La lección del maestro
El escritor Antonio Pagés Larraya, fallecido el 13 del actual, fue uno de los estudiosos más destacados de la literatura argentina y formó a varias generaciones de discípulos
Tanto en sus clases en el Instituto de Literatura Argentina Ricardo Rojas, como después de ellas, durante las cordiales conversaciones en la confitería Richmond de Florida, aprendí a conocer y a estimar a Antonio Pagés Larraya, el notable académico argentino fallecido hace unas semanas. Era un hombre erudito en los temas literarios y argentinos, pero también querible y ameno interlocutor. Locuaz, poseedor de una fina dialéctica, era, como profesor y maestro, un magnífico portavoz de sus ideas de crítico. Supo comunicarlas con un peculiar sentido pedagógico, incitador de lecturas e interpretaciones de los autores de la teoría literaria moderna a la luz de los problemas nacionales.
Su mirada sobre nuestra literatura no implicaba nunca un ordenamiento mecánico en los períodos canónicos fijos. Le preocupaba el rescate de los textos en su contexto, modulados por el repaso de las ideas de los propios creadores sobre sus obras. Recuerdo que nos alentaba a investigar y nos daba tareas "difíciles", que significaban arduos trabajos. "Para el fin de semana", decía. Nos señalaba las dificultades de la literatura y de su crítica, pero también nuestras posibilidades para trascenderlas. De esta manera, en el trato diario y en la cátedra, marcó un camino en la profesión para muchos de sus discípulos. Nos inculcó que la Universidad no es un lugar de tránsito, una mera "fábrica de hacer profesores".
Para Pagés Larraya la cultura nacional no era un hecho que tuviera que ver con falsos nacionalismos. Había contraído un verdadero compromiso con nuestra cultura y con nuestro país. Por ello, al calor de su ejemplo y de sus clases pudimos comprender algo simple, pero lamentablemente hoy casi olvidado: no existe arte universal sin raíces nacionales.
Solía decir que la literatura no era una huida de la realidad sino su correlato, tan importante y peligroso como ella misma. Y ponía como ejemplo a la literatura argentina del siglo XIX, señalándonos que los libros de ese período ajenos a los problemas nacionales se olvidaron mientras que "El matadero", Facundo y Martín Fierro permanecieron como expresión de queja y de protesta. Pagés Larraya siempre destacó el afán reformista y cuestionador de esos textos que tuvieron una presencia constante en sus programas de Introducción a la Literatura y de Literatura Argentina. Seguramente, gracias a su orientación, pude comprender y ubicar en su tiempo las palabras de Alberdi: "Cuando la literatura no es más que literatura, es miseria".
Sus comentarios acerca de los trabajos que nos encomendaba eran a veces muy duros, pero oportunos. Era muy común que dijera "No se puede ser crítico o profesor de un solo método". Y agregaba: "El lector ideal es el que tiene la menor cantidad de prejuicios posible". Para él, el acto de lectura era también un acto de imaginación e interpretación. Un crítico debía destacarse por su erudita selección bibliográfica y de fuentes y por su minuciosa valoración de los testimonios, que debían estar dentro del discurso no como hechos clasurados sino como elementos que sirvieran para un diálogo constante con el lector. Consideraba, y ya si lo habrá repetido, que introducir la crítica en los textos no implicaba dotarlos de "artificiosidad semántica". Aclaraba que no se debía "tironear" de ellos para imponerles un sentido prefijado, tal como suele ocurrir con el trabajo de algunos investigadores. Nos proponía una interpretación textual original y libre, no dogmática. De ese modo, cuestionaba tanto a los críticos que pretendían imponer de antemano determinada tesis al lector, como a los que denominaba "meros transcriptores" de discursos ajenos.
Cuando comencé con mi primera beca en el Conicet, Pagés Larraya, que era mi director, me decía que la actitud orientadora que le requería la institución lo había obligado a volver a estudiar el teatro desde la perspectiva actual. Recuerdo que me hizo conocer a Patrice Pavis, Raymond Williams y Anne Ubersfeld cuando todavía su circulación en Buenos Aires estaba reservada a unos pocos. Era consciente del estado de atraso que padecía la crítica literaria y me impulsaba a superar esa limitación. Afirmaba: "El teatro nacional es de calidad mediana porque su crítica lo es. La crítica es un trabajo humano y como todo lo humano es social y simbólica. Y está relacionada absolutamente con la creación".
Se podría agregar que su obra es un aporte fundamental a la investigación literaria argentina, especialmente para el conocimiento de la producción del siglo XIX. Desde los iniciales El poeta Antonio Lamberti (1943), La iniciación intelectual de Mitre (1943) y "La crisis del noventa en nuestra novela. El ciclo de La Bolsa" (1943), publicado en las páginas de LA NACION, hasta Sala Groussac (1965) y Prosas del Martín Fierro (1952), con su selección de escritos de José Hernández, Pagés abrió entre nosotros una nueva dirección para el estudio literario de la época.
A esta labor de maestro, crítico e investigador literario, sumó la de poeta (Palabras sobre palabras y Ausencia del ángel, 1970; Canto llano, 1971; Regresos y Plaza Libertad, 1984), autor teatral (Santos Vega, el payador, 1953, Premio Municipal), guionista cinematográfico (Facundo). Además, se desempeñó como director del Instituto de Literatura Argentina Ricardo Rojas y como Secretario de Estado del gobierno del doctor Arturo Illia, entre 1963 y 1966.
En su labor de maestro desarrolló alegría, entusiasmo, generosidad intelectual y humana. Aspiraba a que sus lecciones en los distintos órdenes de la vida fueran útiles a sus alumnos y a quienes lo rodeaban. Sin duda, lo logró.
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