La máscara sigilosa de Silvina Ocampo
La publicación de poesía Completa (Emecé) de la escritora argentina subraya el espíritu ambiguo e inasible con el que intentaba decir y nombrar todo, pero de un modo secreto y contradictorio, como si sus palabras buscaran revelar los secretos de la intimidad y, al mismo tiempo, ocultarlos celosamente
En un volumen de fotografías de escritores latinoamericanos, de Sara Facio y Alicia D´Amico, llamado Retratos y autorretratos (Buenos Aires, Crisis, 1973), hay una sola escritora y una única foto de esa mujer. Los fotos de los hombres son pródigas y revelan su profusa gestualidad: ellos piensan, fuman, sonríen, leen, ordenan bibliotecas, habitan en el claroscuro, escriben, se burlan, caminan junto al mar, bajan la vista. A la mujer, en cambio, no se le ve la cara: ella alzó el brazo en un impulso y abrió la mano para tapar su cara en el preciso instante en el que la fotógrafa apretó el obturador de la cámara. No vemos el rostro, sino un ademán crispado que lo cubre. La foto data de 1963 y esa mujer era Silvina Ocampo. Su gesto posee la contundencia de una frase única y memorable pero, en una serie de retratos, la mano abierta que cubre la cara está ocultándola en su misma exhibición: la vuelve sigilosa. Algo de esta ambigua presencia, a la vez exasperada por su rareza y reticente por su gesto, tiene la poesía de Silvina Ocampo.
Del dibujo al poema
Silvina comenzó dibujando. En su casa se la alentaba a pintar. "Dibujaba lo que no podía escribir y escribía lo que no podía dibujar", dijo. En su juventud estudió pintura en París. Por entonces le gustaba Picasso. Fue a verlo varias veces, inútilmente: él entreabría la puerta y se negaba a tomarla como alumna, porque rehuía la enseñanza. En una exposición, se acercó a Giorgio de Chirico, que le mostró sus cuadros con entusiasmo y seriedad. A Silvina no sólo le disgustaba su pintura, sino que esa ceremonia de revelación sólo le daba risa. De todos modos decidió tomar clases con él durante seis meses. "Apenas si hablaba -le confesó a Marcelo Pichon Riviére en 1974-, apenas para decirme si quería psicoanalizarme. La primera vez que me lo dijo casi me muero de susto. No era un buen maestro, a pesar de su gran talento, porque quería que yo pintara como él." Sin embargo, en Poemas de amor desesperado (1949) publicó uno de sus poemas más conocidos, "Epístola a Giorgio de Chirico", que no sólo es vagamente autobiográfico, sino también una punzante descripción de la pintura de su maestro en el marco histórico de la Guerra Mundial. Allí están "los caballos de furia triangular", el "carro de mudanza con espejos", el negro, el ocre, el azul perdurables en su silencioso ardor, mientras Europa se desangraba. Allí De Chirico dialoga con Piranesi y con esa arquitectura donde toda la humanidad se vuelve tácita al borde de un delirio geométrico.
Pero la "Epístola..." es, sobre todo, un modelo que revela el modo de asociación poética de Silvina. Si algo ha quedado de sus artes plásticas, es el modo en que los objetos del poema parecen dispuestos en la página como dando una ilusión de volumen, como si en la palabra persistiera el artificio pictórico de dar sombra a las cosas. Ese poema de Silvina "relata" las pinturas y al hacerlo se cuenta a sí mismo un cuento sobre las personas y las cosas, acumulándose en un espacio apropiado por la voz del yo que así les da un lugar en el mundo. Mejor dicho, les proporciona un mundo, con una armonía inesperada que las combina en un orden ligeramente distinto o incluso atroz: "el hombre como un leño sobre el suelo,/ las arañas de sombra estremecida,/ la máscara, la espuma definida/ la atormentada formación del cielo".
