La isla de los fantasmas
En 2015, pude satisfacer un deseo postergado: alquilar por dos semanas, un pequeño departamento en París, en un lugar que siempre me había hecho soñar por varios motivos: la célebre y hermosa Île Saint-Louis. Resultaba más económico que un hotel de dos estrellas. Por las mañanas, desayunaba en el café Le Flore en l’Île, a cien metros de mi “hogar”. Desde mi mesa, veía el Sena y el ábside de Notre Dame. Entre las razones literarias, panorámicas e históricas que me impulsaron a elegir la isla como cuartel, estaba el recuerdo fresco de Lieux dits (Lugares), la tercera parte del libro Célébrations, de Michel Tournier (1924-2009), el gran escritor de El rey de los Alisos (Premio Goncourt de 1970), Viernes o los limbos del Pacífico, y Meteoros.
Tournier vivió en su juventud en una pensión amueblada, el Hôtel de la Paix, 29 del quai d’Anjou, en la isla Saint-Louis. Allí convivían, entre otros, el escritor, periodista y guionista Yvan Audouard, hijo literario de Alphonse Daudet y Marcel Pagnol; el filósofo Gilles Deleuze; el músico Pierre Boulez; Georges Arnaud, autor de El salario del miedo, novela sobre la que se basó la película homónima de Henri-Georges Clouzot, con Yves Montand.
A pocos metros del Hôtel de la Paix, en el 49 del quai Bourbon, vivía Robert Bresson, el director de El carterista y El diario de un cura de campo, adaptación del libro de Georges Bernanos. La vecindad hizo que entre Tournier y Bresson se forjara cierta amistad; además, el escritor se sintió muy atraído por la “bella, silenciosa e inquietante” Nicole Ladmiral, actriz de Bresson. Tournier, seducido por la voz de Ladmiral, le hizo grabar pasajes de Diario de una esquizofrénica, de Margarita A. Sèchehaye. Un día, Nicole faltó a la grabación. Se había tirado bajo las ruedas de un subterráneo.
Bresson estuvo a punto de contratar a Tournier para que fuera el protagonista de Un condenado a muerte se escapa. Le hizo tomar decenas de fotografías, pero lo rechazó. “Gordo para el papel”, dictaminó. Tournier no era obeso. Lo era en comparación con el esquelético François Leterrier, el elegido.
La vecina más aristocrática que frecuentó Tournier fue la princesa y escritora rumana Marthe Bibesco (1886-1973), leyenda y reliquia aún viva de la Belle Époque, que ocupaba un lujoso departamento en la proa de la isla, a pasos de donde, en 1929, Victoria Ocampo y Pierre Drieu la Rochelle habían vivido, en el piso de él, una trágica historia de amor.
La bella y talentosa princesa había sido muy rica por la herencia familiar y los libros que supo escribir y vender muy bien. Ella estaba orgullosa literariamente de El Loro verde. Pero también escribía con seudónimo artículos y obras de un nivel más popular, con los que obtenía mayores ingresos. Cuando Tournier la conoció, la bella princesa que había hechizado a Marcel Proust en un baile era una anciana enferma y casi arruinada. Tournier se acostumbró a visitarla. Un día, se presentó en casa de Mme. Bibesco y ella exclamó: “¡Aún me viene a ver, siempre tan original!”
La mujer que asistió a la princesa en sus últimos días le contó la muerte de ésta a Michel Tournier. Una mañana, la señora le dijo: “Después del almuerzo, no voy a dormir la siesta. Espero una visita.” Su acompañante se asombró. Mme. Bibesco no había concertado ninguna cita. Tras el almuerzo, la dueña de casa se instaló en un sofá. Pasó un rato, dijo: “Tocaron el timbre”. La acompañante le respondió que no había oído nada. La princesa insistió: “Le aseguro, tocaron el timbre, vaya a ver, por favor”. La joven fue, abrió la puerta, no había nadie, regresó al salón. La princesa estaba muerta.
Viví quince días entre fantasmas de un mundo tan real como los sueños. No me han dejado.