La guerra de Virginia Woolf
Acaba de reeditarse Tres guineas (Lumen, España), la obra más feminista y combativa de la novelista de Orlando . Ese ensayo, que denuncia el patriarcalismo, hizo que la escritora se enfrentara a la incomprensión de su propio esposo. Hoy, el pensamiento de Virginia sigue siendo una insolente utopía, a pesar de la lucha centenaria por los derechos de la mujer.
LA primera y obvia pregunta que suscita, a los cincuenta y dos años de su aparición, la reedición de este libro en español, es la de su posible actualidad, su vigencia en nuestros días. Y luego de acompañar el galope glorioso de sus páginas, escritas de un solo e inspirado envión, la respuesta, diría yo, es negativa, pero positivamente negativa, si se me permite la expresión. Este libro no es actual porque todavía es futuro: bosqueja una insolente y fresca utopía que todavía no hemos descifrado, que aún no estamos en condiciones de aceptar y mucho menos de realizar. Es un libro osado y mordaz, que se enfrenta con Sófocles, San Pablo y Freud con la misma fuerza y libertad con la que denuncia el fracaso de la universidad, la corrupción del mundo editorial -descripta en términos que parecen calcados de nuestros días- y la grotesca estupidez del belicismo. La tesis más fuerte de Woolf se funda en la conexión profunda de todas estas plagas, la contaminación que el patriarcalismo difunde desde el seno íntimo de la familia a toda la sociedad y viceversa: las últimas páginas son un potente, arrebatado y arrebatador manifiesto, fundado en un análisis audaz de las relaciones entre psicología social e individual, a favor de este argumento. Acaso sea éste el más apasionado libro de Woolf, el más profundo y resonante, el que prueba definitivamente que, más allá de la lírica inolvidable que desarrolló en su novelística, ella es también una poeta épica y satírica de estatura mayor en el siglo XX.
"Como mujer, carezco de país; como mujer, no quiero ningún país; como mujer, mi país es el mundo", decía Woolf, mientras un argentino, que también se sentía marginal, anunciaba, por la misma época, que su tradición no era la literatura nacional, sino la literatura de todo el mundo, ni más ni menos. "El patriotismo es la menos perspicaz de las pasiones", dijo asimismo Jorge Luis Borges, una afirmación que Woolf también hubiera suscripto. Pero en los tiempos de la Guerra Civil Española, cuando Woolf publicó Tres Guineas , sus palabras sonaban a disenso poco afortunado, a herejía inoportuna. No se trataba, en realidad, de España, pero sí de la gran patria socialista: Virginia se había vuelto, potencialmente, una traidora. Los comentaristas señalan que el libro, considerado polémico, fue desechado como estridente, ingenuo, poco informado y ofensivo, pero también indican que esta retahíla de adjetivos molesta: la tesis de que el fascismo se alimenta del patriarcalismo machista de la familia nuclear, centro y raíz de toda opresión, era -y es- una tesis demasiado novedosa y virulenta para ser aceptada, aún por los muy progresistas miembros del dorado círculo de Bloomsbury. No nos sorprendamos excesivamente: acaso el menos comentado versículo del Nuevo Testamento es la dura y difícil palabra de Cristo: "Los enemigos del hombre están en su propia casa".
Como lo han notado sus comentaristas, el tono epistolar que Woolf asume deliberadamente aquí constituye de entrada una burla -casi posmoderna en su tono y estilo- al panfletismo autoritario que se expresaba en discursos demagógicos y unipersonales, una forma literaria de fascismo según Woolf. Pero más aún que la línea de la argumentación -tan audaz como impecable, tan impecable como feroz-, lo que golpea al espectador de este libro, que se levanta como una hermosa hoguera otoñal, es la fuerza de su ritmo, su despiadada intensidad. Woolf es aquí, a la vez, la niña irreverente y la guerrillera implacable, munida de una invencible estrategia: su prolijísima información y su magnífica fantasía. Es algo así como si la inesperada fusión de Alicia en el País de las Maravillas y de Juana de Arco avanzara sobre nosotros, desarmándonos para siempre en una suerte de deslumbramiento enceguecedor. Lo que se vocea aquí son las humildes verdades de la vida cotidiana, las ancestrales humillaciones de las mujeres, la desigualdad indignante en sueldos y oportunidades, pero todo esto está dicho desde una carcajada inextinguible, y el todo opera sobre nosotros como una cachetada fundamental y saludable, devolviéndonos a los tristes pero invisibles repliegues de la realidad.