El catálogo de un país
A mediados de la década del treinta, Adolfo Bioy Casares decidió administrar el campo heredado de su abuelo, en la estancia Rincón Viejo. "Silvina me acompañaba y me ayudaba a trabajar en la estancia. Las tardes de invierno, junto a la chimenea del comedor, leíamos y escribíamos", apuntó Bioy en sus Memorias . En Rincón Viejo, Silvina se alejó del dibujo y la pintura. De esa época data su primer libro de cuentos, Viaje Olvidado (1937) y sus primeros poemas, recopilados en Enumeración de la patria y otros poemas (1942). "Un día en que íbamos en mi auto, por Figueroa Alcorta, hacia Palermo, Silvina dijo unos versos muy hermosos que serían despues una estrofa de `Enumeración de la patria´; intuí que eran suyos y le dije que era una gran poeta", escribe Bioy La anécdota revela el modo lateral, elaboradamente casual, con que Silvina entró sigilosamente en la literatura.
Los años de Rincón Viejo aparecieron de algún modo en ese primer libro de poemas, que Borges reseñó para la revista Sur hacia 1943. Señalaba que "nítidos y puntuales recuerdos convergen en sus páginas", y que en él, a despecho de las Odas seculares de Lugones, "ningún otro texto de nuestra literatura ya secular trasciende con igual plenitud la inmediata, infinita presencia de la República". La combinación de los recuerdos íntimos de la infancia en los cuales la patria era evocada y de ese simulacro de totalidad que produce la enumeración en el poema que abre el libro no provocan una sensación de vastedad, sino de intimidad. Esa infinitud que percibe Borges, a la inversa de su propia literatura, es producida por un paradójico efecto de limitación. Tal vez sea fácil reconocer que esa República desmedida tiene en verdad el perímetro de los cuartos infantiles, el ámbito acotado de las quintas y los límites alambrados de la estancia. El resto pertenece a la lejanía, en el horizonte de un más allá ignorado al que llevan los caminos y las vías del ferrocarril. Desde el comienzo, el mundo afectivo de Silvina Ocampo alcanzó en su poesía el lugar propicio. El lector puede reconstruir esos espacios afines a su mundo privado, donde la patria se reconoce como intimidad diseminada en objetos queridos, a la manera de un catálogo familiar. Pero, asimismo, dicha intimidad se confunde con un ámbito relativamente acotado, toda vez que una clase social la naturaliza: el campo, como propiedad privada, se vuelve una cifra de toda la nación.
Del jardín a la estancia, la patria inicial de Silvina se fija en los objetos más cercanos a la pasión y a la imaginación, con el apego de una cadencia repetida donde se reconoce lo propio. Por ello, en los escasísimos momentos políticos de la poesía de Silvina, esa patria íntima se contrapone a los movimientos sociales y políticos que entonces le eran antagónicos. Inesperadamente, hallamos un poema llamado "Esta primavera de 1945, en Buenos Aires", publicado en noviembre de 1945 en el número 40 de la revista Antinazi , donde se razonan las quejas de la patria ante su "oscura suerte". En un momento hay dos versos que parecen increíbles en la elusiva poesía de Silvina: "Vi morir a estudiantes tristemente,/ asesinados por la policía". De pronto, el lector actual advertirá que Silvina está describiendo, con minuciosa animadversión, el 17 de octubre: "Yo vi una turba histérica, incivil,/ que a la Casa Rosada se acercaba,/ mientras que en la memoria se mezclaba/ como un recuerdo, ya, el presente hostil.// El niño envuelto en una azul bandera/ y los caballos inocentemente/ acompañaban a esa triste gente/ que escribía palabras en la acera". Diez años después, en el poema "Testimonio para Marta", de 1955, Silvina celebró la caída de Perón con aquel tono admonitorio "contra las tiranías" que no se repetía desde los poetas proscriptos de la época de Rosas.
El espacio métrico
Ese mundo de la intimidad, con una dinámica propia del poema, irá extrañándose en una plural mutación. La enumeración se vuelve proliferación de nombres. Y los nombres, como aves circulatorias en el cielo de la página, serán los signos extraños de cierto universo imaginado y aterrador que los metros no controlan, sino potencian. Por ello el árbol es una imagen tan presente en su poesía: en su aparente quietud, siempre se transforma en una serie cíclica de repeticiones y diferencias, se ramifica, se puebla de raíces y nervaduras, de hojas y de flores que son frutos que son semillas que son, de nuevo, árboles. Al catálogo se unen las repeticiones o, como Silvina las llama en un poema, las "Escalas": lo que se reitera, lo que vuelve, lo que retorna todas las veces y produce, en el corazón de lo mismo, lo esencialmente diverso: "otras frases distintas, otros nombres/ para volver a repetir de nuevo/ lo que jamás repetiré bastante/ siempre lo mismo que será distinto". Por ello esta impresión de continuidad y falsa monotonía que dan sobre todo los poemas de Silvina, como en Espacios métricos (1945).
