La irresistible atracción del film noir
En los próximos días Caja Negra publicará La noche tiene mil ojos, libro que reúne escritos de María Negroni sobre la época de oro de detectives, asesinos y femmes fatales en el cine norteamericano. En el fragmento que aquí se reproduce, la autora cuenta el origen de su afición por el género y analiza con agudeza algunos de sus tópicos
You wouldn’t kill me in cold blood, would you?
- No, I’ll let you warm a little.
(-No me matarías a sangre fría, ¿no?
-No, te dejaría entibiar un poco.)
Llegué al film noir sin darme cuenta. Atraída, sobre todo, por la fotografía, esos planos torcidos, en blanco y negro, que tocaban una sinfonía absoluta, parecida a la que se erguía en los primeros films del expresionismo alemán. Como dije, me tomó un tiempo darme cuenta de que los principales directores del film noir norteamericano habían llegado a Hollywood desde Alemania y se habían traído en las valijas un activo peligroso. No sólo las afinidades literarias (su debilidad por el Círculo de Jena) sino el arsenal visual de la "pantalla demoníaca". En su haber, quiero decir, no sólo había obras maestras como El estudiante de Praga, Metrópolis, Nosferatu, El Golem o El gabinete del Dr. Caligari; había una escuela de ideas, lo que se llama una poética.
De pronto, las coincidencias se me hicieron obvias. También en el noir hay tópicos, tan fijos como recurrentes. Una hora (la noche), un motivo (el crimen), un personaje (el detective), una corte de maleantes (fisgones, ladronzuelos, matones), un peligro rubio (la femme fatale), y una propensión ubicua a traicionar, robar o matar alcanzan para una fórmula que las variaciones confirman. Habría que agregar enseguida: en la estructura del noir -en su trama enrevesada- hay siempre una catábasis o, lo que es igual, un viaje por las alcantarillas y el submundo urbano, donde se explayan, como sinécdoques, crimen y castigo, deseo y culpa.
Y, sin embargo, la geometría en el noir se complica. Allí donde el gótico elige una dirección obsesiva y unidireccional (se diría una flecha que apunta siempre hacia abajo, hacia los sótanos donde está -encerrado y suprimido- el deseo), el noir construye un triángulo con una medianoche –la femme fatale- instalada en el centro. Marido esposa/amante sexy; o bien, padre/hija/madrastra sexy; o bien, maligna mujer sexual/jovencita inocente/víctima masculina son sólo algunas de las combinaciones posibles.
Moviéndose por ese triángulo, mientras tanto, el detective –astuto entre astutos- despliega sus dotes de "llanero solitario", evitando a las mujeres emocionalmente frágiles, sin olvidar jamás que la ciudad es todo cuanto tiene y quiere tener por familia.
Mientras tanto, las fantasías sexuales -más bien desbocadas- no aparecen, como en el gótico, percibidas desde la perspectiva de la infancia.
Se recordará que los personajes de Psicosis, el Nosferatu de Murnau, el hijo del "Amo" de Metrópolis, actúan todos como "niños" cuyo crecimiento, por algún motivo, se ha visto interrumpido. Aquí estamos en pleno mundo adulto, manchado. De ahí que lo sexual sea más explícito y que el detective se involucre con la mujer seductora, aunque lo haga supuestamente para desenmascararla y logre, como "intocable" que es, salir indemne del trance. Bienvenidos a esta nueva versión del monstruo femenino.
Una vez más, la viuda negra, con sus largos guantes de seda, su escote, su corsé, sus tobilleras (y demás arreos para manipular), transformada en máquina de matar.
Los problemas, se ve, varían; el efecto no. Hay más: ningún retrato del film noir sería completo sin alumbrar eso que tuerce subrepticiamente su afectividad tonal. Me refiero al lenguaje, ese gran protagonista que los extraordinarios autores del policial norteamericano aplicaron con saña a una materia viscosa. El lenguaje, me atrevería a decir, es la firma inconfundible del género, el sello, a la vez tenso e irónico, que se imprime sobre la imagen y la vuelve dichosamente inestable. No se trata de sostener que el wit (o "agudeza", como insuficientemente traduce el castellano), con sus desplantes lacónicos y ocurrencias brillantes, sea privativo de estas películas; se trata de percibir que, nunca antes, puso el cine tanto empeño en los duelos verbales, tanto apetito voraz en los flirteos lingüísticos, las insinuaciones, las propuestas deshonestas. (Quizá esto explique la fascinación que produjeron estos films entre los franceses.)