Los críticos lamentan que haya abandonado la gracia cortés e ingeniosa, el dorado humor de Un cuarto propio , sin advertir que Woolf ha descubierto con creces que no basta con un cuarto propio: ahora quiere edificios, universidades, bibliotecas para las mujeres. Sí, las mujeres han conquistado la Universidad, pero sólo confinadas en colleges que alcanzan una ridícula proporción de los subsidios que logran los colegios de los ilustres varones, y sin perspectivas de conseguir nunca el mismo título, a pesar de haber cursado los mismos estudios y haber aprobado los mismos exámenes. Por toda partes resuena la hipocresía de la Inglaterra victoriana, denunciada sin misericordia por una mujer que tiene una artillería de acero y la pluma de un cisne. Pero donde más flamea el talento de Woolf es en la parodia a la que reduce las procesiones de los hombres cultos e importantes, sacerdotes, militares, profesores, aferrados a sus ropas, sus insignias, sus condecoraciones: las jerarquías destinadas a despertar la envidia, la competencia y la guerra. Aquí brilla el ridículo en su cenit, aquí Woolf no es ya tan sólo una feminista genial y apasionada sino que pasa a integrar, con Chesterton, con Wilde, la galería de caricaturistas magníficos que es uno de los mayores dones que Inglaterra ha ofrecido a la gran literatura del mundo.
Tal vez la mejor manera de adentrarnos en el motor de este libro potente es seguir las vicisitudes de su composición a lo largo del tiempo. En 1936, Virginia Woolf se siente totalmente arrastrada por el texto que está escribiendo: "Me encuentro tan inmersa en Dos guineas (título original) que me parece enloquecer, tan profundo debo ir. Me encontré hablando sola por la calle". Escribe en su diario, en marzo de 1937: "He estado galopando en Tres Guineas ... Un libro que puede fracasar entre tibios elogios; pero lo importante es que sé por qué puede fracasar, y su fracaso es deliberado. Sé que he alcanzado mi punto de vista como escritora, como mujer, como ser humano." Aquí se afirma una escritora valiente que se enfrenta con la probable desaprobación de su grupo y desafía la derrota, segura de una íntima victoria, la de su libertad. Esta es toda Virginia Woolf en la cima de su lucidez y de su arrojo, acaso en la cima de su felicidad, que es la plenitud del intento cumplido. "La disminución de mi fama me permite contemplar sosegadamente. Estoy mirando hacia una lenta, oscura y fecunda primavera, y un verano, y un otoño."
En verdad, el libro se había ido gestando lentamente: ya en 1931 Virginia lo proyecta, llamándolo "mi libro de guerra." Durante su escritura, en 1937, murió Julian Bell, su sobrino, en el frente republicano español: una herida desgarradora para Virginia, que había pensado el texto -como se lo dice en carta a Vanessa, su hermana- como una conversación con él, destinada, precisamente, a disuadirlo de su empeño en participar en la guerra. "Una muerte así, dice en su Diario , nos acerca al inmenso vacío y a la corta carrera que conduce a la insanidad". Sin embargo, Virginia prosigue escribiendo; en julio declara: "Estoy en el medio de mi burbuja mágica." Triunfalmente, en octubre, dice: "Hace diez minutos he terminado la última página de Tres Guineas . ¡Qué violento ha sido mi galope a través de estas mañanas! Ha estallado desde mí como un volcán. Ahora mi mente está fresca y sosegada."
En febrero del 38 llega la primera admonición: "Leonard aprueba gravemente Tres Guineas . Piensa que es un análisis extremadamente claro. No se puede esperar emoción, porque, como dice, no puede compararse con las novelas. Sin embargo, pienso, tiene un valor práctico más alto. Pero es verdad que me siento mucho más indiferente al respecto: un trabajo de hormiga, que no me afecta tanto como las novelas." El cambio de tono es dramático. Es impresionante ver cómo cae el primero y violento chaparrón sobre el entusiasmo de Virginia, cómo la austera, preocupada y en el fondo irremisiblemente patriarcal cautela de Leonard la obliga a retroceder kilómetros enteros desde su inicial envión, y qué certero es el aguijón de su marido: al disociar la intensa relación entre su conciencia encendida y su ensayo, clasificándolo como una simple operación intelectual -"un análisis extremadamente claro"-, Leonard descalifica la hermosa lucidez mezclada de indignación que es la vertebradura de estas páginas extraordinarias, la médula de un mensaje profético que todavía nos sacude.
