La fórmula del amor
Dicen que para perder el miedo a volar lo mejor es visitar la cabina del avión y ver al piloto tranquilo. Pero a mi no me ha funcionado. Lo que aterra no es la altura, que se torna abstracta con las horas de vuelo, sino compartir esa experiencia con un grupo de desconocidos que de pronto duerme con nosotros. En un vuelo transatlántico esta intimidad supera incluso la de un acto sexual promedio.
En ese vuelo iba solo. Y apenas apagaron las luces empezaron los extraños sonidos. La pareja del asiento trasero describía un extraño ritual amatorio. Durante varias millas tuve la tentación de mirar la escena para comprender qué estaba ocurriendo. Simulé una ida al baño y entonces lo vi todo: se trataba de una pareja de matemáticos que, desplegando unas enormes hojas cuadriculadas, desarrollaba ecuaciones infinitas entre besos y caricias en una singular combinación de erotismo y ciencias exactas. Me dormí acunado por esa novedosa música de cosenos y números primos.
Horas más tarde, me despertó el maravilloso ruido del carrito. Me di vuelta y la pareja dormía plácidamente. Las mesitas estaban abiertas, atiborradas de papeles manchados con trazos apasionados: cientos de cuentas, pero que en realidad respondían a una única ecuación, que se desagregaba en una desesperada búsqueda por despejar la incógnita: X. No habían resuelto nada, solo habían recorrido el misterio con la misma excitación con la que el resto de los mortales suele experimentar las certezas. Después de aterrizar descubrí que eran noruegos o al menos nórdicos. Espero que un día les den el Premio Nobel. Al igual que Bob Dylan, no hay duda que practicaban alguna forma de poesía.