La literatura de viajes intenta sobrevivir en la era del turismo low cost
El prestigio del género, que tuvo su último momento de gloria en las décadas del 80 y el 90, está ahora en crisis por la banalización de la experiencia viajera
MADRID -. Entre Samarcanda y Kirguistán, la viajera Patricia Almarcegui (autora de Escuchar Irán y Una viajera por Asia Central) ha sido la penúltima en dar la voz de alarma: algo pasa con la literatura de viajes, que parece en horas bajas. La gente viaja como nunca, es cierto, pero lee menos. Prefieren echar un vistazo rápido a Internet en sus móviles que sumergirse en un libro que los acompañe, solace y oriente en su viaje. El lector de viaje de butaca -ese que viaja en casa- también se ha retraído. Autores y editores están desconcertados, les es difícil saber qué quiere el lector del género y qué voz hay que adoptar. Parafraseando a The Buggles: ¿está acabando el turismo low cost con la literatura de viajes? ¿Queda espacio en un mundo que se empequeñece y trivializa cada vez más para el viaje reflexivo de descubrimiento del otro y de uno mismo, que es lo que ha dado lugar a las obras maestras del género? ¿Adónde ir? ¿Qué contar?
Es evidente para cualquiera que siga la evolución del género que los años de vacas gordas -es decir, los ochenta y noventa- han pasado. Basta con mirar los estantes en las librerías: se publican menos novedades, se rescatan clásicos con cuentagotas, y son muy pocos esos títulos que acceden, como antes, a la categoría de inolvidables. La literatura de viajes, que contaba con numerosos sellos propios, se difumina en la literatura generalista, e incluso autores consolidados -de William Dalrymple reconvertido en novelista e historiador al español Gabi Martínez- parecen abandonar el género.
Dicho todo esto, es cierto que siguen apareciendo ocasionalmente algunas joyas que prolongan no sólo con dignidad sino con maestría la mejor tradición de la literatura de viajes en estos tiempos oscuros. Ahí están los recientes Años salvajes. Mi vida y el surf (Libros del Asteroide), en el que el estadounidense William Finnegan sigue en un periplo a lo largo del globo y de su propia biografía su pasión por la tabla y las olas, o Allí, donde se acaba el mundo (Lumen), en el que la francesa Catherine Poulain narra su aventura en Alaska enrolada en un pesquero.
Hay que destacar las recuperaciones de dos clásicos que ha hecho la editorial Abada: Viaje al Tíbet, de Robert Byron -el maestro de tantos viajeros-, y Rumbo a la aventura, del inclasificable Richard Halliburton, ese hombre ávido de experiencias que cruzó los Alpes a lomos de un elefante para emular a Aníbal, voló sobre el Everest en su biplano La Alfombra Voladora y desapareció a bordo de un junco chino en el Pacífico en 1939, a los 39 años.
Y está sobre todo El turista desnudo, de Lawrence Osborne (Gatopardo Ediciones), que hay que saludar a la vez como un verdadero hito en la literatura de viajes y el libro de referencia sobre todo esto de lo que hablamos. Porque, significativamente, en el libro, el autor británico, que narra un viaje demencial y alucinante por Dubai, Calcuta, las islas Andamán, Tailandia y Bali hasta los parajes más agrestes de Papúa, ofrece una reflexión indispensable -a la vez dramática y divertidísima, plena de escepticismo, estupefacción y mordacidad- sobre el (sin)sentido actual del viaje, la perversión del turismo de masas y el viajero escritor condenado a ir cada vez más lejos (en todos los sentidos). Es una obra que sitúa perfectamente el debate sobre el género a partir de la desorientación (precisamente) del autor viajero en un mundo en el que todo se parece perversamente a todo, y en el que ni "envolverte el rabo" con un estuche peneano de calabaza para confraternizar con los aborígenes ni comer murciélago garantizan una experiencia original.
Los orígenes
Pero vayamos a las fuentes. ¿Qué opina un gran maestro de la literatura de viajes, seguramente el mejor activo junto con Jan Morris y Paul Theroux, de la crisis de la que hablamos? Colin Thubron (1939), el autor de obras canónicas como En Siberia, responde con la vista puesta en el río Amur, adonde se dirigirá para su próximo libro de viajes (¡ya hace seis años del último!, Hacia una montaña en el Tíbet; RBA), y tras informarme de que su jardín y su búho disecado siguen bien. "Es un tema complicado. En realidad yo no creo que la literatura de viajes esté muerta o agonizante. La gente lleva prediciendo su declive y muerte a todo lo largo del siglo XX (Conrad, Evelyn Waugh, Lévi-Strauss, Kingsley Amis). Pero no ha sucedido. En cambio, los ochenta vieron una edad de oro del género, al menos en Reino Unido, con Patrick Leigh Fermor, Theroux, Jonathan Raban, Bruce Chatwin...Ahora lo que se produce es la inevitable reacción, en parte porque los editores descubrieron (de nuevo) que los libros de viajes se podían vender bien y publicaron un montón de obras prescindibles".
