La historia de la bailarina y el fotógrafo: Anna Pavlova y Frans van Riel se reencuentran un siglo después
Un conjunto de imágenes tomadas en 1919 en Buenos Aires sale de arcón en esta muestra que se exhibe hasta el 9 de septiembre
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Era 1919. La mujer había venido de Entre Ríos con su hija especialmente para sacarse una foto en el estudio de Frans van Riel. Tenía pedida una cita y había aguardado debidamente su turno, por supuesto: se trataba de un retratista de la alta sociedad muy solicitado. Pero ese día, cuando las dos mujeres llegaron a la esquina de Viamonte y Florida con la expectativa de quien se acerca a un esperado destino, el alboroto era tal que no pudieron ingresar. La bailarina rusa Anna Pavlova y su partenaire, el estadounidense Hubert Stowitts, posaban frente a la cámara. Se había corrido el rumor que estaban allí y, como no era la primera vez que la revolucionaria figura de la danza venía a Buenos Aires, ya cosechaba un séquito de fieles grupies que la esperaban.
Una selección de esas imágenes prácticamente inéditas –algunas se vieron hace unos años en BAPhoto-, se expone ahora en la muestra Frans van Riel o el principio de la fotografía contemporánea. Pertenecen al único álbum que se conservó del autor, con 54 copias únicas de 1946 en gelatina de plata, de aquella sesión realizada más de un siglo atrás. De los originales de 1919 queda aquí una cantidad que se cuenta con los dedos de una mano y algunos más se hallan en instituciones extranjeras, como el Museo Getty de Los Ángeles. “Permiten develar la capacidad expresiva y el virtuosismo técnico que hacían de Van Riel uno de los retratistas más exitosos de su tiempo. No solo lo comprueban el buen manejo de la cámara –cámaras fijas, de placa y con poco margen de maniobra– sino la sensibilidad formal que deja entrever las influencias de su formación en pintura y escultura”, señala Francisco Medail en el texto que titula Baile suave. El curador seleccionó este material junto con Gabriela van Riel, nieta del artista y continuadora de la labor de su padre –también llamado Frans– al frente de la casi centenaria galería en el barrio de Retiro. “El uso del espacio, la distribución de los elementos y el predominio de líneas diagonales dan cuenta de una composición innovadora y poco habitual para las fotografías de ese entonces”.
De manera que allí está Anna, rara como encendida diría un tango, mostrando sus atributos del otro lado de la lente. Dándole movimiento a la foto fija, a veces con poco más que la mirada y el gesto. Verdaderamente encantadora. No sorprende que un poco en serio y otro poco en broma dijeran sotto voce que el viejo Frans pudo haber tenido algo más que un encuentro profesional con ella. Se llevaban solo dos años. Van Riel era italiano (Roma, 1879-Buenos Aires, 1950) y desde 1906 estaba radicado en la Argentina, donde había sido escenógrafo e ilustrador en el diario La Prensa antes de fundar la revista Augusta y abrir su propio estudio. Pavlova (San Petersburgo, 1881-La Haya, 1931), formada en la Escuela Imperial, de muy joven había bailado en el Mariinsky y dejó Rusia como parte de la generación dorada que pateó el tablero y renovó el ballet con el cambio de siglo. Recorrió el mundo con su propia compañía convertida en una suerte de misionera de la danza. Algunas estimaciones de su onda expansiva señalan que en quince años de giras -entre 1910 y 1925- transitó unos 500 mil kilómetros para realizar más de 3500 funciones en Japón, China, Filipinas, Australia, Nueva Zelanda, India, Egipto, Sudáfrica, Canadá, México, Puerto Rico, Brasil, Perú, Chile, Argentina y por supuesto en el continente europeo.
Las joyas de un tesoro
Gabriela van Riel abre la puerta con la emoción de quien va a descubrir las joyas de un tesoro. Recuerda que antes de esta sede en la planta baja de Juncal 790, la galería fue un amplio sitio de encuentro cultural para la elite porteña desde su inauguración en 1924, en Florida 659, con la presencia del presidente Marcelo T. de Alvear. Eso es pasado, pero en el presente todavía se conmueve cuando se refiere al legado familiar. Abre grandes los ojos y escucha con atención toda información que puedan darle para precisar más datos detrás de estas fotografías: no hay señas particulares que documenten las escenas a excepción del año en que fueron tomadas. “Es que ellos vivían la historia en vivo”, dice. Linda forma de expresar que, entonces, no sabían que llegarían a ser tan grandes.
Solamente una imagen de todas las que se exhiben no corresponde a 1919. Vestida de blanco, de pie y con expresión lánguida, la Pavlova que se ve solitaria en una pared al fondo de la sala corresponde a una visita anterior de la bailarina rusa, en 1917, lo que a su vez confirma que musa y fotógrafo ya se conocían desde antes. En años sucesivos (17, 18, 19), Pavlova y su compañía bailaron la ópera Fausto en el Teatro Colón mientras simultáneamente efectuaban funciones con un programa de varias obras en el Coliseo; luego se presentaron en el Odeón y nuevamente en la sala mayor de la calle Libertad, donde por última vez salió a escena en 1924.
Las crónicas de la época registran la coincidencia en Buenos Aires ese 1917 de la segunda venida de los memorables Ballets Rusos de Diaghilev y de la compañía de Anna Pavlova, ya entonces cada cual por su parte (porque al principio, cuando la magnífica troupe de Diaghilev irrumpió con la potencia de una bomba estética, en esa primera temporada de 1909, Pavlova era parte del dream team). Es pertinente recordar que del germen que todos estos artistas dejaron en la Argentina nació el interés de las primeras generaciones por el ballet, cuyo testimonio más acabado es la influencia en la creación de un Ballet Estable para el Teatro Colón.
