La nave Alvear
1928-2004
El afán de diversión, el rasgo más singular de la Belle Époque, generó una nueva arquitectura. Los argentinos ricos en 1900 le demandaban novedades al mercado hotelero local, de acuerdo con lo que veían en sus interminables viajes por el mundo. Inspirado en los Ritz de París y Londres -que fueron modelos a seguir durante muchas décadas-, el Alvear conserva de ellos su forma alargada, con salones en punta, como en los barcos, pero -por influencia norteamericana- es mucho más alto y agrega un Roof Garden para fiestas, banquetes y bailes, a modo de una cubierta siempre lista para la jarana.
El Alvear es el último gran hotel que se sueña a sí mismo como un barco navegando en el eterno océano del lujo. Semejante viaje onírico, que por suerte no terminó como el del Titanic, comenzó hace más de un siglo, cuando las aguas de la hotelería estaban surcadas por otras corrientes. En aquel entonces, este género arquitectónico estaba regido por los códigos victorianos. Se trataba, en general, de edificios inspirados en barracas militares: tres, cuatro o, a lo sumo, cinco pisos, cuartos sin mayor confort, uno o dos baños por planta para cubrir las necesidades de muchas más habitaciones y nada pero nada de agua corriente. Un conjunto, en fin, que difícilmente podría invitar a que el viajero se sintiera como en casa.
Qué curioso: el afán de diversión, el rasgo más singular de la Belle Époque, generó nueva arquitectura. Por no decir una revolución. La comandó César Ritz, un suizo que hizo carrera como empleado de hoteles en distintos países europeos y, sobre todo, en Francia. Persona muy observadora, allí aprendió todos los secretos de lo que pretendía la clientela y de lo que pasaba bien y de lo que pasaba mal en esta singular clase de negocio non stop. Y hubo otras fuentes de conocimiento, parece que más carnales. Con humor resignado, Marie-Louise Ritz cuenta en "Anfitrión del mundo", la biografía sobre su esposo, que monsieur aprendió mucho de lo que la nobleza pretendía para su alojamiento cortejando a cuanta aristócrata rusa (y no rusa) se le pusiera a tiro.
De esos mismos círculos de poder salieron los financistas que, en 1895, aportaron los fondos para que Ritz se largara a la construcción de su propio hotel, que se inauguraría tres años después y que sería el modelo a seguir durante muchas décadas. Más que un solo proyecto personal, el Hotel Ritz fue el resultado del trabajo minuciosamente elaborado junto con el chef Auguste Escoffier y el arquitecto Charles Méwés. El primero era un gran innovador en el ámbito de la haute cuisine francesa y el segundo, un alsaciano de ascendencia báltica formado en la Escuela de Beaux Arts de París. Si semejante conjunción creativa se desarrollara en la actualidad, hablaríamos, algo pomposamente, de los beneficios de la transdisciplina.
La búsqueda apuntó a reflotar el savoir vivre característico del siglo XVIII francés. Trasladaron ese espíritu al diseño y a la arquitectura, a los espacios y a las formas, y sobre todo a los modos de articulación de los distintos componentes. Así, con ese sello, construyeron los salones de recepción en fila, uno detrás de otro. Las suites y las habitaciones estaban provistas de antecámaras y baños; y todos los sistemas de circulación fueron pensados para que por un lado fluyera la servidumbre y por otro la clientela. Además, tenía la mejor vajilla (original) y el mejor servicio de mesa y de cuartos. Todo -todo- estaba obsesivamente pensado y diseñado, casi como si se tratara de una gran representación teatral o como si estuvieran embebidos del espíritu Art Nouveau que ganaba espacios con celeridad.
