La metamorfosis, según Bruno Latour
A los filósofos se los despide por lo general de manera sumaria. La muerte de Bruno Latour (1947-2022) tuvo la casualidad, nunca más justa, que coincidió con una nota aparecida en este diario sobre su último libro, ¿Dónde estoy?, una guía para habitar. La escribió Ana María Vara, y en ella explica a fondo las ideas de este pensador y antropólogo francés que, centradas en la biología, tienen un rango inevitablemente ecológico.
No fue la temática el único interés para que la noticia de su adiós me encontrara leyendo –puro azar también– el libro. ¿Dónde estoy? se inspira en La metamorfosis, uno de esos señuelos kafkianos que me atraen como una polilla a la luz.
"Como Gregor Samsa, también nosotros un buen día nos despertamos y nos descubrimos otros"
Para Latour, la pandemia y el confinamiento son una metamorfosis: como Gregor Samsa, también nosotros un buen día nos despertamos y nos descubrimos otros. No nos vimos estrictamente, como el personaje de Franz Kafka, convertidos en un insecto monstruoso, pero sí compartimos con él una angustia radical. Imposible disfrutar ya del sol sin pensar en el cambio climático, dice Latour. Imposible ver árboles meciéndose al viento y no sentir miedo de que terminen secándose. ¿Observar los campos de trigo o las amapolas que pintaron los impresionistas? Hace tiempo que no existen debido a la política agrícola de la Unión Europea. Después del cimbronazo del Covid, sabemos que somos responsables de las contaminaciones que nos amenazan. Observar la luna, anota Latour, es el último espectáculo que queda porque, al menos de momento, somos inocentes de su movimiento.
Kafka nunca dice en qué insecto particular se convierte Samsa, aunque lo imaginemos escarabajo o cucaracha. Para salir de nuestro desconcierto y no esperar el reestablecimiento del mundo previo, letal para la vida del planeta, Latour propone pensarnos como esas hormigas que viven en simbiosis con las especializadas Termitomyces y son, según su entender, un modelo de confinamiento: construyen su termitero, “esa Praga de arcilla”, escupiendo bolitas digeridas por ellas mismas, y cuando se aventuran fuera de su espacio lo hacen extendiendo ese “exoesqueleto” -así como la ciudad es el “exoesqueleto” de los seres urbanos, que llevan sin saberlo adonde vayan- con una precaución digna de imitar. Dicho de otra manera: también nosotros vivimos confinados, solo que en los márgenes superficiales que nos tocan de la Tierra.
Pero volvamos a Samsa: vuelto insecto, Gregor es despreciado por los suyos, que no saben qué hacer con él. La familia se comporta con la vieja confianza de ser los únicos dotados de consciencia entre cosas inertes. “Solo se cuentan como vivos a sí mismos, además de a sus gatos, sus perros, sus geranios y quizás el parque al que van a pasear, después de tirar a Gregor a la basura, al final del cuento”, dice el filósofo.
Latour propone, sin embargo, una vuelta de tuerca: ¿y si pensamos un Samsa feliz? El filósofo ve un movimiento liberador en él. Es cuando, después de sufrir el extrañamiento de los suyos, se anima a superar las fronteras de su cuarto y pasa a moverse en el mundo ajeno e insólito que es el resto de la vivienda. La diferencia entre Samsa y nosotros es que en el cuento “la transformación” (como debería traducirse en realidad el original Die Verwandlung, en vez de La metamorfosis) era un asunto solitario y tenía que vérselas con la amenaza de los otros. El confinamiento de la pandemia, en cambio, afectó a todos. De ahí que, en la interpretación del francés, la metamorfosis colectiva debería ser una oportunidad. Devenir-insecto, devenir termita significa que “yendo de la ciudad al campo me encuentro con otros termiteros”, y la tenaz y astuta ingeniería “de un sinfín de animálculos”, que no son solo las otras especies sino también una naturaleza donde todo es “artificial”, producto de muchas “potencias de obrar”. Es, según Latour, la mejor manera de desconfinarse. Lejos de ver el mundo como un lugar a expoliar, aprender lo que nos conforma y limita. La historia de Samsa es triste, pero su descubrimiento no. Perdida su supuesta humanidad, tuvo la posibilidad –todavía la tenemos nosotros– de ser de verdad humano.
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