La historia de amor de Almudena Grandes y Luis García Montero
La relación entre el poeta y la novelista, iniciada en 1992, duró hasta la muerte de la autora hace diez días, y dejó un rastro de guiños y señales entrecruzadas en la literatura de los dos
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A primera vista y para un marciano que aterrizara ante una biblioteca cualquiera, son dos autores en la misma estantería, letra G, apenas separados por unos cuantos González o Gil: Luis García Montero y Almudena Grandes. Poca cosa entre un poeta y una novelista de un mismo tiempo, misma inicial y una literatura tan unida en sensibilidades como dispar en géneros. El extraterrestre en cuestión podría dejarlo ahí, pasar a la H, a la I, o pararse a leer. Encontraría entonces rastros luminosos, guiños cruzados de una relación entre dos autores que no solo se amaron, sino que se enriquecieron mutuamente en el plano creativo y que dejaron señales vibrantes para la historia de la literatura, tanto la que se escribe con mayúsculas como la que se forja en minúsculas. Si el aterrizaje del marciano se produjera en estos días, además, se encontraría con que ya no solo les separan esos cuantos intrusos en la estantería, sino la dolorosa línea entre la vida y la muerte porque ella, la novelista, falleció el pasado 27 de noviembre de un cáncer a los 61 años.
María Almudena Grandes Hernández tenía 32 años, un hijo pequeño y dos novelas publicadas cuando conoció a Luis, poeta granadino de 34 años con otra niña pequeña y varios poemarios con el que coincidió en los encuentros literarios de Verines (Asturias) en 1992. Su estreno había sido apoteósico con Las edades de Lulú (1989), que no solo había obtenido el premio de novela erótica La Sonrisa Vertical sino que además había conectado con un público hambriento de pasar página, de modernidad. La España de esos días ansiaba salir del blanco y negro, de la ranciedad heredada y ahí estaba Grandes, hija de poeta, historiadora de formación, lista para captar el pálpito de ese tiempo. ¿Y él? Profesor de Universidad, poeta mal vestido —según fuentes bien informadas— pero con una calidad y notables premios como el Adonáis o García Lorca que le habían puesto ya de sobra bajo los focos. Ella estaba casada y, él, emparejado con su novia de toda la vida.
“Cuando nos conocimos en Verines, yo acababa de publicar un librito con Muñoz Molina sobre por qué no es útil la literatura y se abrió el debate en torno a este asunto”, rememora hoy el poeta sin dar tregua a un gran sentido del humor. “Estaba muy reciente Las edades de Lulú, ella dijo que no creía en la utilidad de la literatura, y yo le dije: ‘Pues a mí tu libro me ha servido cuatro o cinco veces”, sonríe él. “Ella me miró, entendió y así comenzó nuestra historia”.
La chispa que brotó en aquella casona asturiana encontró mecha en otros encuentros literarios en los que, muy pronto, los amigos de ambos empezaron a darse cuenta de que ahí nacía algo mucho mayor que un tonteo o una amistad, que también. A finales de ese mismo 1992, Eduardo Mendicutti, enorme amigo de Grandes, conoció al poeta, al que ya había leído y del que ella le hablaba enamorada. “Habíamos ido juntos a Granada, llegó Luis y ella me dijo a mí solo: ‘Mira que me gusta este tío, pero hay que ver lo mal que viste”, rememora Mendicutti, dolorido por su muerte, pero risueño. “Ella estaba decidida, completamente lanzada”.
Corre la leyenda entre los amigos de ambos de que Mendicutti le advirtió a ella contra ese poeta porque no le convenía, pero él no lo recuerda y quien recuerda la base del mito es el propio Luis, que no solo escuchó involuntariamente el comentario sobre su forma de vestir mientras descargaba las maletas de ambos tras acercarles al hotel en el que se alojaban, sino que tiempo después tuvo que soportar un buen chorreo. Ambos —Almudena y Luis— habían quedado para comer en Madrid, él aún no se acababa de decidir y ella utilizó a Mendicutti para desbloquear su destino. “Me ha dicho Eduardo que te diga que eres un hijo de puta”, soltó ella. “Y me lo dijo con tanta simpatía y me puso los pies tan firmes en la tierra que vi que sí, que había que ir pensando en tomar decisiones”.