La inauguración devino en boom. El imprevisto "promotor" fue el futuro rey Eduardo VII, hijo de la reina Victoria de Inglaterra. Estaba fascinado con el Moulin Rouge, con sus bailarinas y con el Ritz. Tanto que es a instancias de él que inversores ingleses contratan al "triunvirato" hotelero para construir el Ritz de Londres. Otro príncipe que también se divertía en París, Alfonso XIII, usaría todas sus influencias para levantar la sede de Madrid. Junto con el nuevo siglo crecía el mandato de que cada capital o ciudad importante tuviera un "gran hotel" a la altura de la élite que se daba la gran vida. En consecuencia, la marca Ritz se extendió a la categoría de género arquitectónico y, un poco antes o un poco después de la Primera Guerra, se inauguraron el Grand Hotel (Roma), el Excelsior (Milán), el Pierre (Nueva York), el Waldorf (Londres) el George V (París) y el Palace (Madrid). Todos ellos adoptaron el supercombo de la sofisticación y la elegancia: la arquitectura del siglo XVIII francés.
Ese estilo clasicista se hace moda en la órbita social de más alto rango: la nobleza (en ejercicio o en el exilio) y los banqueros, los estancieros argentinos y los tycoons norteamericanos, los marhajas y los jeques. Todos ellos, cada uno a su modo, revivían casi alucinatoriamente los días felices de la corte de Versailles, quizá porque intuían que su propia guillotina estaba por caer en cualquier momento. Y no se equivocaron, porque al poco tiempo estallaría la Primera Guerra. Hasta tanto llegara el principio del fin, la consigna era pasarla lo mejor posible encerrándose en el tránsito festivo que iba de los grandes transatlánticos a los grandes nuevos hoteles.
Ese circuito tenía consonancia perfecta, sobre todo si se toma en cuenta que los mismos inventores del estilo Ritz, el arquitecto Méwés y sus asociados, también realizaron los interiores de las naves de las más importantes líneas marítimas, tales como la británica Cunard o la alemana Hamburg-Amerika, además del Titanic entre tantos otras naves. Eran hoteles sobre agua. Por otra parte, estos profesionales del "design" fueron pioneros en el desarrollo de un modo muy actual de trabajar y de vender. Tal como sucedía entonces con las tiendas y las casas de decoración con sede central en París, tenían asociados en diversas ciudades, para llevar a cabo proyectos de "marca". En esta suerte de globalización precoz, también pesó el afianzamiento de los nuevos medios de transporte y de las comunicaciones. Las clases altas de todo el mundo viajaban cada vez más. Además de los paquebotes, contaban con trenes como el Orient Express o el Transiberiano. También despuntaban el auto y el avión. El público recién cambiaría hacia mediados del siglo XX, cuando la nobleza le dejó paso a la burguesía enriquecida o a ese nuevo jet-set (estrellas del cine, del rock y del pop art, celebrities varias, ejecutivos y tecnócratas) que coparía los aviones. Los clubes "Ritz" servirían sin demasiados cambios hasta fines del milenio que es cuando la estética se recicla. Es la que propone la nueva hotelería, la de las grandes cadenas, saturada de aire acondicionado, luces dicroicas, bronces barnizados y pisos de mármol plastificado. Son construcciones del estilo Ritz que, en realidad, salieron más parecidas a Disneylandia, con diseños que perdieron el sentido de la proporción, la escala o la gracia características de los hoteles de la primera mitad del siglo XX.
Ya no quedan muchos Ritz en pie y en estado original. La mayoría fue total o parcialmente remodelada. La lógica de la ingeniería económica y financiera los demolió o los reconvirtió. El Hotel Alvear es un saludable sobreviviente. Tuvo un azaroso proceso de diseño en el que participaron varios proyectistas. Según algunas fuentes, hubo un anteproyecto básico concebido en París por profesionales franceses. Luego fue reelaborado en Buenos Aires por el arquitecto Valentín Brodsky, quien contó con la colaboración del arquitecto Estanislao Pirovano y de la firma de ingenieros Escudero y Ortúzar. Posteriormente también intervinieron los arquitectos Medhurst Thomas y G.E. Harris. Además, participaron decoradores franceses y argentinos.
