La mejor enemiga de Sergio Olguín: “Verónica Rosenthal dice mucho de lo que yo pienso”
El cuarto libro de la saga policial que tiene como heroína a una periodista “de la vieja guardia”, alter ego del escritor, es el puntapié de una charla sobre la intimidad de esta creación que lo acompaña hace 20 años; los medios, el poder, la sexualidad y la era de la madurez
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Tenía poco más de 16 años cuando Sergio Olguín supo que quería dedicarse a escribir. Desde entonces, busca lectores. La primera fue su madre, a quien perseguía los sábados en la mañana por la casa leyéndole sus primeros textos. A los 18, cuando recién había ingresado a la carrera de Letras en la UBA, lo recomendaron como redactor y aún recuerda que, con un periodista avezado, preparó un informe de 16 páginas sobre Doctrina de Seguridad Nacional. “Supe que iba a dedicarme al periodismo de investigación”, dice. Ese impulso lo acompañó sólo en los primeros años de oficio; luego empezó a interesarse por el periodismo cultural (fundó la revista V de Vian, cofundó la revista de cine El Amante y fue director de la revista literaria La mujer de mi vida) y hace casi 10 años dejó el periodismo: fue poco después de la publicación de La fragilidad de los cuerpos, el primer libro de la saga policial de Verónica Rosenthal. Por estos días se lanzó La mejor enemiga (Alfaguara), la cuarta novela que tiene como protagonista a esta periodista de investigación que es su alter ego.
“Aunque abandoné la idea de hacer periodismo de investigación siempre me quedó una nostalgia de eso que pude haber sido y no fui”, dice, una siesta de otoño sentado a una mesa soleada del bar Cortázar, en el barrio de Palermo. De algún modo, ese anhelo sigue vivo en Verónica Rosenthal. “Trato de poner en Verónica todas esas fantasías de trabajo, de compromiso con la verdad y la búsqueda de justicia, que son esas cosas que uno tiene cuando empieza a hacer periodismo y que lo va abandonando con el tiempo”.
Su propuesta funciona, resulta atractiva. Los libros de esta serie –que se completa con Las extranjeras y No hay amores felices- transmiten una pasión por el periodismo que atrapa. “Verónica tiene una forma de hacer periodismo que casi resulta anticuada, un periodismo independiente de los intereses de los poderosos, o simplemente de sus jefes, de los dueños de la empresa periodística”, dice. Hace un tiempo se le acercó la mamá de una joven que había decidido estudiar periodismo después de saber de Verónica, de su modo de trabajo y su ética. “Me encantó la posibilidad de que alguien descubra su vocación viendo a una periodista de la vieja guardia”, reconoce, orgulloso de esa anécdota.
“Es el día de hoy que me siento más periodista que escritor. Me dedico mucho más a la literatura, a escribir ficción, guiones, pero siento que mi oficio es de periodista”, dice. Aclara que se aburre rápido si se lo invitan a conversar sobre literatura argentina, pero que no lo cansa nunca la discusión sobre si se hace buen o mal periodismo.
La trama de su última novela se mete de lleno en ese planteo. Un antiguo director de la revista en la que Verónica trabaja fue ejecutado a sangre fría, junto a su expareja, una exempleada de cancillería. Su editora terminó internada con una herida de bala por estar vinculada con ese colega. La investigación que está en ciernes molesta al poder: involucra a directivos de la publicación para la que trabajan y la historia se teje con servicios de inteligencia internacionales, complicidad del Estado y violaciones de derechos humanos de Israel en Palestina, este último, un tema del que tenía ganas de escribir desde que leyó al novelista británico John le Carré.
“Verónica es un personaje autobiográfico. Lo digo no por sus aventuras sexuales (se ríe), sino por la mirada que tiene sobre el periodismo. Yo en ella pongo mucho de lo que pienso”, dice, frente al segundo café de una tarde que refresca, ya sin sol. Entrar al bar no es una opción en tiempos de coronavirus. Así que se conversa afuera, con barbijo, cada vez con más abrigo, más café y con el ruido de las bocinas de la esquina, las radios de los autos que pasan, la música trap que una señora pasea en su parlante inalámbrico. Olguín está atento a todo, pero no desconecta de sus personajes, en especial de Verónica, con quien convive desde hace casi 20 años.
