La más nefasta de las siembras
¿A qué le tememos? O, visto al revés, ¿qué es el coraje? Se lo pregunta Sócrates al general ateniense Laques en un diálogo platónico titulado Sobre la valentía. Perí andréias, en el original. Andréias significaba valor en griego, y tenía la misma raíz de andrós, que era el genitivo de anér, que significaba hombre. De allí que todavía la palabra hombría tenga en español una acepción en la que quiere decir valentía. Impresiona lo que puede durar un prejuicio.
Valor y valentía se originan en el mismo verbo latino valuo, cuyo infinitivo es valere, y que no tiene que ver mucho con el coraje, sino más bien con ser fuerte. Que es lo que pensamos cuando la palabra valor se aplica, por ejemplo, al dinero. Aunque si algo no puede comprarse es el valor. Interesante.
Escribió Borges que hay una cosa de la que nadie se arrepiente en esta tierra, y esa cosa es el haber sido valiente. Más cierto, imposible. Dice Carol Dingle, compiladora de citas, que Anïs Nin observó que “la vida se expande o se contrae de acuerdo con tu coraje”. No sé si es verdad, pero merece serlo.
Vuelvo al tema del valor, porque, aunque me permití una suave chicana más arriba, hay algo muy cierto en la palabra que usaban los latinos e, incluso con sus sesgos, los griegos. El asunto de ninguna manera está en ser valiente. Es una virtud, claro; y la cobardía, todo lo opuesto. ¿Pero qué es el miedo?
Es una emoción profundamente desagradable; empecemos por ahí. No nos gusta sentir miedo. No solo es una reacción instintiva que nos advierte sobre un posible peligro, sino que rehuimos incluso de la sensación del miedo. Da miedo tener miedo. Pero deberíamos ser todos muy valientes, si acaso el coraje fuera una ceguera ante el peligro. No es. Es más bien fortaleza, y ahí cobra sentido el verbo valere. Ser valiente es ser fuerte. Ser fuerte ante una emoción que es tan abrumadora como el amor o tan invencible como la esperanza.
Pero no van a oírme decir que el valiente es el que vence al miedo, porque no creo que funcione así. Para empezar, el coraje no es un rasgo estático. Una vida de infortunios puede volvernos timoratos. Tampoco está aislado de las otras emociones. La fe o el amor pueden inspirarnos un coraje que no imaginábamos tener. Sobre todo, el valor es algo que se prueba en el mundo real. También los griegos aconsejaban esto desde el Templo de Apolo, donde se leía “Conócete a ti mismo” (la duplicación del pronombre ya estaba en el original, seautón). Platón –de nuevo– lo convirtió en el lema de Sócrates.
El miedo tampoco es homogéneo. Mírenlo de frente. Mirarlo es mucho más de lo que en general nos atrevemos a hacer con el miedo. Así que mírenlo de frente y advertirán que eso mismo que aterra a nuestro vecino a nosotros nos tiene sin cuidado. Además, eso que nunca antes nos había dado miedo, luego de una experiencia lo bastante traumática, nos cambiará por completo la percepción del mundo. O de una parte del mundo.
Nunca les tuve miedo a los perros. Mis anécdotas con mastines de aspecto temible son numerosas; algunas erizan la piel. Pero en 2010 rescatamos a un cocker inglés al que habían bautizado Orión; supongo que por el mítico cazador. También lo habían malcriado hasta ese punto en que un can se convierte en un déspota. Adorable, pero despótico.
A los pocos días de llegar, sin que mediara ninguna advertencia, como no le pareció del todo cortés que acercara mi cara la suya, me mordió la boca sin el menor empacho. Uno de sus potentes colmillos me atravesó el labio superior de lado a lado. Me causó un dolor extremo que no le deseo a nadie. Desde ese día, tengo muchos reparos con perros desconocidos. Aprendí a tenerles miedo, cosa para mí insólita. Sé, además, que no hay vuelta atrás. Está instalado. Ignoro qué es el coraje, pero el miedo se puede sembrar, se puede enseñar, y paraliza a las personas. O a las sociedades.