La historia de amor, pasión y tormento de Frida Kahlo y Diego Rivera todavía no terminó
Amantes y contendientes, los mexicanos se reencontrarán en la colección de Eduardo Costantini; para ella, dueña ahora del récord mundial, podría significar la emancipación post mortem del hombre del que era dependiente
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Cada tanto, la Historia tropieza consigo misma. Un bucle del tiempo, una resistencia a soltar fragmentos. De ese modo se asegura su misión, sostener la narración.
Sucedió esta semana, con un nuevo capítulo en la vida (post mortem) de Frida Kahlo, cuando el coleccionista y fundador del museo Malba, Eduardo Costantini, adquirió por US$ 34,8 millones el autorretrato Diego y yo. De 1949, fue rematado en la casa Sotheby’s. La subasta cuadriplicó el máximo histórico de la propia artista mexicana, de US$ 8 millones, logrado en 2016. Pero además, sumó otro episodio a la fascinante historia de Diego Rivera y Frida Kahlo: tras volverse la estrella de la puja en Nueva York, la pintora mexicana desbancó a su marido del podio del artista latinoamericano más cotizado (US$ 10 millones, en 2018, por Los rivales). Más de medio siglo después, arte y muerte consiguieron aquello que no pudo antes la vida: la emancipación de Frida de su marido, de quien dependió completamente para el sustento y costeo de su frágil cuerpo.
La historia de amor de Frida y Diego tuvo iguales dosis de tormento y pasión. Lo prueban sus dos matrimonios (1929-1939 y 1940-1954); en ambas ocasiones se dieron permiso para relaciones extramaritales. Aunque la mayor prueba de lealtad que se profesaron ocurrió durante el año en que estuvieron divorciados. Lo demuestran las cartas que el muralista y la pintora intercambiaron sus estadías en México, Nueva York o París. Fueron expuestas en 2016 por la Casa Estudio de Frida y Diego, en Ciudad de México, en la exhibición Correspondencias, que incluyó las que Diego Rivera enviaba a sus dos grandes musas: Dolores del Río y María Félix.
“Te quiero más que a mí misma y no sé ni qué hacer sin ti, hasta que no ahueque el ala te querré”, le escribe en 1940 Frida a su exmarido. Ese mismo año, el 3 de junio, el muralista le envía una carta poder, en la que la trata de muy señora mía. “Queda usted autorizada para sacar de mi casa los objetos que juzgue necesario y para depositarlos en donde le parezca más conveniente”, le avisa, y le aclara que su disposición “no reconoce ninguna limitación” (“puede usted hacer sacar de mi casa, inclusive la totalidad de los objetos”).
En ese desapego de Rivera está la clave de su amor imperecedero por Frida. Pero sobre todo, de la preocupación del muralista por Frida, consciente de que dependía de él para sobrevivir a su accidentado cuerpo. El sufrimiento de Frida se debía a las secuelas de la poliomielitis que contrajo en 1913, con seis años, y al accidente que le fracturó su columna en tres partes partes, cuando un tranvía arrolló al autobús en que viajaba. Por ese accidente estuvo un año postrada; 32 operaciones demandaron la reconstrucción de su columna y de su pelvis.
"Te quiero más que a mí misma y no sé ni qué hacer sin ti, hasta que no ahueque el ala te querré”, le escribe en 1940 a su exmarido."
La sobrina nieta de Frida, la artista y fotógrafa Cristina Kahlo, brindó hace pocos meses a LA NACION un punto de vista inédito acerca de las torturas que su tía vivió en su cuerpo roto: “Frida fue emocional y económicamente dependiente de Diego”, dijo. Y sostuvo: “Frida costó mucho dinero”.
La misma Frida reconoció por escrito los cuidados de su esposo. “Me acogiste destrozada y me devolviste entera, íntegra”, le dedicó.
Arte, enfermedad y un cambio de ecuación
La salud de Frida fue el motor de su arte. Comenzó de niña, cuando su madre le regaló unas acuarelas como pasatiempos en su enfermedad. Volvió a serlo más tarde en sus postraciones. Por eso, para el mayor perito valuador de arte de México, Juan Francisco Matos, el arte surgió como accidente en la vida de Frida. “Cuando Frida vuelve a quedar varada con la enfermedad, ya casada con Diego, es cierto que hay un pacto entre los dos en el que dicen que Frida va a ser autosuficiente y que no va a necesitar nada de Diego. Pero la realidad es que Diego tenía que trabajar el triple para poder pagar todos los gastos de enfermería y de medicina de Diego”, considera Matos.
El punto de vista de Matos es de relevancia, pues además accedió a evidencia sobre el enamoramiento que Rivera sintió hacia la gran diva mexicana María Félix, mientras estaba casado con Frida. El flechazo del muralista hacia “la Doña” quedó materializado en Retrato de María Félix, que el artista pintó en 1949. La pintura escandalizó a los diarios de la época, que se preguntaron: ¿Posó desnuda la modelo durante las 40 sesiones en las que se prohibieron testigos?, refiere Hayden Herrera en Frida. Una biografía sobre Frida Kahlo. La familia de Matos, de larga tradición en el mercado del arte en México, estuvo a cargo de la venta de los bocetos que sirvieron de ensayo a esa pintura. Fueron cedidos por Emma Hurtado, con quien Rivera contrajo matrimonio un año después de la muerte de Frida en 1954. Tomar contacto con esos bocetos y su particular dueña le permitió acceder a la intimidad entorno a esos dibujos preparatorios. La pasión que Rivera depositó en el cuadro no tuvo correspondencia en su musa. La actriz le prohibió exhibirlo en el Instituto Nacional de Bellas Artes de Ciudad de México.
En una entrevista de 1994, “la Doña” compartió su fastidio por la desnudez que exhibió Rivera, que acentuó deliberadamente las transparencias de su vestido. Así que un día aprovechó la presencia de un albañil en su casa y le pidió que aplicara unas pasadas de blanco, “para tapar un poco todo aquello”. Las imágenes gastadas aun conservan el asombro del periodista, Jacobo Zabludovsky . “¿Con yeso? ¿Al original de Diego?”, quiso asegurarse. “¿Porqué no. Ahora está mejor”, remató Félix.
1949, un año clave
El año 1949 podría ser considerado como aquel en que Frida y Diego concibieron las obras que pusieron en jaque a su relación. Pero en especial cuando midieron sus fortalezas como pareja y como artistas.
Rivera lo dedicó a pintar el Retrato de María Félix, obra desaparecida, de unos dos metros de alto. Frida, a concluir Diego y yo, un autorretrato de pequeñas dimensiones -30 centímetros de alto y 22,4 de ancho- considerado como símbolo de la atribulada relación con Rivera. En la obra, vendida por última vez hace treinta años, el muralista aparece dibujado sobre la frente de su esposa, convertido en un tercer ojo, que representa la presencia constante del artista en su mente.
Esa pintura, de considerable menor tamaño en relación al lienzo con que su esposo honró a Félix, es la que le acaba de permitir a Frida su ingreso triunfal al Olimpo de los artistas latinoamericanos. También, la que le concedió la emancipación económica que buscó para aliviar la carga sobre su esposo.
Pero sobre todo, le permitió recordar al mundo la fuente de sus universos pictórico y extrapictórico, en los que amor y devoción se imponen. Por encima de cualquier guion que los muestre enfrentados, para sostener una nueva narración.