La mujer que nació a los 54 años
Ella dice que “hizo todo tarde”. Habrá que ver.
Julia Funai se casó a los 15 años con un hombre que casi le doblaba la edad. Eran fines de los 50, y ella adjudica muchas de las cosas que le pasaron a su ascendencia japonesa y a la severidad de su entorno familiar. Pero habrá que ver si su historia no se parece a la de innumerables mujeres que recién de muy adultas le pueden poner nombre a los miedos que tuvieron de chicas.
En su caso, les puso nombre, los revisó del derecho y del revés, les dijo “adiós, adiós” y se construyó una vida nueva a una edad en la que muchos hubieran decidido ir colgando los guantes.
“Estuve casada de los 15 a los 54 años”, cuenta. “Fui una madre y un ama de casa intachable”, describe. Pero agrega: “Era tímida y obedecía por miedo”, Entonces recuerda la zona de sombras: años que se iban desgranando sin sobresaltos, dos hijos hermosos, una casa en la que todo se hacía tal como se debía hacer... y una subjetividad que de a poco se le iba angostando. “Yo me dediqué a los hijos, a ser buena gente. A no soñar”, dice Julia, que en agosto cumple 80 y posee una belleza luminosa. Cuenta cómo se le hizo costumbre tenerle miedo al padre de sus hijos; cómo él la fue alejando de sus amigas y su familia; de qué manera un buen día se dio cuanta de que algo así como un vacío enorme le había inundado el corazón. “Ni estudios, ni hobby, ni amigos, ni familia”, enumera. Tampoco hablar, porque sus palabras a veces molestaban al marido. Ni vestirse, porque la ropa se la elegía él.
Afines de los años 90 enviudó y el vacío que tan silenciosamente se había forjado sobre ella le estalló en la cara como una bomba. Estaba sola. El mundo, allá afuera, se movía, bullía, aceleraba. Ella, dentro de las sólidas paredes del hogar, no tenía a nadie (ya había visto partir a sus hijos, convertidos en talentosos profesionales). Jamás había tenido una cuenta bancaria propia. Se había olvidado de lo que eran los circuitos de amistad. Tampoco recordaba qué cosas le gustaban. No podía apresar nada que estuviera más allá de las obligaciones domésticas.
“Tuve miedo toda la vida; al enviudar, tenía miedo de todo”, cuenta. Le llevó un año tomar fuerzas y salir, cada domingo, a tomar un café sola. Me la imagino: una mujer tímida, vestida con esmero, camina por las calles de Flores, abre la puerta de una confitería, llama al mozo, pide un cortado. Y en cada uno de esos gestos –chiquitos, como suelen ser los gestos de las vidas comunes– late una pulseada decisiva.
Porque domingo a domingo, café tras café, fue encontrando dentro de sí algunas voces dormidas. Recordó la fortaleza de su madre, las clases de danzas japonesas e ikebana que daba su padre. Decidió que ya era tiempo de dejar de llorar. Tenía 54 años y, por primera vez, se compró ropa. La que ella quería. Y empezó a tomar clases de pintura japonesa y técnicas mixtas.
"Domingo a domingo, café tras café, fue encontrando dentro de sí algunas voces dormidas. Recordó la fortaleza de su madre, las clases de danzas japonesas e ikebana que daba su padre. Decidió que ya era tiempo de dejar de llorar."
“Yo a los 54 años nací”, me dice y enumera los hitos de su curriculum: fue alumna de la acuarelista Lola Frexas, expuso en el Jardín Japonés, participó en una clase magistral en el IUNA, comenzó a dar clases por las suyas y construyó una red de alumnos que la adoran.
En su casa, además de las pinturas de caballete, pintó unos murales enormes, donde los peces koi se entreveran con cañas de bambú, montes lejanos y un tipo de trazo que abreva tanto en Oriente como en Occidente. “Inventé mi propia manera de hacer acuarela”, dice Julia con sonrisa de niña.
En 2021 decidió dejar de firmar sus pinturas con el apellido de casada. Hace unos años comenzó a tomar clases de canto y organizó, en el Nikkei Senior Club, el grupo “Canto mal” para gente con ganas de soltar la voz por puro gusto.
Se ríe con ganas, con la fuerza de los veinte años que alguna vez tuvo y que, por obra y gracia de sus ganas de vivir, vuelve a tener ahora, cada día.