La felicidad de un mundo impreciso
Entre los autores de Europa Central del siglo XX, el polaco Bruno Schulz ocupa, por sus relatos y dibujos, un lugar clave: es el maravilloso creador de un universo que declina la infancia perdida para mejor registrar la irrealidad verdadera
Mi ideal es madurar hacia la infancia.
Drohobycz, una ciudad pequeñísima al borde de los Cárpatos, en el confín del entonces imperio Austrohúngaro. Allí nace, en 1892, Bruno Schulz. Un niño enfermizo, con problemas bronquiales y del corazón, que aprenderá dibujo y pronto sabrá hablar polaco, alemán, ruso, yiddish. Más tarde irá a Viena, infructuosamente, a estudiar arquitectura. También hará un escueto viaje a París. Schulz está en las antípodas de aquellos escritores que, como César Moro, dijeron alguna vez " Je n´ ai pas de maison ". Drohobycz es y será para él la "República de los Sueños", el invernadero de la maravilla donde es posible intimar con el vasto mundo y sus antiguas fábulas. En algún momento, no necesariamente en este orden, traduce con Josefina Szelinska El proceso de Kafka; ilustra Ferdydurke , de Witold Gombrowicz; se cartea con Thomas Mann; conoce a Debora Vogel, escritora y doctora en Filosofía de Lwów que ha publicado un poemario en yiddish titulado Manekiny ("Maniquíes") y que, sin duda, lo influye. En 1938 recibe el premio de Literatura de la Academia Polaca. Cuando muere el padre, comerciante menor de telas y paños, muere con él una época de rumoroso esplendor. El resto, como siempre, es lo que un artista hace con lo que el destino hace de él.
De todos los escritores de Mitteleuropa que surgen en la primera mitad del siglo XX, Bruno Schulz ocupa un lugar central. No sólo por el absoluto desvío que su prosa instaura en los modelos vigentes de la ficción sino por los dibujos, ex libris y bocetos a lápiz que publicó, de hecho, en 1920, con antelación a sus dos volúmenes de cuentos ( Las tiendas de color canela y Sanatorio bajo la clepsidra ) y que constituyen algo así como la paleta infame del mundo familiar que surge en los relatos. Me refiero a ese canto masoquista que es "El libro idólatra", reproducido hace poco por el Círculo de Bellas Artes de Madrid en un ejemplar titulado Bruno Schulz: El país tenebroso .
Diré sin demora lo que esos grabados muestran: un personaje femenino tumbado en una otomana o bien atravesando la ciudad nocturna o expuesto a la mirada en un voluptuoso boudoir . Diversas poses para la representación de una única escena exasperante. Esa mujer, que puede llamarse Undula o bien Mademoiselle Circe o Infanta o Amazona del circo, aparece casi siempre desnuda y con látigo en la mano. Es una esbelta dominatriz, una reina de hielo, a la vez voluble e insensible a las reverencias, un ídolo y una Salomé-mantis, una mujer-vampiro y un ángel nocturno, una cortesana y una meretriz apocalíptica cortejada por una tropa de grotescos atletas, enanos metafísicos, parias, eunucos y ancianos que se arrastran por el suelo, a cuatro patas, como perros apaleados, lamiendo sus pies, sus zapatos, como en una recreación perversa de Susana y los viejos .
En suma, escenas de adoración y rituales sexuales que mucho le deben, me temo, al repertorio finisecular del decadentismo simbolista en el que abrevaron también artistas como Oskar Kokoschka, Max Klinger, George Grosz, Balthus, Pierre Klossowski, Aubrey Beardsley o James Ensor. Como ellos, Schulz se mueve en una frontera escabrosa. Entre la marioneta y la calavera, entre el cuento de hadas y el arrabal más sórdido, coloca el cuerpo para que diga su verdad corrosiva, y así plasma una violencia que simultáneamente evoca al Goya de los Caprichos y anticipa el descoyuntamiento de la vanguardia.
