La extraña dama
Willa Cather, la más europea de las escritoras estadounidenses y sus temas universales, siempre al margen de modas, logra conmovernos
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Debe haber sido culpa de Truman Capote. A finales de los años noventa leía todo lo que cayera en mis manos de él, desde A sangre fría hasta Plegarias atendidas pasando por Desayuno en Tiffany. Así que es probable que mi encuentro con Willa Cather haya sido su responsabilidad. Lo último que escribió Capote en vida, un día antes de morir, a fines de agosto de 1984, fue un recuerdo de la tarde en que a sus 18 años él mismo conoció a Cather, bajo la nieve de Nueva York, a la salida de la biblioteca pública. El texto, conmovedor y sensible como cada vez que Capote escribía sobre las mujeres de su vida, se llamó “Remembering Willa Cather”, y estaba basado en un fragmento de la autoentrevista que se hace en Música para camaleones: “¡Era Willa Cather! Esos ojos color cielo sin fallas. La melena; el rostro cuadrado con el mentón firme. Me debatía entre la risa y las lágrimas. No había persona viva a la que quisiera conocer más; nadie que pudiera impresionarme más, ni Garbo, ni Gandhi, ni Einstein, ni Churchill, ni Stalin. Nadie”. Así describe aquel encuentro fortuito que le cambió la vida, cuando era apenas un aspirante a escritor. Así que ahora estoy seguro: conocí a Cather gracias a Capote.
No sé cuántas veces compré, en librerías de viejo de Buenos Aires, Una dama perdida, la inolvidable novela breve de Cather publicada en un tomo negro finito por el Centro Editor de América Latina en 1977. Durante años, cada vez que encontré aquella única traducción al castellano hecha por el poeta español León Felipe, no dudé en llevarla: fue el libro que más regalé. Y probablemente el que más veces leí. El ejemplar que tengo ahora, bastante bien conservado, todavía tiene el precio en lápiz en la primera página (dos pesos), así que lo debo haber comprado en tiempos de convertibilidad. El ambiente de la novela, en apariencia, no podría ser más lejano: el establecimiento de una casa de huéspedes en el Oeste de los Estados Unidos a fines del siglo XIX. Sin embargo, como sucede siempre con Cather, la más europea de las escritoras estadounidenses, sus temas universales (el amor, el honor, la belleza, la decrepitud, la muerte), siempre al margen de modas y épocas, logran llegar hasta nosotros a través de sus personajes y conmovernos.
Vuelvo a pensar en Cather y en Una dama perdida (el libro de referencia de Francis Scott Fitzgerald cuando escribió El gran Gatsby) porque en la página 48 de la última novela de Margarita García Robayo la narradora busca precisamente este título en su biblioteca y piensa: “es un libro hermoso”. Un libro que este año cumple un siglo exacto de su aparición y que terminé de traducir meses atrás, para lo que será la primera edición de una novela de Cather en la Argentina en más de 45 años.
Cather fue una niña anómala durante su infancia en Nebraska, que leía mitología en un ambiente de rústicos labriegos. Más tarde fue una extraña joven que se vestía de varón en obras de teatro juveniles y que, al ingresar a la universidad, firmaba sus escritos como William. Nunca se preguntó si podía o debía escribir: desde que tomó la decisión de dedicarse a la literatura, a sus 38 años, sencillamente escribió. Ya convertida en una autora de renombre, se instaló en Nueva York y vivió junto a la editora Edith Lewis hasta su muerte. Construyó personajes femeninos de una admirable independencia y complejidad, cultivó siempre el bajo perfil y poco se sabe de su vida privada. Puede haber contribuido a este halo de misterio una de sus últimas voluntades: en contra de la impúdica exhibición de nuestros días, decidió que a su muerte toda su correspondencia fuera incinerada. Sus conocidos cumplieron aquel deseo. Tal vez debido a eso le prestemos hoy más atención a sus libros que a su biografía. Estoy seguro de que es algo que no le hubiera disgustado.
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