Alta Fidelidad. La música ha muerto: que viva el iPod
De la vitrola y el mp3 a las no-cosas del filósofo Byung Chul Han
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¿Las máquinas pasan los artistas quedan? No tanto, al menos en la era digital. Mayo de 2022 pasará a la historia como el día en que se vendió, al menos en una tienda oficial y no en el mercado secundario, el último iPod. Es el fin absoluto de una era, la de la evolución de los dispositivos pensados para reproducir la música grabada y hacerla (cada vez más) portable: de la vitrola de la belle époque a este minúsculo y apolíneo aparato en cuyas formas inmejorables se consumó la utopía de los archivos mp3. Mil horas de música, como habían profetizado Los Abuelos poptimistas de los 80, sin parar (al menos hasta que la batería dijera basta). El sueño de Marie Kondo, una discoteca entera que apenas necesitaba de un bolsillo y un par de auriculares, adiós al vinilo, el magazine, el casete: desde 2001, todos los formatos en uno. Hasta que en la cadena evolutiva apareció el streaming y las playlist mataron al héroe de Apple. Como lo puso Rob Sheffield esta semana en Rolling Stone el iPod fue el último dispositivo pensado sólo para escuchar música. Cuando le tocó brillar como novedad también se advirtió sobre su poder apocalíptico: un soporte de información en lugar de música. La aceleración digital hace que ahora Sheffield lo despida con el tono romántico que se le dedicaría a una obra. “Escuchando desde el iPod estabas fuera de la red. No estás siendo rastreado, medido, contado, calificado, tus datos no están siendo rastreados. No es el negocio de nadie más excepto vos y tus canciones”. En su ocaso, la pequeña máquina deviene artefacto disidente: una cosa que aísla y pone a refugio de los centinelas del big data.
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En el insospechado best seller No Cosas, Byung Chul Han reflexiona sobre la necesidad del tacto en la sensibilidad humana y, en consecuencia, de la persistencia empecinada de las cosas en un mundo empujado a lo no-físico. Más allá de su pesimismo (“último tango” lo describió el teórico de la comunicación Carlos Scolari) lo que viene a cuento ahora es esa coda inesperada de su ensayo en la que da con los últimos fabricantes de juke box en un pueblo de Alemania. Cosa desmesurada la rockola que definió la cultura joven de los años 50 (su forma y mecanismo es inseparable de la idea del rock and roll) y a la vez ancestro del iPod caído en combate en 2022. Para Sheffield el iPod fue más “una forma de vida” que definió nuestro presente en modo shuffle antes una juke-box portátil. ¿Exagera? No tanto. La compresión del mp3, el sistema para compartir archivos de Napster y el iPod consumando su tiempo en un objeto fueron tan o más decisivos que cualquier estilo musical después del suicidio de Kurt Cobain o el establecimiento del hip hop como lingua franca. El iPod cambió la lógica espacio-tiempo de la música haciendo posible que su rueda mágica posmoderna fuera y viniera del presente al pasado de la música sin distinguirlo. Su aparición terminó con dispositivos previos deficientes a los que se devoró sin piedad. Tuve uno de esos genéricos a los que se llamaba “mp3″ al que trataba con desprecio altanero tras haber pasado por la experiencia del vinilo hi fi, el walkman y el discman. La lógica del iPod se correspondía más con la generación de mi hija alimentada entre Aspen, la discoteca de la casa y la música de su tiempo. Así, le tocaría descubrir el jazz y el baile por Amy Winehouse que encarnaba la reacción de la cultura (volver a las orquestas, grabar en grandes estudios) a las no-cosas o las cosas muy pequeñas como el iPod. Le pregunté esta semana si todavía usaba su iPod nano, el más minúsculo de todos. Como si fuera Rob Sheffield me dijo que sí, que a veces le molesta escuchar música en el teléfono y que lo tiene cargado con Pet Sounds (Beach Boys, 1966) y The Velvet Underground & Nico (Velvet Underground, 1967) para sus viajes eternos a Ciudad Universitaria. Frizado, como Walt Disney, su nano quedó reservado como repositorio de dos clásicos de los 60. Extraño.
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El réquiem de Sheffield invierte la pregunta del principio. Es probable que muchísimos artistas contemporáneos del iPod pasen, olvidables, y el culto a esta máquina encuentre un futuro en una tribu retro digital. El asunto es cómo encontrar marcas identitarias en esos dispositivos. Se podrían estudiar las carpetas cargadas pero, claro, al ser virtuales no tuvieron la posibilidad de dejar pistas. Es la ventaja que tienen las cosas (libros, discos) usados. En mi última visita a la feria de discos usados de Parque Centenario di con un objeto que dice demasiado. Una copia de Mardi Gras, el último álbum de Creedence Clearwater Revival. Desde que empecé a escuchar música (hacia 1979) nunca tuve un disco de CCR excepto el best seller Cosmo’s Factory, pero solo la tapa, sin el disco, pegada en la pared de mi habitación como un póster. Era un objeto encontrado en la calle. Compré Mardi Gras el domingo solo por una etiqueta amorosa pegada en el centro del plástico negro: una delicadeza con estilo art nouveau que dice Disquería Mary-Kar. Perfumería-jugetería-regalos. Av. Cadorna 1909. Wilde. Como arqueólogo pop esto es evidencia de la penetración geológica que CCR tuvo en la provincia de Buenos Aires. El grupo que perforó la capa media del rock hacia abajo.
Aquí no me interesa la música sino la cosa, el disco ese con la etiqueta esa vendido y comprado por alguien en la Avenida Cadorna (hoy Las Flores) de Wilde. Y no es que no me interese Creedence, todo lo contrario, sino que nunca tuve sus discos porque sus canciones se escuchaban como en un iPod ambiental, en modo shuffle en la radio, los cumpleaños, los casamientos, los colectivos, en un boliche de zona norte o en Mary-Kar de Wilde. Como un artefacto social, sí.
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