Pero el mundo se hace pequeño, ¿no? "Esa sensación es una ilusión fomentada por Internet y el turismo de masas. Incluso lugares aparentemente familiares no lo son realmente, y los escritores de viajes deberían acercarse a ellos menos con el ánimo del descubrimiento geográfico que con el de la investigación en profundidad. Porque, bajo su superficie, todas las culturas son muy distintas. Cada generación tiene que descubrir eso a su propia manera; las prioridades e incluso las respuestas estéticas cambian, junto con el estado del destino al que viajas. Ninguna pantalla puede reemplazar la sensación de encontrarte con una región sobre el terreno: su atmósfera, su tacto y olor, su interacción con el viajero", replica el escritor.
Thubron recalca: "Además, la idea de que los países son todos fácilmente accesibles es una ilusión. Hace 30 años hice un viaje en coche desde Reino Unido a lo largo de Turquía, Siria, Irán, Afganistán, Cachemira y el norte de Pakistán hasta India. Ese viaje es imposible hoy. En ese momento, la URSS y China eran en cambio inaccesibles para el viajero independiente. Cuando un país se abre, otro se cierra. Aún hay remotas áreas por (re)descubrir en grandes franjas de África, Asia y Sudamérica. El año próximo, por ejemplo, planeo ese viaje al Amur. Es el décimo río más largo del mundo, fluyendo entre Siberia y Manchuria, y sin embargo poca gente ha oído hablar de él". Bueno, pero no negará la dificultad de encontrar escritores a la altura de los de su generación. "Es cierto que parecía inusualmente fructífera, pero hoy hay gente interesantísima. Siempre habrá una intensa necesidad de los conocimientos resultado de viajes más largos y aventureros de los que pueden permitirse en general los reporteros de los periódicos".
Me comunico con Jordi Esteva, uno de los grandes escritores españoles de viajes. Esteva, que ha regresado de un largo viaje por Egipto, se encuentra en Túnez y, de manera insólita, contesta con varios mensajes de voz de WhatsApp sumergido (no del todo) en una bañera: "¿Crisis de la literatura de viajes? No sé. La literatura de viajes refleja los viajes y probablemente sea el viaje mismo lo que está en crisis. El viaje en cuanto experiencia de la que no se regresa igual que se partió, el viaje iniciático (aunque, ojo, sin connotación esotérica). Es cierto que el viaje que a mí me interesa es cada vez más difícil, hoy día resulta homogéneo y encuentras Wi-Fi en todas partes. Se ha perdido ese romper con el tiempo y el espacio que era la característica del viaje. Como decía Paul Bowles, una cosa es viajar y otra transportarte. Ahora te subes en un avión y apareces en Mongolia sin solución de continuidad y sin necesidad ninguna de saber quién era Gengis Kan. Todo es cada vez más igual. A mí lo que me interesa del libro de viajes es la opinión, la mirada propia, y la voz".
No obstante, "la buena literatura de viajes sigue funcionando y se sigue publicando", considera el librero y editor Pep Bernades, señalando sobre su mesa la reedición de Malpaso de Rumbo a Tartaria, de Kaplan, e Hijos del Nilo, de Xavier Aldekoa (Península). Pero hay menos. "Ha bajado la venta, es cierto, porque ha bajado la producción. Es más difícil escribir de viajes ahora que hace 20 o 30 años, la buena literatura de género es muy exigente, hoy más que nunca". En Altaïr son optimistas: "Hemos sufrido mucho los últimos años, pero la cosa remonta, entra mucha gente joven, están descubriendo que hay cosas que no se encuentran en Internet. Los jóvenes que empiezan a salir al mundo están saturados de datos y faltos de literatura y verdadera información. Y están también los mapas: ¡si quieres un mapa para soñar, no cabe en la pantalla! Yo creo que habrá una decantación hacia las cosas más perennes, elaboradas y profundas".
Gabi Martínez, que nos llevó a los pantanos de Sudán, a Nueva Guinea tras los pasos del moa, a Pakistán, a la Gran Barrera de Coral australiana, que viajó hasta perderse y volverse a encontrar, en su nuevo libro no viaja. ¿Un síntoma? "En las defensas vuelvo a casa, a Barcelona, a mi ecosistema, para narrar una historia. Eso también es un viaje". Martínez no se considera un escritor de literatura de viajes, un género del que cita apenas un puñado de nombres: Theroux, Esteva y, sorprendentemente, Lawrence de Arabia y Josep Pla. Pero su mirada anda perdida en nuevos horizontes de tigres y tapires, lo que es toda una esperanza.
La conexión argentina
La literatura nacional tuvo desde siempre un vínculo muy fuerte con la literatura de viajes. Miguel Cané tituló En viaje uno de sus libros de crónicas, y Sarmiento fue también un viajero impenitente. En tiempos mucho más racientes, es imposible no recordar Larga distancia, de Martín Caparrós. En las últimas semanas salieron dos libros (ambos en Adriana Hidalgo), que despuntan el género: De aquí para allá, de Hebe Uhart, y Vidas de hotel, una antología compilada por Eduardo Berti.
Temas
Más leídas de Cultura
“Enigma perpetuo”. A 30 años de la muerte de Liliana Maresca, nuevas miradas sobre su legado “provocador y desconcertante”
“Me comeré la banana”. Quién es Justin Sun, el coleccionista y "primer ministro" que compró la obra de Maurizio Cattelan
Martín Caparrós. "Intenté ser todo lo impúdico que podía ser"