La mujer que vuela
Simone Biles es única. Cuando se para en el centro de cualquier gimnasio es como una pequeña sombra rodeada de sol o un ovillo de hilos de oro de esos que podrían aparecer en los cuentos infantiles para bordar el vestido de quien pronto será princesa. Una ráfaga perdida o una luz que avanza con sus destellos, pequeñas piedritas de Swarovski que no escriben nada en el aire pero sí dicen, dicen miren acá, sigan este trazo que se forma en brillo, no es cosa de todos los días.
Ella no es cosa de todos los días. Aunque engañe, aunque cada vez que se pare erguida en la esquina de una colchoneta para hacer de nuevo algo que si no se ve lento no se entiende, no se explica, haga pensar que todo es simple, que no hay esfuerzo, no hay trabajo, no hay constancia. Que ella es eso que hace. Que llegó al mundo para hacerlo. Para pararse en esa esquina, levantar apenas los talones y así marcarle al cuerpo la dirección, correr unos diez pasos y llegar al piso con las manos y hacer un rondó, un flic flac y un salto mortal que solo ella hace, nadie más pudo, un elemento que lleva su nombre, un triple doble: dos vueltas y tres giros en el aire. De abajo arriba y desde arriba hacia atrás, hacia atrás y también a la derecha, una vez, dos veces, tres veces y luego al suelo. Eso. Todo junto como un soneto. ABBA. ABBA. La rima en las piernas y el torso que bien podría ser de mármol, parte de un museo, pero que está allí, junto a esa cintura, la comandante de las fuerzas, los hombros, los muslos, la fuerza en cada parte debajo de la piel para que quien mire, quien la pueda ver en vivo más aun, ahí a metros, entienda que ella por supuesto que no es cosa de todos los días.
Ella, vestida con una malla de mangas largas y los colores de la bandera de su país en tono joyería, rojo, azul, blanco, se para en la esquina, levanta apenas los talones, corre y hace un rondó, un flic flac y toca las estrellas. Se separa casi tres metros de la tierra y convence de que todo es simple, no hay esfuerzo, no hay trabajo, no hay constancia. Que ella es eso que hace. Que llegó al mundo para hacerlo.
Simone Biles es única. En Estados Unidos camina por cualquier lugar y desata escenas. Le piden autógrafos, le piden una foto, le dicen “por favor Simone, vení, saludá a mi hija, ella tiene 5 años y sueña con ser como vos”. Parece la cantante Britney Spears en 2001. Simone tiene 27 años y es única porque es la gimnasta más condecorada de toda la historia de todos los países. Nadie consiguió lo que ella: once medallas olímpicas, 23 oros en mundiales y cinco elementos con su nombre. Dos en suelo, dos en salto y uno en las barras asimétricas. Simone es tan única. Y además toma decisiones en el aire: atrás, a la derecha, hacia arriba, atrás de nuevo. Quién pudiera eso.
Pero hay más en Simone y es que Simone vuela. Hace lo que no se puede. Cada vez que salta el caballete, que arma una rutina de suelo, que se extiende en la viga, que toma las barras asimétricas con las manos, pasa el tiempo bien arriba, lejos del suelo. Es brutal. Simone se separa de la tierra como si lo eligiera, con toda la impunidad en su metro y cuarenta.
Simone es única porque vuela y con ella vuelan por los aires la lógica, todos los dichos de la infancia, las certezas, las barreras, los noes, uno tras otro, las convenciones, las convicciones, las obligaciones, la lista de los pendientes, la de los fracasos. Simone vuela, por eso es única, por eso encanta. Salta en un espagat y es como ir a la iglesia. La malla es su sotana y la fe que brota como agua bendita del suplés hacia atrás.
Simone vuela y aliviana. Por eso no se puede dejar de verla. Simone una vez, otra, de nuevo. En París, en donde sea. Es como si lo hiciera por el otro: Simone es solidaria. Hace pensar que si ella pudo lo que no se puede, el resto también.
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