La guerra es un teorema ominoso
La primera vez que presencié el disparo de un tanque me di cuenta de nada me había preparado para eso. Fue en el polígono de tiro para tales armas que había en aquella época en Campo de Mayo. El ataque bestial, innecesario y sádico que vimos estos días, cuando un blindado aplastó un automóvil en Ucrania, despertó ese recuerdo antiguo, piadosamente soterrado por la memoria. Pero pasaron más cosas.
Alguien muy cercano me dijo, con los ojos llenos de lágrimas, que no podía imaginarse el tener que dejar todo –tu casa, tu trabajo, incluso en muchos casos a tus mayores– y escapar del terruño con lo puesto, porque se aproxima una amenaza formidable. O al revés, dejarlo todo porque vas a enfrentar esa amenaza, como les ha ocurrido a tantos hombres (y no pocas mujeres) que son reclutados o deciden voluntariamente defender su terruño.
He tenido cientos de discusiones debido a mi inamovible oposición a la guerra. Hay muy pocos asuntos sobre los que tengo completa certeza; creo que la verdad es sinfónica y que cada uno de nosotros posee solo unos compases de esa sinfonía. Pero soy pacifista sin dudarlo. Los analistas y los historiadores pueden (y deben) desmenuzar las guerras que han causado los humanos, pero no se acercan siquiera al olor de la guerra; a su sacrílega erosión del alma, que termina por bestializarnos; a la certeza del más absoluto desamparo, y a la convicción de la muerte. Ningún análisis se sumerge en esas formas de sufrimiento que acarrea la guerra y que carecen de nombre o que son tan abominables que solo mencionamos en voz baja, con el temor que se le reserva al abismo.
Por supuesto, soy consciente de que somos una especie agresiva. Vaya novedad. Si ese es todo el argumento que tienen para defender la guerra –las caras de la guerra son innumerables, pero siempre son la guerra–, entonces toda hostilidad es aceptable. Pero no defenderíamos el homicidio con semejante planteo. “Mala mía, señor juez, ocurre que somos una especie agresiva”.
La guerra no solo es el mayor asesino de la historia. Es también el mayor despojador y el origen de traumas que atraviesan generaciones. Mi madre recordaba siempre a una señora a cuya casa habían ido a comer con mi padre, siendo ambos todavía un matrimonio joven. Cuando fueron a levantar los platos, la anfitriona rompió en llanto, de forma inexplicable, y al rato logró darles a entender que esos huesos de pollo no perfectamente pelados le habían recordado sus experiencias de niña en alguna de las guerras europeas (no recuerdo cuál; no importa), cuando el hambre y el racionamiento habían desterrado para siempre las sobras. Incluso la idea de las sobras.
Hasta la proximidad de la guerra es abrumadora. Muchos, estos días, están teniendo, gracias a internet, una visión más cercana que la que nos permitíamos hasta hace unos años, en parte porque a sus cultores no les conviene que las personas se den cuenta de la obscenidad de la guerra. La guerra es obscena y es aberrante. Puede haber instantes de heroísmo, cierto. Pero ese heroísmo es obra de individuos, de personas, de la consciencia cuando se sobrepone al horror y enfrenta el desastre cara a cara, en un último destello de dignidad humana en la más inhumana de las experiencias.
Además, el heroísmo no necesita guerras. También hay heroísmo en la paz. También lo hay en oponerse a la guerra sin recato ni pudor. Que después el documental o la película le pongan partituras épicas y se ahorren los detalles más espantosos es otro asunto. La guerra es todo lo contrario de la ficción.
El conflicto es una regla en la convivencia humana, no una excepción. Tuvimos decenas de miles de años para depurar métodos mejores que el de matarnos mutuamente para saldar nuestra diferencias. Pero ahora hay un factor más. Hemos desarrollado armas que pueden aniquilar a la humanidad. Son la demostración final del teorema bélico. La idea más honda, la que subyace a toda guerra, es la de destruir al otro. Si lo hacemos realmente bien, no quedará nadie.
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