La invencible complicidad de las amistades literarias
Alberto Manguel especula en uno de sus libros, creo que en La biblioteca de noche, que a lo largo de nuestras vidas como lectores solemos enlazar lo que describe como amistades literarias. Según esa idea, esa afinidad se revela de un modo fulminante y no siempre precisa de una obra perfecta. Ocurre con ciertas lecturas lo mismo que sucede en los mejores conciertos: en el fondo nos conmueve sentir que el autor nos cuenta una historia al oído. Manguel llega más lejos cuando nos dice que no leemos una novela (Pastoral americana, por ejemplo), sino el fatigado ejemplar que es nuestro y de seguro nos acompañará toda la vida. La amistad cobra la fuerza de una unión amorosa, casi física.
Esas amistades literarias, que se renuevan cada vez que volvemos a la obra que nos ha encandilado, están hechas de mucho más que una escritura extraordinaria (y vaya si la de Philip Roth lo es): sentimos que en esas voces familiares resuena la nuestra y que son nuestros los dilemas que afrontan los personajes y nuestro el modo en que el autor mira el mundo. La amistad está hecha de esa intimidad y de esas invencibles complicidades.
En un pasaje de Patrimonio, la extraordinaria despedida a su padre, Roth sostiene que cuando alguien cercano muere conversamos con él o palpamos su sepulcro en la vana ilusión de retenerlo un poco más entre nosotros. La muerte, claro, siempre termina por disipar el hechizo. Sin embargo, a los escritores como Philip Roth los sobrevive su obra: moradores de un mundo del que nunca nos resignamos a irnos del todo, volvemos a habitar esas páginas para conversar otra vez con ellos y prolongar así nuestra amistad. Es un modo de extrañarlos menos.
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