Aquel fue uno de los momentos definitivos y García Montero lo relata tan pletórico de amor como de humor, además de nostalgia por un tiempo complejo mientras cada uno ponía fin a sus parejas y gratitud hacia los amigos que fueron testigos y les acogieron en sus casas cuando aún no tenían la suya. “Eduardo fue muy cómplice desde el principio”, asegura Luis. Lo de la ropa se arregló muy pronto. Lo de la convivencia, en realidad, también.
“Ya sé que otros poetas
se visten de poeta
van a las oficinas del silencio,
administran los bancos del fulgor,
calculan con esencias
los saldos de sus fondos interiores,
son antorcha de reyes y de dioses
o son lengua de infierno.
Será que tienen alma.
Yo me conformo con tenerte a ti
Y con tener conciencia”
Mientras otros se aferraban al alma, García Montero se aferraba “a ti y a la conciencia” en uno de esos poemas ya míticos que empezó a escribir en esos días y que desembocaron en Completamente viernes (1998), una pura advocación de amor y devoción a su nueva musa, una contraposición que daba a su haber una dimensión gigante frente al deber al que renunciaba.
Pero no corramos, porque hasta publicar ese poemario y forjar su nuevo núcleo familiar entraron en juego otros amigos, y otros poemas, con mucho más que añadir.
Ángeles Aguilera, amiga del alma de la autora desde que la entrevistó en Radio Nacional por su primera novela, puso en el momento justo el hogar que ambos necesitaban, ya consciente de que había nacido algo serio. “Ella se enamoró como una adolescente”, cuenta la hoy editora de Planeta. “Hubo un momento en que aquello iba en serio, quedaron en verse en Madrid y les dejé las llaves de mi casa. Yo no le conocía a él, ni él me conocía a mí, pero conoció mi dirección. Aquí en mi casa se encontraron, aquí decidieron separarse de sus parejas e ir adelante”. El resultado no fue solo la pareja, sino uno de los poemas más famosos de Luis, La ciudad de agosto, escrito a partir de los encuentros que les reunieron en casa de Aguilera, calle de Santa Isabel, número 19, Madrid, en tiempos aún clandestinos.
“Estoy en la ciudad del calor soportado,
en la ciudad que vive a ritmo de transbordo.
Calle Santa Isabel, número 19,
donde acuden los taxis con mirada
de perro cazador
y la escalera tiene voluntad
de mano que se cierra,
de mano que se cierra porque esconde
por ejemplo una joya,
una esmeralda de color memoria,
un sueño que se quiere defender,
como dos cuerpos se defienden cuando están abrazados,
como dos cuerpos que se aman
con una minuciosa voluntad de tormenta,
como dos cuerpos que ya saben
la hora que jamás olvidarán,
el caribe metálico de los ventiladores,
la sombra de sus aspas en el techo,
o las huellas azules,
las alas del avión que vuelve a irse,
en la ciudad de agosto,
en un piso segundo,
en un rincón del viento.
“Esa esmeralda de color memoria que escondía la casa de Santa Isabel 19 era Almudena y así está escrito”, sabe Aguilera. El poema manuscrito luce hoy serigrafiado en grande en el cristal de la puerta de su cocina como testigo para la historia.
Porque esos días no solo estaba naciendo una relación, oficializada en boda en 1996, sino una nueva etapa en la literatura de ambos con señales del impacto que el conocimiento del otro iba a tener en sus propias obras, constatable en todas las dedicatorias y guiños que se entrecruzaron.
Tras el enorme éxito de Las edades de Lulú, a Almudena Grandes le tocó lo más parecido a un pinchazo con Te llamaré Viernes, que resulta clave en la reconstrucción de la relación literaria entre los dos amantes. “Ella quería salirse de la etiqueta erótica”, cuenta su editor, Juan Cerezo, “y escribió una historia realista de Madrid con dos personajes con algún complejo de inferioridad. Tras una ópera prima de éxito ya sabemos que la novela más difícil es la segunda y Grandes eligió la historia de dos náufragos en la ciudad con la que además homenajea a Viernes, el personaje de su admirado Robinson Crusoe en una de sus novelas favoritas”.