En una carta, Alejandra Pizarnik (con la cual, a juzgar por su correspondencia, tuvo algún encuentro íntimo) le escribió a Silvina esta frase en apariencia trivial: "Estuve pensando mucho en lo que dijiste sobre la continuidad del poema, eso de que un verso llama a otro verso". De hecho, muchos recursos aseguran la repetición y la continuidad en la poesía de Silvina: el uso de los pareados, que para Noemí Ulla son menos un recurso de la composición que "una forma del doble"; el uso de la rima o de las anáforas, esa figura retórica de la repetición; el uso de las estrofas o de las formas fijas, como el soneto. Años después, en Amarillo celeste (1972), Silvina exploraría con mucha soltura el verso libre, pero sin embargo no abandona los esquemas formalizados. Geometría y mensura: espacio métrico. El uso obsesivo de esos recursos no fue para Silvina un mero alarde retórico: suponía la necesidad de reiterar, en el centro de una rara música de sonidos y vocablos repetidos que son ecos, la secreta identidad de la incongruencia y la vasta acumulación del caos.
La indecisión del idioma
En el extraordinario libro de conversaciones de Noemí Ulla, Encuentros con Silvina Ocampo (1982), Silvina confesó que se sentía despedazada entre tres idiomas: el español, el francés y el inglés. La llegada al idioma también fue sigilosa para Silvina cuando se dedicaba a la pintura y al dibujo y escribía libremente. Bastó percibir la conmoción que significaba la literatura para lanzarse a ella con fervor. Pero descubrió que no había lenguaje definido para eso: escribía en francés, en inglés, en español, pero percibía que las frases de su idioma natal eran gramaticalmente incorrectas y tenía "que darlas vuelta". De esta incorrección en el idioma, al que llega al sesgo desde otro lugar, como desterrada desde el comienzo de la lengua materna, nace la literatura de Silvina Ocampo: el orden gramatical también le resulta, en cierto modo, un sistema de restricciones y de normas que va minando intrínsecamente, en el nivel del significado. Acaso otra de sus aficiones, la traducción de poesía, proviene de este extrañamiento inicial que busca ser restañado y al mismo tiempo multiplicado.
La incomodidad con el lenguaje se halla también en la búsqueda del nombre. Para Silvina, como para una conciencia mitológica, el nombre no es arbitrario y define una parte del ser de la cosa. Sólo que en su caso la convención social del idioma resulta insuficiente, inadecuada o incluso inexistente: "Los otros días se me ocurrió que había que inventar palabras para que los lugares o los objetos o cualquier cosa, no se queden sin un nombre que uno quiera pronunciar", le confesó Silvina a Noemí Ulla. "Yo no sé por qué no se hace más a menudo: bautizar las cosas que no tienen un lindo nombre". De hecho, Silvina Ocampo no va más allá del idioma, en el nivel inventivo y constructivo, jamás llega a la agramaticalidad o al neologismo (como César Vallejo, por ejemplo). Pero su poesía, sin embargo, sobre todo a partir de Los nombres (1953), explora esa posibilidad en el nivel conceptual, como si fuera el relato de su deseo nominador. El ideal del lenguaje de Silvina es el de una relación secreta con las palabras, una relación de intimidad ilícita donde se reconoce el único y verdadero nombre de los objetos. Ese secreto abre galerías en el mundo, no sin peligro, pero permite percibir su oculto diseño, aquello otro a lo que aluden las palabras en el seno de una conversación habitual: "Y mientras proseguían los catálogos/ de largas, toscas enumeraciones,/ hablábamos con muchas perfecciones/ no sé en qué aviesos, simultáneos diálogos".