“Uno de los mayores logros de esta novela es que Verónica consiguió una madurez emocional que hasta ahora nunca había mostrado, veo que ella creció mucho en todo su interior”, dice de su personaje, alguien a quien alimenta y ve crecer. Tiene intenciones de seguir su derrotero, al menos hasta que la periodista cumpla 50, e imagina unas diez historias que la involucran. Con ella, él también renueva sus pasiones.
No bien se le consulta por la infancia de Verónica, develada en esta novela policial y feminista, vuelve a la suya (Verónica también lee a sus autores favoritos, como Formas del amor, de David Garnett; y escucha su música, una playlist ecléctica en la que se destaca la cantautora canadiense Amelia Curran). “Verónica tiene barrio, tiene calle. ¿Cómo puede tener eso si se crio en Recoleta, en una escuela privada? Eso le viene de los amigos del barrio del abuelo, en Villa Crespo, que es algo que yo miro con cierta nostalgia”, dice Olguín. “Mi infancia está marcada por amistades con chicos de distintas edades. También eran posibles esos grupos mixtos, donde todavía no entra a jugar si sos varón o nena”.
La protagonista de su saga también rompe con ese paradigma binario. “Hace casi 30 años entrevisté a Almudena Grandes y le hice una de esas preguntas estúpidas que hacía yo: ‘¿Qué te hubiera gustado ser de chica?’ Y me dijo: varón”. Y toma esa respuesta para su heroína, que plantea que no quiere ser nena, porque quiere los mismos derechos, la vida que llevan los varones, que se podían ir más lejos, jugaban al fútbol y yiraban en la calle hasta que oscurecía. Ese era un poco Olguín en su infancia del conurbano. Hoy, con 55 años, de remera, camisa leñadora abierta, jean, cierto fulgor de aquel joven permanece.
“Verónica es una chica que todo el tiempo rompe el paradigma varón mujer”, dice. Y se explaya en la libertad sexual de esta mujer que ahora ronda los 35 años y que no se plantea el imperativo de definirse en términos de orientación sexual. “Uno encara una relación sexual con todas las relaciones que ha tenido en su vida. Es imposible desprenderse de eso”, dice Olguín, con una sabiduría aprendida de su otro yo femenino.
Ella se enamoró de una chica en Las extranjeras, tuvo experiencia con varones –llegó a convivir con Federico, su relación más duradera- y lleva con total naturalidad la sexualidad, que nunca plantea en términos de: estoy comportándome como una persona heterosexual o como una persona homosexual o bisexual. “Lo que siempre plantea Verónica desde la fragilidad es el derecho a vivir la vida como ella quiere”. Con el aborto, que es un tema que se presenta en la trama, actúa con esa lógica: independientemente de lo que la sociedad pida, la más represiva, la más progresista, con naturalidad despega su íntima decisión del deber ser.
Las horas pasan y Olguín va explayándose en cada detalle de la vida de su protagonista como si hablara de alguien muy cercano a quien admira y, a la vez, con quien tiene “una relación difícil” por el modo en que Verónica encara la vida. Le gusta pensar que sus hermanas, sus amigas, su mujer, su hija le transmiten cierta sabiduría femenina. Aunque también sostiene la teoría de que no hay una gran distancia entre lo que pasa por la cabeza de un hombre o de una mujer. “Me considero una persona muy observadora de los sentimientos y afectos de los demás, me llama mucho la atención cómo la gente va encarando lo afectivo y sus deseos. Tal vez estoy más atento a lo que pasa con una mujer porque siempre me da una pauta más, es como un descubrimiento que a mí me resulta muy atractivo. También tiene que ver con el deseo de uno, el deseo de saber, de conocerse”. Crece Sergio Olguín, crece Verónica Rosenthal, un personaje vivo.
“Me voy a poner la campera porque me está dando frío a mí también”, comenta, ya con la cazadora verde en mano. Como en una de las citas de la novela, que tiene guiños a Andrés Calamaro, dice: “El tiempo se consume. Lo demás no cuenta”.
El escritor lamenta no recordar con más detalle cómo perseguía con sus lecturas a su madre, que lo escuchaba con cariño. “Me duele no acordarme”, dice. Como ella murió, no puede recrear mucho más. La que sí le trae la anécdota en encuentros familiares es su sobrina, como una hermana menor para él. Ella tendría 8 o 9 años y su tío le parecía “insoportable”. Olguín se ríe y lanza el remate: “Según ella, por mi culpa, odia la literatura”.