La memoria también proyecta sombras
Tenía planes de escribir sobre otra cosa hoy, pero una conversación sobre la memoria con mi amiga Josefina me puso en un carril diferente, y aquí estoy, mirando las muchas formas del recordar que existen. Mejor: las muchas formas que puedo advertir, desde esa limitación que nos filtra todo el tiempo la realidad y, como consecuencia, aquello que hemos de recordar. La memoria es también un punto de vista.
Sé por experiencia que la memoria se ejercita. Me refiero a esa clase de memoria que nos puede convertir en eruditos. Eruditos en algo, porque, como decía Josefina ayer, nadie es erudito en todo. Empiezo por ahí, arbitrariamente.
Mi primer ensayo con la memoria fue a los 10 años, más o menos, cuando me enamoré del acuarismo. Aprendí entonces algo fantástico. Los peces (luego supe que todos los seres vivos) tenían muchos nombres comunes, pero una sola denominación científica. El dueño del acuario del que me hice cliente (y que estaba por el centro, pero también podría haber sido por San Telmo o Constitución) fomentaba el uso de los nombres científicos, con lo que, para estar a la altura, me puse a memorizarlos. Aprendí así dos cosas. La primera, que cuanto más uno aprende de algo en particular, más fácil es seguir incorporando información sobre ese tema. La memoria es orgánica. La segunda, que esa clase de recuerdo es muy duradera. Todavía hoy me sé muchos de esos nombres científicos.
Luego vino el boot camp. En la carrera de Letras, en la UBA, con la profesora Delia Deli, estudié griego clásico. Memorizar todo eso fue tan extremo que llegué a soñar con textos de Sófocles o Esquilo. O creía que soñaba, que es lo mismo, porque se supone que uno no sueña que decodifica un escrito en un idioma tan ajeno. Amé el griego, pero admito que al principio fue una paliza. Con mi novia nos preparábamos para los exámenes durante semanas, y el piso del living de su departamento quedaba sembrado de papeles, diccionarios, gramáticas, fotocopias y cuadernos.
Pero la memoria salió fortalecida. La memoria que te hace quedar bien, digamos. Pero no es la única que conocemos. Basta volver a sentir un perfume que alguna vez asociamos con el amor para que ese amor vuelva. Y viceversa. Cuarenta años después, el olor húmedo y otoñal de mayo sigue recordándome los días nefastos de la guerra. Y supo ser algo que amaba.
Ahora viene una vuelta de tuerca, que surgió en otra conversación, con amigos, esta semana. ¿Qué hay de esos recuerdos que nuestra mente guarda pero que, por haber sido muy traumáticos, impide que lleguen a la consciencia? ¿Los recordamos? ¿Es memoria? Por ejemplo, tengo una marcada alergia a las discusiones a gritos. El típico debate político en el que ambas partes vociferan a la vez, sin escucharse, sin que nadie pueda discernir qué dicen, aunque cada tanto se consigue captar alguna chicana, algún lema de barricada, algún dato sesgado, cuando no un insulto o una descalificación, eso me causa un rechazo visceral que me fuerza a mutear la tele. No participo de tales polémicas. Es una decisión de vida. ¿Pero por qué?
Lo supe de grande, un poco por casualidad. Me confió una vez mi madre, no mucho antes de morir, que durante mis primeros seis meses de vida, cuando vivieron con sus suegros, todos los días había gritos y peleas, a lo que se sumaba el llanto del nenito, que por supuesto detectaba el ambiente hostil. Me parecería muy raro que esta alergia que siento por la controversia escandalosa no sea sino el recuerdo reprimido de aquellos días en los que, literalmente, acaba de aterrizar en el mundo.
Si combino ambas formas de recordar, y dudo que sean las únicas, entonces deberíamos revisar eso de que no hay que aprender cosas de memoria. Primero porque la memoria no es lo que parece. Y segundo porque si no sabés que no sabés algo, ¿cómo sabés que no lo sabés?
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