A aquel Te llamaré viernes (1991) es a la que él responde con Completamente viernes (1998), una proclamación de amor que aludía además al día de la semana en que se reencontraban en Granada o en Madrid. “Cuando Luis le pone a su poemario ese título busca un guiño al libro que menos había funcionado; era su forma de decir: yo te reivindico, no pasa nada”, cuenta Aguilera. “Y ella lloraba como una magdalena cada vez que íbamos a una lectura de poemas. Aunque los hubiera escuchado mil veces, seguía emocionándose”.
Todo esto fue público y notorio. Pero ya antes se habían cruzado otro guiño que ha seguido creciendo entre las leyendas de la literatura. En Habitaciones separadas (1994), el poeta incluye un poema llamado Dedicatoria, que ella utiliza antes de ver la luz como cita de un relato que publica en agosto de 1994 en El País Semanal: “Si alguna vez la vida te maltrata, / acuérdate de mí, / que no puede cansarse de esperar / aquel que no se cansa de mirarte”. El relato se llamó El vocabulario de los balcones (recogido después en su libro Modelos de mujer, 1996). En el mismo poemario está Aunque tú no lo sepas, versionado por Quique González para el cantante Enrique Urquijo y que dio título a la película de Juan Vicente Córdoba del año 2000 basada precisamente en ese relato de Grandes. Una curiosa triangulación para los vericuetos de la historia.
Pero dejemos la realidad literaria y volvamos por un momento a la realidad biográfica. Entre festivales y encuentros en la casa de Aguilera y de otros amigos, fue en una cita en Sitges cuando dieron el paso. “Al despedirse de mí, Almudena me preguntó: ‘¿Tú te harás cargo de mí?”, relata Luis. “Lo estoy deseando’, le dije, cuando en realidad la que se hacía cargo de mí era ella. Ella ha sido quien ha tomado las decisiones y se convirtió pronto en punto de referencia para mí y para mis amigos”.
Uno de ellos, Benjamín Prado, recuerda muy bien la ocasión por el impacto que le causó Almudena. “Yo estaba entonces en Diario 16″, rememora el poeta. “Y había comentado a una persona que me envió su última novela: ‘Menudo ladrillo’. Y llego a Sitges, alguien me da un golpe en la espalda, me giro y veo a una guapetona que me dice: ‘¡Con que menudo ladrillo, ¿eh?’ Me cayó instantáneamente bien y se produjo algo más”.
Y es que Luis, cuenta Prado, se la quitó. “Me gustaba para mí. Pero los dos estaban metiéndose al ascensor para subir, yo intenté entrar —'¡dejadme subir!’, les decía’— y Luis me echó. No me dejaron entrar y siempre tuve muy claro que ahí se convirtieron en pareja”.
A partir de ahí todo es sabido: no solo formaron pareja, sino un hogar para Irene y Mauro, hijos de él y ella con sus anteriores parejas, más la que tuvieron juntos, Elisa, y decenas de amigos partícipes de unas cenas y encuentros que ella preparaba a lo grande. Prado cuenta que se besuqueaban como unos pesados y, sobre todo: “No dejaron de ser novios a pesar de ser marido y mujer”. Y Mendicutti sabe bien que, en términos de cuidados, fue Almudena la que se ocupó de Luis. “Ella cocinaba comidas pantagruélicas, platos inmensos y riquísimos para todos pero para él siempre tenía tortilla y jamón, le reservaba algo solo a él, porque él es muy escogido. Ha sido una dependencia total”.
De vuelta a la literatura, Atlas de geografía humana fue el primer volumen que Grandes dedicó a García: “A Luis, que entró en mi vida y cambió el argumento de esta novela. Y el argumento de mi vida”. Y no hubo uno que no dejara de dedicarle repitiendo prácticamente la fórmula: “A Luis. Otra vez, y nunca serán bastantes”. Él también le dedicó a ella todos los poemarios desde aquel Completamente viernes: “A Almudena, también en la luz de los inviernos”, “A Almudena. Como siempre he vivido con los pies en las nubes, necesito el amor para poner las manos en la tierra”; “A Almudena, la única patria del peregrino”; “A Almudena, junto al árbol, porque en el momento de abrir los ojos vimos el mundo desnudo”; “A Almudena, que me abriga con una mirada de mis silencios y me defiende con una sonrisa de mis palabras…”.