Virginia ha perdido la primera batalla, la fundamental: su marido se ha interpuesto emocionalmente entre ella y su escritura, y ha proyectado una lectura claramente mutilante sobre un texto que ni él ni su grupo, políticamente progresista pero socialmente muy a la retaguardia de Virginia, podían asimilar. No es una derrota irreflexiva: Virginia, que habla del mucho conflicto y algo de éxtasis que entró en este libro, reflexiona en la siguiente entrada de su Diario , acerca del "hórrido anticlímax de Tres Guineas . No alcancé tanto elogio de L. como esperaba. [De hecho, sabemos que Leonard consideraba a Tres Guineas como uno de los tres libros muertos que había escrito su mujer]. Sospecho que la lectura de las pruebas será un helado baño de decepción. Pero he querido -violentamente he querido, no puedo decir hasta qué punto persistentemente, urgentemente, compulsivamente he querido- escribir este libro, y me llega un sosegado, íntegro sentimiento. Como si me hubiera salido con la mía, tómalo o déjalo, he concluido, y me embarco libremente hacia nuevas aventuras; tengo 56 años."
Más adelante, recibidos ya los primeros elogios de lectores alerta, señala todavía su temor de que el libro no llegue a rasgar la superficie, y también el de verse expuesta autobiográficamente en público. Pero los temores se equilibran, dice, con "el inmenso alivio y la paz que he ganado y disfruto en este momento". El día de salida del libro, el 3 de junio, Virginia lee a medias las reseñas. "Acaso me interese más comunicarme que crear un poema", anota. El Litterary Supplement la describe como la más brillante panfletista de Inglaterra -un elogio, acaso, de doble filo. Pero su temor más profundo se disipa: la atacan o la defienden, pero nadie deja de tomarla en serio. En noviembre, comentando las reseñas contradictorias, escribe estas palabras escalofriantes: "Soy, fundamentalmente, una extraña. Mi mejor trabajo lo hago acorralada contra la pared. Pero es difícil escribir contra la corriente sin mirar la corriente". Diciembre: "La recepción de Tres Guineas ha sido interesante, inesperada: 8000 ejemplares vendidos. Ninguno de mis amigos lo ha mencionado. [A Vita Sackville-West, su amante, señala uno de sus biógrafos, el libro no le ha gustado.] Mi círculo se ha ampliado, pero estoy a oscuras en cuanto a los verdaderos méritos del libro... Nadie ha podido resumir sus cualidades. Mucha menor unanimidad que la que concitó Un cuarto propio . Lo más adecuado, supongo, es suspender el juicio al respecto. "En febrero de 1940, Virginia señala -prematuramente, en realidad- el fracaso total del libro en Estados Unidos -de donde vendrían sin embargo, más tarde, la mayor parte de las innúmeras ediciones. En marzo de 1941, en vísperas de su suicidio, escribe escuetamente: "Descenderé con mis colores flameando."
¿Han cambiado mucho los tiempos desde Tres Guineas ? Afortunadamente sí; desafortunadamente no. Si me refiero -sólo por razones de proximidad- a mi propia trayectoria, puedo decir que, como mujer, he contado con universidades, bibliotecas e instituciones abiertas a las mujeres en una medida mucho mayor y más generosa que Virginia Woolf y sus congéneres. Su hermosa protesta, en este sentido, no ha sido vana. Pero ciertos hechos indican que todavía los baluartes de la discriminación permanecen sorprendentemente sólidos en un mundo que se pretende cada vez más fluido, democrático y liberal. Hace cerca de un año, por ejemplo, un grupo de biólogas norteamericanas logró que la formidable institución (el MIT) que condescendientemente las había empleado reconociera públicamente, con las debidas disculpas, la discriminación de que habían sido víctimas en el régimen de publicaciones, concesión de becas, viajes y otros beneficios importantes para el progreso en su carrera. Recuerdo el asombro que me causó el discurso de apertura del Rector de esa misma universidad -donde se gestaron el submarino atómico, el rayo láser y el imperio de Bill Gates, entre otros prodigios-, allá por 1968, en plena revolución cultural, cuando anunció jactanciosamente los progresos realizados por su institución en materia de admisiones, señalando que en la población de siete mil estudiantes -doscientos millones de dólares de presupuesto anual- habíamos sido graciosamente aceptados 300 mujeres y 20 negros. Como puede comprobarse fácilmente, si Boston produjo dos olas sucesivas de feminismo, no es necesario investigar las razones demasiado lejos.
