La gran novela: el fin del mejor de los mundos posibles
Conocedora del microcosmos literario parisiense, Alicia Dujovne Ortiz repasa la última rentrée editorial y celebra la consagración de uno de esos talentos que sólo surgen rara vez
PARIS.- A mi llegada a París en 1978, mi editora francesa me habló de los "Prix" con un tonito cómplice que yo interpreté, literalmente, para el lado de los tomates: como " prix " quiere decir a la vez "premios" y "precios", y como, en mi carácter de inmigrante reciente, esta segunda acepción me llegaba mucho más al alma que la primera, adopté el mismo tono, aunque más lúgubre, al contestarle: "¡Ay, sí, de veras, qué caro que está todo!". Treinta y cuatro años más tarde, el tema de los precios me sigue despertando la más franca adhesión, pero el de los premios ha conseguido, con todo, interesarme un poco. Se trata de un ritual anual esperado con ansias en el microuniverso parisiense al que, mal que bien, uno termina por "integrarse", para utilizar el término consagrado al referirse a la condición extranjera, cuando ésta se nota menos.
Pues bien, la ansiedad generada cada año por la decisión de los jurados toca a su fin: el Goncourt se lo ha llevado un escritor corso de 44 años, autor de una novela que, justamente, se refiere a un final, aunque no de la desesperación que toda Vanity's Fair causa y conlleva, sino del mundo en que vivimos: Le sermon sur la chute de Rome ("El sermón sobre la caída de Roma"), basado en la idea agustiniana de que ninguna civilización es eterna.
Jérôme Ferrari ya ha publicado algunas novelas destacadas por la crítica, en especial Où j'ai laissé mon âme ("Dónde dejé mi alma"), sobre la tortura en Argelia durante la colonización francesa, pero nada hacía prever que este autor aún joven arramblara con el máximo premio literario de la lengua francesa. Sobre todo porque la trama de su "sermón" es, en apariencia, simple: dos estudiantes de filosofía abandonan a Leibniz para ocuparse de un modesto bar en un pueblito de Córcega. Modesto pero prometedor: ese lugar de encuentro con lindas chicas y buenas bebidas está destinado a convertirse, según sus creadores, en el "mejor de los mundos posibles".
¿Qué fuerza demoníaca se opone al cumplimiento de esa ambición? La estupidez. No la ignorancia (un estúpido puede ser culto), sino la mediocridad de la que habló Georges Bernanos cuando dijo: "La cólera de los imbéciles llena el mundo". Bernanos, al que Ferrari confiesa no haber leído hasta ahora, pero en el que hoy se reconoce por completo: "Es él quien ha mostrado el aspecto rutinario y nada brillante del mal", dice. En un lenguaje religioso utilizado con naturalidad y sin forzar las tintas, Ferrari compara la caída de Roma (saqueada en 410 por el general visigodo Alarico, por la sencilla razón de que la puerta de la ciudad había quedado abierta) con la de nuestro propio mundo: "¿Es así como mueren los imperios? No ha pasado nada, el Imperio ya no existe y Marcel sabe que sucede lo mismo con su vida, en la que, para siempre, nada ha pasado".
En cierto modo la coincidencia entre las novedades de esta temporada resulta sorprendente: por una parte, varias novelas basadas en dos temas fundamentales -el malestar social y las historias de incesto y violación (entre estas últimas, la escalofriante confesión de Christine Angot)- y, por otra, las visiones apocalípticas. Tres novelas más se suman, en efecto, a la de Ferrari para llenar hasta el borde la copa de la desolación: A l'abri du déclin du monde ("Al abrigo del mundo que declina"), de François Cusset; Avant la chute ("Antes de la caída"), de Fabrice Humbert; 2013, Année terminus ("2013, Año final"), de Luc Delisse. En la primera, la verdadera protagonista es "la época", que nos impide resistir y nos empuja al abandono de todo ideal; la segunda refleja, de nuevo, una época, esa que en México, en Colombia y en un suburbio de una ciudad francesa se debate entre la droga y el delito, y la tercera, que, publicada en 2012, sucede en 2013, nos muestra un mundo europeo destruido por la crisis global. Una angustia que, pese a las diferencias entre un tiempo y el otro, no es novedosa: los mayas, que, de creerles a ciertos charlatanes, predijeron el final de todo lo conocido para el 21 de diciembre de 2012, habrán experimentado similar desazón.
Sin embargo, y en mi opinión, las peores predicciones son las que están escritas de modo previsible. Desde ese punto de vista, las tres novelas mencionadas sobre el final de los tiempos sólo pueden equipararse a la de Jerôme Ferrari por su tema, pero no por su escritura: ésta, para serlo de veras, debe ser sorprendente, luego imprevisible. Cortadas por largos paréntesis y trabajadas con el más contagioso y malicioso placer, las frases envolventes de este inesperado "sermón" convierten la caída del Imperio de tontos y mediocres en una buena noticia. "El mejor de los mundos" siempre es posible cuando, al anunciarnos su fin, un autor de tan feroz inteligencia nos promete el comienzo de algún otro que sea menos estúpido.
Acaso los lectores de esta nota se hayan dado cuenta de que no suelo seguir la ceremonia de los precios, digo, de los premios, con la boca abierta de admiración. Esta vez me complazco en compartir un entusiasmo real y, por qué no, en pronosticar un futuro, el de Jérôme Ferrari. Muchos Goncourt han terminado en el olvido, éste no creo. Hay en su novela esa cosa inasible llamada gran literatura, que surge rara vez y siempre nos regocija por triste que parezca, porque su verdadero y secreto mensaje sobrepasa de lejos lo que su mismo autor ha creído decir.
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