Pavlova fue, sin dudas, una artista revolucionaria, parte de aquel grupo de bailarines huelguistas de San Petersburgo que a contramano del academicismo en los primeros años del siglo XX salieron a Europa. Como Tamara Karsávina o Michel Fokine, quien creó especialmente para ella La muerte del cisne, sobre la composición “El Cisne” del Carnaval de los animales de Camille Saint-Saëns. Por definición ella es el cisne original de la maravillosa miniatura de tres minutos mundialmente famosa, que en décadas posteriores otras grandes adoptaron como emblema (Maya Plisetskaya, por ejemplo). Un rol que hasta la hora exacta de su muerte, a pocos días de cumplir 50 años, la acompañó. Escribió Víctor Dandré, manager y compañero de Pavlova, que sus últimas palabras antes de que la venciera una feroz neumonía en un hotel de La Haya, el 23 de enero de 1931, fueron: “Prepara mi vestuario de cisne”.
De manera que la pasión por el ave, blanca y delicada, como las que habitaban el estanque del parque de su casa al norte de Londres –de las que estudiaba en detalle cada movimiento–, la sobrevive ahora en estas imágenes rescatadas del olvido. Con el traje de plumas se la puede ver en varias de las fotos colgadas. Pero hay más. Gabriela abre el viejo álbum, ahora prolijamente desmembrado, sobre una mesa de la trastienda y permite revisar las copias no exhibidas de su abuelo, quien desde un autorretrato en blanco y negro observa la escena reclinado en un atril de madera sin pavor por la exhumación. “¿Era guapo, no?” Una de estas copias podría costar hoy alrededor de cuatro mil dólares, estiman especialistas. Pero en la galería no están seguros de querer desprenderse de ellas: consideran como prioridad que la obra quede reunida, en el país. “Tal vez en una colección, museo o institución que sepa darle el lugar que merece”, arriesga.
En la carpeta, además, hay recortes de la prensa extranjera que reproducen imágenes de Frans van Riel, como el del Chicago Sun Times que acompaña en una vitrina la carta mecanografiada con el encargo que Hubert Stowitts hacía desde California. Ese documento aporta algunas precisiones. “Querido señor –le escribía a Van Riel en 1945–. Yo desearía mucho tener unas copias de las fotografías que usted ha hecho de la Pavlova y de mí en La Péri y en La danza syria”. Ambas pueden identificarse por los vestuarios, con sombreros tipo fez, altos, y otros más puntiagudos.
Así como nadie podría negar la relevancia de esta artista para la historia de la danza, con justicia hay que decir que Pavlova no era la bailarina perfecta: fueron difíciles sus años de formación. A ese período alude su frase proverbial, reproducida hasta el cansancio en señaladores y posters: “Nadie puede llegar a la cima solo armado de talento. Dios da talento, el trabajo transforma el talento en genio”.
En el libro Mi vida en la danza, Agnes de Mille le dedica un capítulo completo, el sexto, que comienza así: “Anna Pavlova. Mi vida se detiene cuando escribo este nombre”. La bailarina y coreógrafa americana relata que cuando la vio por primera vez quedó marcada, que iluminó su senda. Reconoce que “la técnica de Pavlova era limitada; que sus arabescos no eran tan puros ni clásicamente perfectos”, que “su batterie eran pobres y sus vueltas no podrían compararse, en cuanto a vigor, ni a número, con la resistencia imponente de la Baronova o la Toumanova”. Y sigue De Mille: “Sé que sus decorados estaban pintados por artistas de segunda clase, su música estaba al nivel de las orquestaciones de restaurante, su compañía era decididamente inferior al tipo en que hoy se insiste, y la coreografía casi toda chata. Sin embargo puedo afirmar que en su persona resumíase la quintaesencia de la emoción teatral”. Más adelante, hace una descripción elocuente: “En cuanto su cuerpo de pajarito aparecía en la escena, fuese inmóvil en el tembloroso misterio o tenso en el arco inconcedible de su elevación, el empeine echado hacia adelante en una curva jamás vista hasta entonces, los huesitos de sus manos en incesante vibración, radiante el rostro, resplandecientes bajo sus cabellos negros los diamantes, envuelta en sedas la diminuta cintura, balanceante el abultado tutú, movediza y eléctrica sobre aquellas piernas incansables, ligeras, perennemente estremecidas, todos se inclinaban hacia adelante en sus asientos y no había pulso que no se detuviese (…). ¡Alegres huesecillos de pájaro, delicados tendones de ave! Era todo fuego y alambre de acero”.
Otro testimonio de valía es nada menos que el de Frederick Ashton, que cuenta la decepción inicial que sintió cuando conoció a Pavlova en Lima, donde el coreógrafo capital del ballet británico fue educado. “¿Es ella?”, se preguntó. Y luego, en cuanto comenzó a bailar, le pareció tan hermosa. “Verla sobre el escenario fue mi fin. Me inyectó con su veneno y desde el final de esa noche quise bailar”, se lee en Frederick Ashton and his ballets, de David Vaughan.
Ese lirismo que suele definir el arte de Pavlova, un carácter indisoluble de su cuerpo y su danza, emana de las fotografías que hasta el 9 de septiembre continuarán exponiéndose en Frans van Riel o el principio de la fotografía contemporánea. Mientras tanto la historia se sigue escribiendo, en vivo.
Para agendar
Frans van Riel o el principio de la fotografía contemporánea. Hasta el 9 de septiembre en galería Van Riel, Juncal 790 PB. Visitas de 15 a 19. Más info, 4313-5553.
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