Pero tampoco es necesario llegarse a Boston: si hoy yo quisiera ingresar en las instalaciones del club adscripto a la Universidad de Buenos Aires (CUBA), con mis sesenta y cinco años, mi título de egresada y un doctorado extranjero, me sería necesario, además, contar con la acquiescencia y la amable compañía de un sobrino, marido, amigo o cualquier ser humano diplomado que enarbolara la dichosa y al parecer envidiable diferencia. (Me he limitado a ejemplos del mundo académico, pero naturalmente la discriminación y la exclusión alcanzan a menudo niveles muchos más amplios y grados mucho más profundos que los que he podido señalar aquí). Mientras tanto, el feminismo, que en su acepción más llana es simplemente la extensión de los derechos humanos a las mujeres -que también, casualmente, somos seres humanos-, sigue siendo entre nosotros, demócratas convencidos, una mala palabra. Por eso la voz de Virginia Woolf, esa voz llena de cristales y poesía, de risa, llanto e indignación, sigue siendo necesaria.
Como lo han señalado sus biógrafos, durante la escritura de Tres Guineas Virginia Woolf había acrecentado su conciencia del lado oscuro de la vida y los poderes del mal. La guerra europea, que destruyó su casa de Londres, y su propia tendencia autodestructiva, puesta de manifiesto en varios episodios psiquiátricos tratados muy desatinadamente -como lo demuestra Stephen Trombley, uno de sus mejores biógrafos-, hicieron el resto. Deslumbrante escritora, profeta difícil, amarga, encantadora, infinitamente respetable e infinitamente frágil, Woolf no llegó a ser lapidada por el tenor irritante, y por eso inaudible, de su protesta; llenó ella misma sus bolsillos de piedras y, el 28 de marzo de 1941, caminó hacia el río por última vez.
"A veces retumba como un trueno en mí la inutilidad de mi vida", había dicho una vez, en carta a Ethel Smyth.Y el 17 de agosto de 1937, a Vanessa Bell, su hermana, estas tiernas y aterradoras palabras : "Estoy absolutamente atrapada en mi panfleto de guerra... de hecho lo escribí como una discusión con Julian...si ves una lucecita que baila en el agua, ésa soy yo." La lucecita, sin embargo, se ha vuelto un faro, uno de esos grandes faros que iluminan la noche humana, como en el memorable poema de Baudelaire. Su luz alterna siempre con las sombras, pero sigue marcando siempre, sin distinción de sexos, el rumbo de nuestra esperanza.
Perfil
- Familia: Virginia Stephen (Woolf es su apellido de casada) nació el 25 de enero de 1882. Su padre, Leslie Stephen, era un intelectual victoriano, muy severo, pero que le permitía a sus hijas libre acceso a la importante biblioteca familiar. Virginia adoraba a sir Leslie, sin embargo llegó a declarar que la muerte de aquel patriarca fue una liberación: le permitió escribir libros que jamás se habría atrevido a publicar por miedo de que él los leyera.
Una figura familiar muy importante y protectora para Virginia fue su hermana, la pintora Vanessa Bell.
- Bloomsbury: después de la muerte de sir Leslie, los hermanos Stephen se mudaron al barrio de Bloomsbury. En torno a Virginia y Vanessa se formó una tertulia literaria y artística integrada por escritores como Lytton Strachey, E. M. Forster, Roger Fry, el futuro premio Nobel de Economía, Maynard Keynes, entre otros.
- Casamiento: Virginia se casó con Leonard Woolf el 10 de agosto de 1912. El comprendió de inmediato el talento de su mujer y la protegió devotamente contra los ataques de locura que la asediaron. Virginia había sido víctima, de niña, de abusos sexuales por parte de un pariente. A pesar del enorme afecto que sentía por su esposa, Leonard no comprendió la originalidad de Tres guineas , debido a temores y prejuicios en cierta medida machistas.
- Muerte: la Segunda Guerra terminó por desequilibrar la precaria salud mental de Virginia. Los bombardeos, la desaparición de amigos y parientes, la trastornaron por completo. El 28 de marzo de 1941, se suicidó echándose al River Ouse.
- Obras: The Voyage Out , Noche y día, El cuarto de Jacob , Mrs. Dalloway , Al faro , Orlando , Un cuarto propio , Las olas , Carta a un joven poeta , El lector común , Flush , Los años , Roger Fry , Tres guineas , Between the Acts .
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