La felicidad de agradecer
“Están quienes esperaba que estuviesen: la familia, los amigos, los académicos que me ilustran, los que luchan a diario por las libertades públicas y la decencia de quienes nos gobiernen. He identificado con placer, además, a quiénes por sí, o por las instituciones que representan, han contribuido a hacerme más útil y venturosa la existencia”, dice el periodista en esta columna
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Palabras pronunciadas por el autor en el acto en el que fue distinguido como Personalidad destacada de la Cultura por la Legislatura de la Ciudad.
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En tono íntimo, que excederá de lo habitual en estos casos, procuraré que al hablar me acompañe como protagonista la virtud del agradecimiento.
Comienzo por la gratitud hacia usted, diputada Marilú González Estevarena. Ha sido alma mater de una iniciativa gestada con delicada destreza política. De otro modo no se explicaría que esté honrado en este escenario un vecino que ha expuesto a lo largo de la vida pensamientos no necesariamente coincidentes con los de mayorías persistentes o más o menos ocasionales. O con lo que deviene, una por una, de la decena de corrientes políticas que conforman esta Legislatura. Agradezco a usted, Marilú, esta declaración, y en general a todos los diputados, cualquiera haya sido la actitud que asumieron al votar la iniciativa.
Este edificio se halla en un punto casi equidistante entre el solar histórico de LA NACION, en San Martín 344, en que soñé por años sueños juveniles, y la casa de dos patios de mis abuelos maternos donde nací, en Carlos Calvo, frente al viejo mercado de San Telmo. Cuando paso por allí se recorta en mi agradecida memoria la figura de José Durán, mi abuelo materno, gallego, oriundo de Pontevedra. Había llegado como un polizón de 19 años a fines del siglo XIX. En aquel barrio españolizado José encontró asilo y trabajo en la despensa de un compadre. De noche dormía debajo del mostrador.
Lo desconcertaría ver hoy el desmedro del mérito que en otro tiempo se acreditaba por esfuerzos perseverantes como pauta natural para el ascenso social. Descuento que Claudio Escribano, mi otro abuelo, estaría por igual contrariado por esa contracultura del siglo XXI. Era un castellano que advino a la Argentina desde las serranías yermas que entornan a Sigüenza. Fue un comerciante próspero hasta que lo aniquilaron la crisis del treinta y la obcecación, se dirá que atrabiliaria, de que tan indigno como deshonrar las deudas, es contraerlas.
Fueron ambos modelos de mis padres. En esa devoción por ellos vinculo a las maestras, pulcras en lo moral y en el aseo, de la escuela pública en que aprendí a leer y escribir. Después se sucedieron otras escuelas, cuyas puertas de salida activaba mi incontrolable conducta de párvulo revoltoso. En contraofensiva en principio eficaz, mis padres aconsejaron el ingreso en el Liceo Naval, en Río Santiago. Al cabo de tres años, las autoridades de ese instituto, señalado a comienzos de los sesenta en papeles de la Unesco como uno de mejores colegios secundarios de América latina, llamaron a mis padres. Los notificaron de un dictum inapelable y realista: el hijo carecía de aptitud militar para proseguir en un ámbito de rigurosas exigencias.
En los años altos de la vida, no vacilo en decir que revalorizo ese trienio como el tiempo mordiente que ha terminado por sedimentarse en la memoria como un eje sin el que sería imposible explicarme a esta altura a mí mismo. En ese internado establecí amistades perdurables y absorbí lo que pude de la templanza de carácter y del fortalecimiento físico a que propendía la élite de oficiales de la Armada que nos guiaban. Ahí se alumbró mi interés por la cultura y los mundos innúmeros del conocimiento. Ahí disfruté de las clases de profesores como Héctor Ciocchini. Éramos chicos a quienes desde su cátedra de Castellano este platense erudito en letras azuzaba a ensayar metáforas a fin de combatir la imaginación conceptual magra y la pobreza en la asociación de ideas. Ciocchini colocaba la vara de tal modo que Jorge Luis Borges posaba como invicta, claro, y monumental referencia.
Estos agradecimientos incompletos hacen hincapié en las generaciones de maestros y de periodistas de LA NACION con quienes compartí jornadas inacabables de tareas, atemperadas en su rigor por la vocación en que ardíamos. En LA NACION había empezado a los dieciocho años un noviciado tropezoso en la transición de aspirante a cronista. Me salvó del temprano naufragio la indulgencia que suscitaba la condición de sobrino, de nieto y de biznieto de quienes antes habían cumplido funciones en el diario que fundó Mitre. La endogamia, confío que se infiera de esto, no siempre precipita resultados fatales.
Leoplán fue una revista de interés general y predicamento literario en su larga época. Reservaba un espacio para que alguien respondiera a la pregunta, bastante comprometida, de “¿Qué opina usted de sí mismo?”. En una edición de 1935 Borges aceptó el reto. Contestó que para él cabían varias respuestas, según la hora, según la temperatura, según el régimen dietético, según las personas que esperara.
Elijo esta tarde ese condicionante último. Están quienes esperaba que estuviesen: la familia, los amigos, los académicos que me ilustran, los que luchan a diario por las libertades públicas y la decencia de quienes nos gobiernen. He identificado con placer, además, a quiénes por sí, o por las instituciones que representan, han contribuido a hacerme más útil y venturosa la existencia.
Queda en este orden de sentimientos un podio por destacar. Corresponde a Rita, la mujer y compañera, valerosa y compasiva, en 56 años de vida en común. Rita puso el pecho ante amenazas y puso el hogar al hombro en las ausencias impuestas, como lo saben las mujeres de tantísimos colegas, cuando el oficio reclama con obstinación a sus esposos en las horas más impiadosas para ellas, día tras día, año tras año. Gracias.