La fiesta ajena
Tal vez no sea mala idea reflexionar sobre el estado de la literatura argentina contemporánea a la vieja usanza, aquí mismo, en las páginas de un medio impreso. Así se hizo durante el siglo XX y, al fin y al cabo, nací en 1975 y crecí leyendo los diarios en papel. Hace siete días, en este espacio, arriesgaba un nuevo concepto: el de literatura blanda. Quizá sea momento de precisar algunas de sus características.
Decía: la literatura blanda no tiene relación con la formación o la ideología de un autor sino con la forma en que ese escritor se relaciona con el hecho literario, con su trabajo e incluso con la historia de su arte. Siempre habrá más chances de componer una literatura perdurable (lo que está en las antípodas de la literatura blanda) si se es consciente de una tradición. Para eso no hace falta haber leído todo, pero sí saber que no se ha leído todo. Entender que lo que uno hace no es nuevo por el mero hecho de que parezca nuevo. Hay otra forma de verlo. La literatura blanda no tiene nada que ver con el gusto, ya que no depende del lector sino del autor; del compromiso con su propia obra, con el sistema literario, con sus lecturas previas. Es por eso que no hay lectores blandos: hay autores blandos. Y lectores que los detectan.
Decía, hace una semana, que la llamada “literatura del yo” es literatura blanda. ¿Pero acaso no toda literatura surge de la experiencia del autor? Por supuesto. Ya en 1926 Jorge Luis Borges escribía: “Toda literatura es autobiográfica, finalmente”. Conociendo a Borges, uno debe poner el foco en la pausa y el agregado “finalmente”. En ese matiz está lo esencial. Además del propio Borges, tanto Kafka como Proust o Joyce, por mencionar solo tres autores esenciales del siglo pasado, escribieron sus libros en la proyección de sus experiencias personales. Antes, se tomaron el trabajo de pasarlas por un tamiz: el de la escritura literaria. Kafka se sentía como un insecto monstruoso, y por eso creó a Gregorio Samsa. La literatura del yo, tal como se la practica en los últimos años, con un evidente sesgo narcisista, se diferencia muy poco de la anotación al paso en un diario íntimo. Es una literatura que busca y propicia una sola lectura: la de la identificación. Y desde ahí comunicar. O vender.
Hacen literatura blanda los escritores que asumen, a sabiendas o no, un discurso estereotipado: el de los medios, el de las redes sociales, el del ámbito académico, el del psicoanálisis, el de los estudios de género. Lo mismo cuando se elige narrar temas de la agenda social y política, aunque se lo haga con buenas intenciones: la violencia machista, la crisis ambiental, la marginalidad. La literatura no debería ser un tenedor libre: los libros que se conciben siguiendo un menú de opciones terminarán en la mesa de saldos de la literatura blanda. Si se busca un efecto, se construye literatura blanda.
¿Cuál, dijimos, sería el reverso de la literatura blanda? La literatura perdurable. Los clásicos son el ejemplo por excelencia porque perdurar es una condición necesaria en la definición de clásico. Pero no solo ellos. Hay literatura publicada en la década del 80, del 90 y del 2000 cuya lectura no ha envejecido. Libros que han sido leídos y estudiados. Cuentos, novelas, poesía que seguiremos leyendo en el futuro. ¿Cuáles? Ya llegará el momento de los nombres. Más importante ahora es identificar y señalar la abrumadora hegemonía de literatura blanda en la industria del libro actual, y ubicarnos enfrente y en contra.
¿Por qué? Porque esa literatura tala bosques, expulsa lectores, nivela para abajo y contribuye a abonar un estado de situación: el de la fiesta de cumpleaños de la literatura argentina, donde todo es papel picado, adjetivos benévolos, reseñas favorables y globos de colores. Habrá primero que apagar la luz y la música. Por el bien de todos.
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