El gesto es filoso: todo zoom de la zona oscura, se sabe, aumenta los decibeles de lo pensable y en consecuencia, las perspectivas se alteran (como en el expresionismo cinematográfico), y algo de lo insustancial del mundo sale a la luz. Los "poemas de la crueldad de las piernas", como llamó a los dibujos Stanislaw Witkiewicz (ese brillante artista y escritor polaco que fue, como Gombrowicz, su amigo), son, por lo demás, despiadados autorretratos: basta mirar esa fauna de seres idólatras, rapaces y humillados que son los hombres, siempre al borde de la caricatura y el bestiario fantástico, para adivinar la sombra de un aterrado yo.
En este sentido, los dibujos y los textos del autor se parecen: ambos se dejan fascinar por el fragmento, el detalle o el fetiche, intuyendo que "una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo". Las figuras matrices de los relatos, quiero decir, son también escasas y perseverantes. Hay una pequeña ciudad, barroca y subjetiva, llena de barrios dudosos ("La calle de los cocodrilos") donde pululan las prostitutas, las esperanzas impuras y la escoria social. Y también una plaza dormida en un aire de provincia cuyos detalles señalan, pulcramente, nada. Y algunos personajes mínimos, un poco sobredibujados, como si los hubiera captado la mirada de un mago, contagiándoles algo de circo para siempre expuesto a la baratija y el tabú.
Y contra el telón de fondo de ese dédalo, otro, esta vez diminuto como una miniatura (o un libro) y por eso, incalculable como un mundo: la casa de la infancia con sus álbumes de sellos y sus escenas portátiles, su incesante carrusel de transformaciones, sus vendavales y sus noches que tienen "el vientre peludo de la oscuridad". Allí está Adela, la mucama, pasando eternamente de un cuarto a otro con sus baratos zapatitos de charol y dejando, como una ráfaga insidiosa, la estela tensa de su sensualidad. También están los empleados de la sastrería y algún tío ocasional y la madre que "tarda, como siempre, en llegar". Pero sobre todo, acaparando el horizonte de ese inmenso teatro, está el padre.
Maestro de la imaginación o prestidigitador metafísico, comerciante fantasmagórico, cabalista y demiurgo, el padre es acosado sin pausa en estos textos. Lo vemos cuando escribe un estudio de meteorología comparada ("Esbozo del sistema general del otoño") o cuando crea un Museo de Pájaros en el ático de su propia casa o cuando, erguido en un rito orgiástico, se alza como un huracán para defender "la causa perdida de la poesía". Y también cuando levita recitando un monólogo imposible o estudia en los armarios lo inexplorado de la existencia o se metamorfosea en cucaracha o escarabajo o mosca o mariposa, y hasta cuando se queda por años en una pose inmóvil como un gran buitre disecado.
En contacto con ese hombre extrañísimo, todo se desliza hacia un terreno inseguro. Porque este hombre, tan hábil para alterar el tedio de las cosas pronunciando las más álgidas tesis sobre la creación ("Teoría de los Maniquíes"), es también aquel que Adela puede manejar a su arbitrio, con sólo alzar su falda y dejar ver su zapatito de charol. Es el que tiene la costumbre de espiar por las cerraduras, siempre a punto de quedar encandilado por la pantorrilla o el pie de alguna costurera. Entonces no hay discurso que valga, este sacerdote visionario de una religión pagana cae fulminado. Y se queda ahí, babeando, a gatas, como los idólatras serviles de los dibujos.
Aquí reside el capital fijo de Schulz: me refiero a este "exceso" de padre que no es más que un déficit, una insuficiencia de la realidad que la escritura, me atrevería a proponer, intenta compensar por medio de la construcción del mito. Otro modo de decirlo: lo que fermenta demasiado rápido se vuelve impotente y vacío. De ahí que el histrionismo paterno coincida con su ausencia; de hecho, en los relatos, el padre está desapareciendo siempre. En suma, toda la melodía del alma de Schulz proviene de un mundo femenino de aromas y formas que lo atraen y aterran por igual, y del cual intenta huir atravesando un tiempo agujereado donde el padre es rey y la pesadilla, ensoñación.
