La ilusión de lo real
Juan Lascano presenta en Zurbarán las pinturas realizadas durante los últimos dos años en su refugio patagónico, con austeridad de recursos y gran solvencia poética
Dos años transcurrieron desde la última muestra de Juan Lascano en Zurbarán. Pintor platense devenido patagónico, sostiene un ritmo parejo, sosegado, acorde con las demandas técnicas que su imagen necesita. Con vista al lago Moreno orienta su mirada al paisaje y la naturaleza; puertas adentro fija su pupila alerta en desnudos, bodegones franciscanos y los paños que, a su modo, aluden al Zurbarán que apadrina el espacio de Ignacio Gutiérrez Zaldívar.
El limitado número de obras que elabora anualmente no se debe a restricciones baladíes ni a estrategias de mercado. Se trata de la respiración de la imagen, que necesita ser concretada en parsimonias técnicas y que no debe evidenciar los pruritos y las fatigas del laboreo. Tales demandas se cumplen en cada una de las obras exhibidas.
Lascano se orienta por la luz. Aquella física de su La Plata natal, hoy la patagónica, y aquellas electivas de sus admirados maestros. Nuestro pintor se considera autodidacta, estimulado por sus padres que reconocieron la precoz vocación cuando era un niño. Mas también admite que se formó con la mirada puesta en la lección de Sargent, Sorolla, Claudio Bravo, Antonio López y, antes que nadie, Velázquez, el autor de Las Meninas, pintor de la familia real y de la villa del oso y del madroño.
Estas elecciones corresponden a privilegiar serenidades que admiten a la luz –tamizada, modulada– generar la forma, dibujar sin trazo obvio. ¿Cómo se consigue? Por tangencia de las áreas de color; desde esa zona convoca el volumen por progresión del tono. Con tales recursos logra Artesanal: una hogaza, un porrón de dos asas, un cuenco le bastan para tramar este bodegón franciscano que podría firmar, sin remilgos, Zurbarán.
Con vista al paisaje, en formato oval horizontal, Limay arriba contrasta y concerta las volumetrías, geométricas y rotundas, de lomadas y oteros con la superficie engañosamente tranquila del agua que cabrillea bajo la luz unánime de sereno panteísmo. Puertas adentro, en formato similar, Afrodita es la casta versión de una Venus criolla, yaciendo, muelle, sobre un lecho que opone y armoniza amarillos (¿de Nápoles?) y violetas que, apenas casi, irisan la palidez de la diosa siestera. Porque en las pinturas de Juan Lascano la luz adapta la hora y la estación en que fueron realizadas.
Se dice de Lascano que es realista, conjetura que siembra más dudas que certezas. Tanto referida a él como a otros colegas, de cualquier época, cultura y geografía. Dislate semejante a la oposición entre figurativo y abstracto.
Algún indicio de lo dicho ut supra plantean los tres paños que proponemos como núcleo raigal de la muestra. Son variaciones de extrema austeridad de recursos, resueltas con extrema solvencia poética. Fondos rojos, azules, violetas, tan protagónicos como esos nudos lacónicos. El cromatismo de la paleta evoca aquellos que privan y marcan las témporas del rito católico. Estos desafíos son ganados por Lascano en dimensiones de desafío.
El pintor eligió el sur como morada propicia. Lejos del batiburrillo urbano, de las distracciones que interfieren su lectura del mundo y de sí mismo. Es, como todo verdadero artista, oficiante de pupilas celadas. Como el músico, como el escritor, se ensimisma para escuchar esas voces que erigen la suya. El inolvidable Ernesto Schoo insistía, con levedad, sobre esta certidumbre. Y fiaba en Rabindranath Tagore el origen de la lección esencial: "Te buscaré en el silencio, y en lo secreto hablaré a tu corazón".
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