Los argentinos ricos de 1900 le demandaban novedades al mercado hotelero local, de acuerdo con lo que veían y vivían en sus interminables viajes por el mundo. Pretendían algo que superara al Plaza, de estilo victoriano tardío, construido por los escandinavos Tornquist y diseñado por un arquitecto alemán que había trabajado siempre en Nueva York. Pero el problema es que no tenía nada de clasicismo francés tan deseado (sólo después se aggiornaría).
Inspirado en los Ritz de París y Londres, el Hotel Alvear conserva de ellos su forma alargada, con enfiladas de salones como en los barcos, pero es mucho más alto y tiene más del doble de pisos. Esto se hizo así por influencia de los rascacielos de Nueva York. Lo mismo sucede con el Roof Garden, que permite ver el verde que se extiende desde Plaza Francia hasta el Delta, con la visión panorámica característica de esos hoteles yanquis que tienen sus salones de fiestas en las alturas. El Alvear los tiene en la planta baja y en las terrazas. En este punto, como en tantas otras cosas, aparece la mirada amplia de los porteños, que ponían el foco en Europa pero también en los Estados Unidos. Fue hacer realidad el sueño de abrir aquí un "club" de fiestas, banquetes y bailes, de salir a una cubierta siempre lista para la jarana. El marco era el mismo, con las fachadas de estilo francés, los grandes salones dieciochescos y las habitaciones y suites que originalmente eran de un sobrio estilo Art Déco, exacerbado en el dancing del subsuelo y coronado con el neocolonial en el Roof Garden. Pero no se trató de una "movida aislada". El Hotel Alvear se inscribe dentro de una tradición arquitectónica porteña que supo mirar a todo el mundo y recrear los últimos grandes ejemplos, las últimas y más sofisticadas piezas de diversas sagas arquitectónicas. Son los casos del Teatro Colón, el silo Bunge y Born y el Palacio del Congreso, entre mucho otros.
El Hotel Alvear fue un buen cóctel creativo que dio como resultado el último bombón de la caja Ritz. Es el que resume el savoir faire y, también, el know how del arte de hacer hoteles nacido hacia 1900. Dicho de otro modo, es también el eslabón final que condensa la experiencia acumulada en diversas partes del mundo. Aún hoy caminar por la larga enfilada de salones es como darse un "baño de Ritz". Consejo final para curiosos: mejor todavía si ese paseo gratuito tiene lugar cuando la orquesta hace sonar "Bailando en el Alvear".
Las fachadas del paquebote
Como todo el Buenos Aires construido entre 1880 y 1950, el Alvear tiene cara de símil piedra. Este revoque es fruto de la inédita combinación franco-italiana que definió el carácter de nuestra ciudad. La escasez de piedra y la premura por trazar una imagen y una tradición inexistentes hicieron que un estuco trabajado por diestros inmigrantes italianos se convirtiera en ilusión de colores, texturas y brillos, creando un espejismo de la piedra de París. Este arte y esta técnica tienen secretos hoy casi perdidos. Superficies lisas como sillares de piedra, cornisas con desniveles y relieves ornamentales, cada parte tenía su procedimiento constructivo singular. El fin buscado era que el material soportara la intemperie y envejeciera como la piedra verdadera. Pero el smog de autos y chimeneas, las limpiezas agresivas con arena a presión y las pinturas sobrepuestas fueron haciendo desaparecer la ilusión original. Estas cáscaras, petrificadas como paredes de castillos de arena, son frágiles escenografías al aire libre y requieren de grandes cuidados para evitar su degradación.
Verdadera piel del edificio, su conservación requiere de fármacos, microcirugías, inyecciones, lociones protectoras y viseras. Estos tratamientos son los que las fachadas del Alvear están recibiendo por parte de un equipo especializado. Y como los edificios a la francesa tienen piel pero también cabellos, las mansardas de pizarras, que están un poco ajadas, también están siendo restauradas, incluyendo las diademas de zinc perdidas. El Hotel Alvear, fiel a su prosapia, se viste como lo hizo para la fiesta inugural hace más de setenta años.
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