La invisible coreografía de la violencia física
El ejercicio de la violencia física es un misterio para mí. Será porque nunca en mi vida me agarré a trompadas. O casi nunca. La excepción se dio hace tiempo, cuando tenía 8 años, en el último recreo de la mañana. No recuerdo lo que causó esa situación; sólo las consecuencias: "el Pinino" Rodríguez (mote de un compañero de aula que por su baja estatura era condenado a ser el primero de la fila) me molió a golpes entre timbre y timbre.
La memoria no es precisa; sólo puedo evocar un movimiento constante: la mano diminuta del "Pinino" que no cesaba de caer sobre mi cara, mientras mi mano, más grande pero inútil para defenderme, jalaba de su guardapolvo, como si se tratara de una palanca que pudiera apagar aquella máquina feroz. Fue como una lluvia de trompadas leves pero constantes. Hasta que me salvó la campana. Luego creo que me dejaron ir al baño para recomponerme de mi bautismo en el mundo de la violencia, y mientras esperaba que bajara un hilo de agua de la canilla tuve una revelación que me acompañó el resto de mis días: no tenía ningún sentido someterse a ese intercambio doloroso de golpes. Sin duda, cualquier alternativa a agarrarse a trompadas sería mejor en esta vida. Así fue como a partir de ese día nunca más volví a intercambiar golpes con seres humanos.
El evento fue borrado de mi memoria. Hasta que días atrás, en pleno proceso de producción de una serie de TV, me encontré leyendo el guión de un capítulo con una sucesión de escenas en las que dos personajes se daban una mutua paliza. Dada mi inexperiencia en el tema, convocamos a un experto en el arte de simular la violencia. El hombre, un mexicano al que llamaremos Abel, me escuchó atentamente, en silencio. Le conté cómo imaginaba las escenas y le confesé mi desconocimiento de la técnica. Le dije que quería dejar el asunto por completo en sus manos. A modo de respuesta, se puso de pie y me pidió que me acercara. Tomó mis manos y las juntó con las suyas, y simuló una escena de intercambio de golpes. En apenas unos minutos, sentí que podría estar pegándole a alguien.
Se volvió a sentar y me dijo que eso era todo. Que su trabajo era muy sencillo, y que las piñas se aprendían rápido. "Lo complicado le toca a usted, que tiene que ayudar a los actores a olvidarse de lo que aprendieron", dijo. Me contó que el arte no era la simulación de la pelea, sino borrar todo rastro del aprendizaje, hacer invisible la coreografía de la violencia. Que los actores pegaran desde su personaje, no desde su persona. "Esa tarea le corresponde al director o al actor", me aseguró Abel. "Yo sólo enseño lo otro y después me voy."
Me quedé practicando solo ante un espejo. Tanto practiqué que en un momento pude ver el espectro del "Pinino" Rodríguez eludiendo uno a uno mis golpes, e incluso llegué a sentir sus pequeños puños rozando mi cara sin dejar huella. En mi escena ya no quedaba rastro de la mecánica, ni del aprendizaje. Luego sonó el timbre y me pregunté cuántos simulacros de la vida cotidiana escondían coreografías ensayadas con precisión, y resultaban invisibles incluso para el espectador más avezado.
El autor es cineasta