La música que se escucha hoy
Cuando estamos solos, si nadie nos ve, nadie nos oye, con Ezequiel hacemos algo que dijimos que no íbamos a hacer pero que no podemos evitar: nos parecemos a nuestros padres. En el auto durante un viaje, un trayecto largo sin semáforos (seguro la ruta, la ciudad no nos deja), cuando salimos a caminar, decimos eso que en otros lugares quizá callamos. Debería haber estudiado otra carrera, por qué las chicas salen a bailar en invierno con tan poca ropa, ¿no tienen frío?, para qué fuman tanto, no es necesario emborracharse para pasarla bien, no se entiende lo que dicen.
Últimamente estamos repetitivos (también como nuestros padres) y le dedicamos mucho tiempo a la música, a la música que se escucha ahora y que hacen jóvenes veinteañeros, a esta música que no para de sonar en las radios, en la televisión, en los boliches, en las redes, esta música que suena tanto que parece toda una, que suena con videos de cualquier cosa, con videos de pasitos que hay que hacer sí o sí, esa canción que nos hace acordar en algún punto al “Provócame” de Chayanne en los 90 que decía “libérate de una vez, ten valor” y entonces clap clap de puñito arriba a la derecha, clap clap de puñito abajo a la izquierda, pulgar de la mano derecha por encima del hombro, lo mismo del otro lado, onditas para arriba y dos palmas.
Repetimos que es una cagada, lo mismo que repetía mi madre por aquellas tardes en que yo me encerraba en mi habitación de esa esquina de Lomas de Zamora y prendía el discman que me habían comprado, le enchufaba los dos miniparlantes y ponía en ese artilugio muy de mi padre al volumen más alto que podía “No lo soñé”, de Diego Torres, y después una y otra vez “Wonderwall” de los hermanos Gallagher, que eran oasis entonces y para mi madre ni a los talones les llegaban a The Beatles. Repetimos que es una basura y me desconozco, pero me veo ahí, reflejada, yo como ellos, yo soy ellos, yo, ellos. El otro día incluso me atreví a ser malvada y sobre la música de ahora dije además algo así como que en los temas los que cantan tienen que decir sus nombres, quiénes son, mientras cantan porque si no nadie los reconoce. Ezequiel se rio.
Me quejo pero no me gusta. Vivo en lucha con eso que no quiero ser. Quiero entender todo, quiero aceptar todo, quiero buscar lo lindo en todo. Los escucho igual, los entiendo poco, no los disfruto. El ritmo duro, un poco seco, desalineado; esas frases “en el mercho escuchando Fercho”, “yo estoy mejor, aquí con la mía”, “mientras va al party sube un video”, “te bloqueé de insta pero por otra cuenta veo tus historias”, “las gata’ se ponen fuerte y no van al gimnasio”. Entiendo a Wos, a Billie Eilish, a Harry Styles (por supuesto). Pero después este presente me deja tan sola. Me convenzo de que se está perdiendo algo, algo no es como antes, pero eso también era lo que afirmaban mis padres. Rosalía me gusta, me pone un poco de buen humor, pero el día avanza y empiezo a sentir un agobio, como si en segundos alguien me tapara los ojos, me tapara la nariz, me tapara la boca y entonces tengo un espasmo y debo volver. Pongo a George Harrison, a Liam, a Calamaro.
Me niego a decir que la música de mi época era mejor. El piano de Fito Páez, la voz de Luis Miguel, las letras de Spinetta, el Auto-Tune inexistente. No quiero hablar así. Debe ser otra cosa. Quizás el problema sea una barrera que no se ve pero que está y que no me permite disfrutar de estos temas porque no me corresponden. Quizá solo estoy celosa y por eso critico. Que la música que se escuche en todos lados no me guste es el principio de algo. Hay un centro, un cetro, que ya no es mío. Qué maldito este tiempo, el paso del tiempo, los años. Nos quita hasta el gusto.
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