No quiero decir con esto que su materia narrativa se ciña de manera exclusiva al "arsenal privado". No, lo que define la obra de Schulz es, por el contrario, el estatuto originalísimo que adquiere el cosmos como "personaje". "Siempre tuve debilidad por los telescopios", escribió y, en efecto, su prosa abunda en descripciones donde el cielo o las estaciones del año o las estrellas adquieren rasgos humanos ("los días transcurren como cucuruchos de palomitas, incomibles y vacíos", mientras que en "el plateado barullo astral" confabulan los sueños). Más cerca de Isaac Luria, el cabalista de Safed, que de Kafka o Borges, Schulz, quiero decir, nunca rompe lazos con la imagen del mundo visible ni con la experiencia sensual. ¿Cómo podría, siendo que "todas las fibras convergen en el mismo ovillo", que "el sentimiento es una esfera del alma humana" y que los libros son parte del Libro, ese Libro que crece y se modifica como la vida y es, por ende, universal y no tiene fin?
Su obra es así una Biblia de la infancia perdida que no deja de registrar la irrealidad verdadera. La poesía, escribió Schulz, es un cortocircuito entre el sentido y las palabras. ¿Será por eso que siempre enarbola derrotas? Schulz es el rapsoda de varias (que acoge con ironía y autoironía): en su obra se derrumban, una a una, las jerarquías del viejo comercio, la comunidad judía, las esperanzas eróticas. Pero en esa realidad degradada, donde las posturas humanas son siempre forzadas y un poco patéticas (imposible no pensar en La clase muerta de Tadeusz Kantor), algo resplandece y eso que resplandece es lingüístico. Una prosodia hecha de elipsis, puntos suspensivos y espacios blancos que busca, en el descarrilamiento de lo conocido, ese enigma que todo escritor recibe en el origen y que luego desbroza en una incesante exégesis, no para entenderlo sino para acceder, con suerte, a una desorientación más cabal.
El padre, la provincia y la mujer con látigo, entonces. Una tríada para desplegar lo que habitualmente no vemos. A esto se le llama la felicidad de un mundo impreciso, la inconmensurable aventura de permanecer firme, entre el desamparo y lo recóndito, a fin de narrar lo inexpresable. Quizá por eso estos textos son ilegibles (se van por la tangente, tratan de todo y de nada) y caminan, en total consonancia consigo mismos, con naturalidad, sin exagerada gracia, "hacia las antinomias encantadoras".
Este tipo de arte, se comprenderá, no tiene ningún objetivo. Tampoco puede esperar muchos lectores: su imaginación es demasiado original; su ritmo, demasiado interior. A lo sumo, puede insistir, con pasión y obediencia, en esos detalles que sirven para encender la mecha de la imaginación y esperar, a la vera de lo ilícito, que la escritura se vuelva, ella misma, un niño verbal lanzado a la caza de lo invisible.
Me resta agregar que Schulz fue asesinado por un oficial de la Gestapo el 19 de noviembre de 1942. Este hecho es impronunciable y acarrea un conocimiento atroz: acaso que la plena posesión de la orfandad, esa conquista altísima que disuade para siempre de los dogmatismos de la obviedad, no alcanza para impedir las bancarrotas de lo real. El mundo insiste, una y otra vez, en sus reglamentos de prosa, lo humano se atrofia en creaciones sospechosas y las palabras se vuelven cada vez más inútiles. Y aun así, diría Schulz, hay que madurar hacia la infancia, esa "época genial" donde los trenes, forestales y sabios, esperan las palabras del silencio y, en su movimiento ciego, aciertan, infaliblemente, el centro del ser.
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