Fueron muchos los regalos literarios entre ellos, pero hay uno que desborda la dedicación intelectual y la sensibilidad política que ha ocupado a los dos: y es la tumba en la que Almudena fue enterrada el lunes de la semana pasada. En 2005, su amiga Rosana Torres, periodista de EL PAÍS, había adquirido una sepultura en el Cementerio Civil de Madrid en el que yacen los restos de suicidas, ateos o escritores y políticos republicanos. Era para su madre, valenciana republicana, que finalmente no fue enterrada ahí y se la traspasó a Luis. “Era un regalo para Almudena, un regalo un poco tétrico para consolidar una historia de amor. Fue mi forma de decirle: hasta que la muerte nos separe”, confiesa el poeta. “Y no solo hasta que la muerte nos separe, sino que esta es nuestra tierra, junto a la Institución Libre de Enseñanza, junto a Blas de Otero, junto a Giner de los Ríos, los presidentes de la República, la Pasionaria... este es el pasado que nos une, es nuestra historia”. Cuando los lectores alzaron el lunes los libros de Almudena durante su entierro, en ese lugar que había sido su regalo, Luis no pudo con la emoción.
Y ahí no solo quedó ella enterrada, sino un ejemplar de Completamente viernes que García Montero coló en la sepultura, el que utilizó Miguel del Arco para leer en el entierro uno de sus poemas: La ausencia es una forma del invierno, que desde el sábado había empezado a circular en las redes por su aire premonitorio ante la muerte de su amor.
“Como el cuerpo de un hombre
derrotado en la nieve,
con ese mismo invierno que hiela las canciones
cuando la tarde cae en la radio de un coche,
como los telegramas, como la voz herida
que cruza los teléfonos nocturnos,
igual que un faro cruza
por la melancolía de las barcas en tierra,
como las dudas y las certidumbres
como mi silueta en la ventana,
así duele una noche,
con ese mismo invierno de cuando tú me faltas,
con esa misma nieve que me ha dejado en blanco,
pues todo se me olvida
si tengo que aprender a recordarte”.
Pero no fue este, cuenta Luis García Montero, sino otro el poema que él escribió al conocer la enfermedad de Almudena y que está incluido en su último poemario, No puedes ser así. Lo escribió en un viaje a Gijón al día siguiente de conocer el cáncer y se llama En otra caverna (Habitación 5427), en dudoso honor al cuarto que acogió a Grandes en el hospital Jiménez Díaz en septiembre de 2020.
“Una mujer extraña me sonríe.
Yo la estaba mirando
porque su edad discute con su ropa
y quiebra la penumbra del café.
En las paredes de cristal se mezclan
la calle, mi silencio y las conversaciones
como ascuas lejanas.
Mundos habituales de este mundo
se despliegan delante del que mira
a sus sombras pasar entre la gente.
Tampoco falta un perro abandonado,
el reloj de una iglesia y la tranquilidad
del tiempo que envejece.
De manera inoportuna, después de la noticia,
viajé muy de mañana
para caerme del avión
lejos de mí,
en una tarde de domingo.
Es verdad que son muchos los poemas
de amor que suelo dedicarte.
Pero en estas palabras
la cicatriz devuelve su retórica
y se deja de versos.
El amor hace sombras de mi vida,
descarnado egoísmo,
todo lo que yo soy
cada día mezclado con mi nombre.
Hablo solo de mí, de lo que nunca
Puede tener sentido si me faltas”.
La muerte ha llegado a esta pareja y queda la literatura, pero no solo. “Lo que conseguimos los dos a la hora de enamorarnos fue llevar nuestras pasiones literarias a la vida, convertir nuestra vida en literatura y nuestra literatura en vida”, cuenta García Montero. “Tengo la suerte de haber vivido casi 30 años con el amor de mi vida, cuando hay gente que muere siquiera sin conocerlo”.
García y Grandes seguirán mirándose de cerca en la estantería de la G.
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