De la intimidad a lo apócrifo
"No soy sociable, soy íntima", dijo Silvina Ocampo. Sin embargo, Enumeración de la patria poseía para Borges un efecto de impersonalidad, aunque en algunos poemas apareciera mencionado el propio yo lírico con el nombre de "Silvina Ocampo". El efecto no es, sin embargo, tan definido. No es la impersonalidad, sino la abrumadora presencia de una primera persona que parece atestarse, adjudicarse como atributos propios los objetos que la circundan, árboles, pájaros, estatuas, lazos, máscaras, naturaleza, como si nunca acabara de nombrarse y estuviese a punto de ser otra, o incluso algo más: otra cosa. Cuando su perfil está a punto de dibujarse, una brusca metamorfosis la transforma. Porque en la poesía de Silvina Ocampo la ley de toda forma es su intrínseca fugacidad.
En su poesía la memoria misma es incierta. Puesto que el recuerdo no puede reunirse en un lineal guión sucesivo de hechos, comienza a producir una memoria falsa. Lentamente, los recuerdos no se anulan en el olvido, sino que se transforman como todas las cosas, como si el mundo fuera poroso e imbricado: "Elocuente el color -nunca se olvida-/ agregará recuerdos en tu vida". Basta que la conciencia multiplique la evocación de las sensaciones y los hechos para que una vida suplementaria comience a alentar con su duplicación. Por ello el amor es, para Silvina, el reconocido tema de su poesía. El amor, donde nadie persiste en su ser. Pero un amor que desespera, como el título de su libro: todo encuentro amoroso parece un hecho del pasado o sólo puede postergarse sin término, bifurcado y vacante. Porque ni siquiera en el amor hay fijación posible del yo. Este sujeto agobiado de objetos que infinitamente se transforman, de recuerdos que invariablemente se desdicen, de presciencias que modifican su futuro, de nombres que no dan con el mundo y con mundos que se diversifican en aromas, aguas, brillos, texturas, espejos oblicuos, nunca podrá persistir en su improbable identidad. A menudo adopta máscaras mitológicas o se vuelve personaje, animal, estatua. Ese sujeto va extraviándose menos hacia la impersonalidad que hacia su pluralidad, hacia su apócrifo. Parece inmóvil, pero no lo está, como reza el poema: "En mi inmovilidad hay mucha gente,/ entran y salen de los cuartos y hablan/ con máscaras traídas del infierno".
La otra cara
Es curioso el modo en que la poesía de Silvina es a la vez fuertemente subjetiva y elusivamente personal, en el sentido en que evita el sentimentalismo y las minucias de la confesión. En cierto modo, echa sobre la figura siempre lateral de la escritora una especie de luz cifrada, de sesgada representación. No es su vida lo que simboliza, ya que Silvina abjuraba de esos mecánicos espejismos. Pero acaso anticipa el gesto público de construir una intimidad siempre desplazada, de ocultarse, de borrarse en el cuarto contiguo entre las sonoras carcajadas de los Bustos Domecq (uno de los seudónimos de Borges y Bioy cuando escribían juntos), para transformarse en una inesperada excéntrica inasible y mutable. El doble exacto y contrario de su altisonante hermana Victoria, exhibida y populosa y única.
Nunca nadie pudo estar seguro del verdadero rostro de Silvina, así como su poesía y su ficción nunca confiaron en la persistencia de las caras, que invariablemente se le volvían caras apócrifas. "°Cuchara, vidrio, cuchillo, aljibe, espejo!/ No quiero más fotografías de esa cara/ que no es la misma cara que estaba adentro de una cuchara/ ni en el vidrio, ni en el cuchillo, ni en el aljibe,/ ni siquiera en el espejo", escribió. Por eso alzó la mano cuando la fotografiaron un día. Para que veamos en la mano abierta de Silvina Ocampo la otra cara que la imaginación, como ella misma sigilosa, le había dibujado.
No siempre
No siempre el agua quieta es memorable
como en el lago sucio de la noche
donde las ramas besan sus maderas
y el cielo con el suelo se confunde
por eso cuando veo en inscripciones
infiernos y retratos que proponen
una posible eternidad abyecta
pienso en el cuello largo de los cisnes
que en mis sueños guerrean contra el mal
cuyos gritos retumban y salpican
el espectro la gloria en las tinieblas
repitiendo los signos de ese lago
contemplado en la orilla predilecta
donde vivo asociada a las hormigas
que bajan del barranco sobre el barro
para comer los pétalos violáceos
de las clemátides con sus estambres.
(Poema inédito escrito en el mismo período de Los nombres , hacia 1953)
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