión existencial.
Lo arrasó la tristeza de su imaginación retroactiva. Pero fue un práctico sencillo más que un cansado intelectual en juego con las tribulaciones de la soledad y la memoria. Ojalá quede en el recuerdo como uno de los grandes artistas del continente; su obra lo justifica.