Dije estilo, sexualidad, lenguaje. Esta tríada requiere de una sede para explayarse y la encuentra, por supuesto, en la ciudad. No cualquier ciudad, sino la gran urbe norteamericana (Nueva York, San Francisco, Chicago, Los Ángeles) enarbolada como una suerte de antípoda extrema de lo rural, como si se tratara de imprimir una distopia sobre el mito de la Nueva Jerusalén que trajeron al continente los primeros cuáqueros y divulgaron luego las caravanas calvinistas durante la Conquista del Oeste. Así, el noir escribe sobre la pantalla palabras sucias que componen una serie (de la) B: booze (alcohol), blondes (rubias), blood (sangre), bullets (balas).
Hay que decirlo enseguida: la época de gloria del film noir coincide con la Segunda Guerra Mundial (The Maltese Falcon, de John Huston, es de 1941) y culmina a finales de los años 50, cuando el noir parece haber agotado, por exceso y exacerbación, su arsenal de imágenes. No por nada Touch of Evil (1958), de Orson Welles, es a menudo considerada como la última película del género: lo que se ve allí no es más que el grado cero de una estética, su más acabada pesadilla: un mundo donde el tráfico de drogas, el comercio sexual, y los comportamientos ilícitos endémicos se han adueñado de las oscuras calles de una ciudad fronteriza, sin más "protección" que un policía obeso, alcohólico y racista, encarnado por el mismo Welles.
Son épocas difíciles, de desconcierto social y valores que se tambalean: los soldados regresan a un país cambiado, donde las mujeres tuvieron que salir a trabajar para mantener el hogar, y ya no responden, no al menos con entusiasmo, a la moralina insulsa estilo Doris Day.
También la vieja red urbana hace aguas y aún falta para que se afirme el modelo alternativo del suburbio ordenado, con sus horrendas casas todas iguales, sus cuatro perros, cuatro televisores y cuatro autos. Aún no existe, quiero decir, una versión tangible de lo que vendrá. Por ahora, todo huele a podrido: predominan las zonas intransitables donde el crimen es rey y la pobreza medra. La "jungla de asfalto" es uno de los nombres de esa calamidad. Basta circular por sus callejones turbios, sus empedrados mojados por la lluvia y detenerse, de vez en cuando, en lugares de paso (estaciones, casinos, cabarets, aguantaderos) para captar su clima inhumano, su escenografía de neón y desconsuelo. En eso se especializa la cámara del film noir: en invocar, por medio de largos flashbacks, los vericuetos de una historia escondida.
Por si algo faltaba, por esos mismos años el senador McCarthy desata en Washington la paranoia del peligro rojo, invocando la ética de la eficacia -la eficacia de la Lista Negra- para instaurar un régimen de persecución ideológica que interroga, censura y deja sin trabajo a muchos directores, guionistas, técnicos y actores de Hollywood, obligando a muchos de ellos a (volver a) exiliarse.
Dije persecución ideológica; tendría que agregar que tal persecución es también, sin mucho disimulo, una cruzada de la moral protestante.
Y sin embargo, a pesar de los controles del tristemente célebre Production Code, Hollywood no se amilana. No del todo. Nunca antes ni después se dio allí semejante constelación de artistas participando de un mismo proyecto estético. La lista es impresionante y abarca técnicos, sonidistas, músicos, productores, fotógrafos, y directores que, como dije, muchas veces provenían de Europa del Este. [...]
Con esta artillería, el film noir organiza su resistencia, sin duda un poco extraña.
Como si dijéramos: bajo la figura de los galanes recios y las rubias glaciales -no inmunes al goteo erótico y "asesino" de la sensualidad- una versión diferente de los hechos tiene lugar: más temprano que tarde, ese ácido corrosivo termina con la pulcritud y las buenas costumbres que reclaman siempre las fuerzas del orden, y permite desarticular, aunque más no sea en forma provisoria, los intentos de normalización y control.